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Mujeres y jubilados: políticamente, mucho en común
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Isidoro Tapia

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Mujeres y jubilados: políticamente, mucho en común

Son los efectos políticos de la huelga feminista del 8-M los que determinarán el éxito o fracaso de la huelga: su capacidad de influir en la agenda y marcar el paso de los partidos políticos

Foto: Movilización en Bilbao con motivo del Día Internacional de la Mujer. (EFE)
Movilización en Bilbao con motivo del Día Internacional de la Mujer. (EFE)

No pretendo analizar las causas de la huelga feminista del 8-M, sino sus consecuencias, en particular sus potenciales consecuencias políticas, no sin antes expresar mi simpatía por una reivindicación, la igualdad efectiva entre hombres y mujeres, lastrada aún por una pesada historia de discriminación que todavía persiste, en forma de techos de cristal de distintos tamaños, en muchos rincones de nuestra sociedad y vida cotidiana.

Alguien me podrá acusar de falta de sensibilidad por preguntarme por las consecuencias políticas de esta huelga, pero aquí discrepo por completo: la justificación y los efectos de la huelga son dos planos en gran medida independientes; en segundo lugar, analizar las consecuencias políticas es un ejercicio casi cotidiano para los que seguimos la actualidad, y finalmente, si me apuran, son