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La lengua absuelta del socialismo español: las memorias de Carlos Solchaga
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Isidoro Tapia

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La lengua absuelta del socialismo español: las memorias de Carlos Solchaga

Solchaga es la lengua absuelta del socialismo español: una mirada vivaz y firme. Junto con las memorias de Semprún, lo mejor que se ha escrito sobre los entresijos de los gobiernos socialistas

Foto: El exministro socialista de Economía Carlos Solchaga. (EFE)
El exministro socialista de Economía Carlos Solchaga. (EFE)

Cuando miran a la década de los ochenta, los socialistas suelen reivindicar con orgullo la construcción del Estado del bienestar, aunque con bastante menos entusiasmo la modernización de la economía española; un olvido elocuente, casi freudiano.

Hace tiempo le preguntaron al expresidente del Gobierno Felipe González por la diferencia entre los retos actuales y los que le tocó vivir en La Moncloa: “Entonces sabíamos lo que había que hacer —respondió—. Ahora ni siquiera sabemos cuáles son las soluciones correctas”.

Con un matiz, diría yo. Hace 30 años, como ahora, algunos sabían lo que había que hacer, pero otros no tenían ni la más remota idea. El enorme acierto de Felipe fue escuchar a los primeros un “98% de las veces”, como le había recomendado Olof Palme. Entre los que acertaron, nadie lo hizo más veces que Carlos Solchaga: la reconversión industrial, el control presupuestario y de la inflación, la creación de una agencia tributaria y un banco central independientes, la reforma financiera y un largo etcétera.

Hace 30 años, algunos sabían lo que había que hacer, pero otros no tenían ni idea. Entre los que acertaron, nadie lo hizo más veces que Solchaga

Solchaga no fue el único protagonista de aquella década (ahí estuvieron también Almunia, Aranzadi, Atienza, Borrell, Boyer, Eguiagaray, Griñán o Solbes). Entre todos, cogieron una economía de vestigios arancelarios, con una industria sobreprotegida e ineficiente, y dejaron una estructura productiva, con debilidades (especialmente en el mercado laboral, otras menos evidentes en el sistema financiero) pero a grandes rasgos homologable a la primera división europea. Sí, ya sé que en el imaginario colectivo los ochenta son los años del pelotazo, cuando el consenso neoliberal ganó la batalla ideológica y el socialismo traicionó sus principios (todavía hace unas semanas, la actual presidenta del PSOE así los recordaba). Pero es que sencillamente no es cierto.

España no solo creció con vigor durante aquella década (el PIB real per cápita se incrementó más de un 50%) sino que lo hizo de forma inclusiva: el índice de Gini, que mide la desigualdad, se redujo de forma continua hasta la crisis de 1993-94, según muestran las series de Prados de la Escosura. La desigualdad en España nunca había tenido un nivel tan bajo desde los años cincuenta (cuando todos éramos igual de pobres), ni tampoco lo volvería a tener (desde entonces, no ha dejado de incrementarse).

Tal vez los socialistas nunca abrazaron la modernización económica con entusiasmo, sino como un mal trago necesario. Tal vez los líderes que vinieron después hicieron caso a sus ministros de Economía bastante menos del 98%. Por un motivo u otro, el PSOE dejó de tener un programa económico reconocible. Y aunque lo económico no lo es todo, es parte indispensable. Sin programa económico no hay un proyecto de transformación del país. Cuando el PSOE renunció a tenerlo, se convirtió en un pastiche de reclamaciones identitarias, importantes todas, pero insuficientes para constituir un verdadero proyecto político. Es esta la razón que Mark Lilla en su último libro ('The Once and Future Liberal') señala como el origen del declive socialdemócrata. Una tesis que no solo es la opuesta a la de Narbona, sino seguramente la correcta.

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Solchaga acaba de publicar sus diarios de aquella etapa ('Las cosas como son', Editorial Galaxia). No voy a pretender haberlos leído de forma neutral. Carlos Solchaga fue mi primer jefe, lo que viene a ser como una primera novia, pero sin la ilusión óptica de estas últimas. Tampoco tiene mayor interés el aspecto personal, lo hago constar a beneficio de inventario.

Las memorias de políticos españoles suelen ser un género terriblemente anodino, incluso para los que somos adictos a ellas. Normalmente se escriben con años de retraso, cuando su autor ha dejado la primera línea y ya no tiene sentido ni ajustar cuentas ni relatar las añagazas que conforman la salsa de cocción de la política. No es el caso de las de Solchaga. El formato de los diarios tiene la ventaja de la autenticidad, permite conocer lo que su autor pensaba al escribirlos. Solchaga, además, hace honor a su leyenda. Íñigo de Oriol se cuadra militarmente la primera vez que lo saluda. Jordi Pujol tiene una conversación “más propia de un pequeño comerciante catalán que de un presidente de la Generalitat”. Javier Solana llama por teléfono “simplemente para hacer saber que trabaja los domingos”. Solchaga es la lengua absuelta del socialismo español: una mirada vivaz y firme. Junto con las de Jorge Semprún ('Federico Sánchez se despide de ustedes', publicado en 1993, dos años después de dejar el Ejecutivo), el mejor relato que se ha escrito sobre los entresijos de los gobiernos socialistas.

Entre Solchaga, Rato, Solbes y De Guindos acumulan 30 años al frente del Ministerio de Economía (seis el último, ocho los primeros), casi toda nuestra política económica contemporánea. Para los amantes de las anécdotas, Solchaga fue el más longevo en el cargo, por apenas unos días. Como atestiguan los diarios, lo que distinguía a Solchaga del resto era mezclar la vis política y la económica. A Solbes (como ahora a De Guindos) le interesaba la economía, pero mucho menos la política. A Rato le ocurría lo contrario (tal vez sin saberlo). Solchaga no solo sabía qué hacer, sino también cómo hacerlo. En mi opinión, es lo que hizo de su mandato el más reformista de la historia económica de nuestro país en la segunda mitad del siglo XX, al menos desde el Plan de Estabilización de 1959.

No solo sabía qué hacer, sino cómo hacerlo. Es lo que hizo de su mandato el más reformista en la historia de España en la segunda mitad del siglo XX

Los diarios también dejan entrever una de las rivalidades más legendarias de los gobiernos de Felipe González, la que libraron Guerra y Solchaga (que tomen nota en Netflix para sus 'grandes duelos'). Fue una rivalidad de la que, en mi opinión, se benefició el país en su conjunto. Solchaga se encargaba del Gobierno, Guerra del partido (entonces, un poder fáctico). Sin este reparto de papeles, muchos de los grandes proyectos de aquella época no habrían visto la luz. La salida de ambos del Gobierno (Guerra en 1991, Solchaga en 1993) marcaría el principio del fin de los gobiernos de González. Es difícil pensar que, con ellos en el gabinete, el Gobierno socialista hubiese vivido el descontrol de su última legislatura.

Que la trayectoria de ambos, Solchaga y Guerra, fuese paralela, no significa que su legado fuese el mismo (aquí, una vez más, se me van a notar los colores). Solchaga, desde el Gobierno, se propuso transformar la estructura económica del país y lo consiguió. No sé si Guerra, desde el partido, se propuso en algún momento transformarlo o simplemente se atrincheró en el mismo. Pero lo cierto es que los partidos políticos españoles, especialmente el socialista, se han adaptado peor que mal al paso de los años. Su funcionamiento interno, la selección de sus dirigentes o su incapacidad para generar un debate ideológico de altura constituyen una de las grandes asignaturas pendientes de nuestra democracia. Por cierto, no es un problema que fuese inadvertido: en 1981, Solchaga ya escribía, en referencia a los cuadros socialistas: “Su mentalidad es de club cerrado, de secta de escogidos”.

Fue el rostro de las decisiones difíciles. En 1982 se fue a Navarra para comenzar allí la reconversión industrial, anunciando el cierre de las Potasas

Solchaga fue el rostro de las decisiones difíciles. En 1982 se fue a Navarra para comenzar allí, en su tierra, la reconversión industrial, anunciando el cierre de las Potasas. Solchaga ejercería el papel de villano hasta el último suspiro. En 1993, decretó la devaluación de la peseta en plena campaña de unas elecciones generales cuya victoria los socialistas estaban lejos de tener asegurada. Una firmeza que a veces acompañó de excesos verbales, perfectamente intencionados. Solchaga tiene un sentido de la justicia nada teórico sino eminentemente práctico (si se quiere, nada francés sino calvinista). Durante un tiempo, creyó que la reconversión industrial estaba teniendo un coste excesivo para los contribuyentes. Sus declaraciones públicas arremetiendo contra los sindicatos (declaraciones que a veces se volvieron en su contra) tenían como estrategia contenerlos. Sus mandobles, conviene recordarlo al leer los diarios, suelen tener un objetivo determinado. Lo que no los hace menos afilados ni entretenidos, sino más bien lo contrario.

Hace unas semanas, en una terraza de Madrid, no recuerdo a cuento de qué (seguramente de Cataluña), Solchaga me comentaba cómo vivió el 23-F en el Congreso: “No tuvimos miedo —decía—. Bueno, tal vez nos asustamos al oír los disparos. Pero lo que de verdad sentimos fue vergüenza”. Vergüenza de un país que no llegaba, vergüenza de un señor con tricornio hablando un castellano tan zafio como desusado (“Se sienten, coño”) que iba a abrir los telediarios de toda Europa. Y lo cierto es que hubo un momento en que dejamos de tener vergüenza. Su generación (la de Solchaga) nos dejó una España imperfecta, pero infinitamente mejor de la que habían encontrado. Una economía competitiva; un Estado del bienestar que ha sostenido nuestras costuras sociales en las peores crisis (mejor el sistema sanitario que el educativo, un sistema de pensiones sólido, aunque no inmune a la presión demográfica), y un sistema institucional que tal vez se apoyó demasiado en la talla de las personas (Tomás y Valiente en el Constitucional, Rojo en el Banco de España) pero que al menos tenía (o parecía tener) los mimbres para resistir los embates de tiempos más revueltos.

Tal vez aquella generación (la de Solchaga) no nos hizo tener orgullo por nuestro país, pero nos enseñaron algo mejor: a tener vergüenza

También, es cierto, nos dejaron una España políticamente puñetera. Quizá les faltó un punto de pedagogía con los votantes de izquierda (empatía sí hubo; la reconversión, que era necesaria, fue también generosa, pero por algún motivo el Gobierno socialista —especialmente el área no económica— nunca hizo un relato político de las reformas), y tal vez les sobró un punto de arrogancia en sus relaciones con la derecha. Siempre he pensado que el estilo autoritario de Aznar, que fue realmente quien reventó las formas políticas de la Transición, tenía dos causas: por un lado, el recuerdo de la descomposición de UCD; por otro, el complejo de inferioridad del propio Aznar respecto a su antecesor en el cargo.

Tal vez aquella generación (la de Solchaga) no nos hizo tener orgullo por nuestro país, pero nos enseñaron algo mejor: a tener vergüenza. La suya era una vergüenza por lo que todavía no éramos, la nuestra una vergüenza por lo que nos arriesgamos a dejar de ser. Desconozco el motivo por el que se publican ahora los diarios —Solchaga no es de dar puntada sin hilo—, pero sí sé qué efectos tiene su lectura. Un toque de campana generacional. Una llamada a impedir que aquella España, la que asomaba pero se quedó a medias, esa España en marcha, moderna y abierta que llegamos a vislumbrar, se nos escape para siempre.

Cuando miran a la década de los ochenta, los socialistas suelen reivindicar con orgullo la construcción del Estado del bienestar, aunque con bastante menos entusiasmo la modernización de la economía española; un olvido elocuente, casi freudiano.

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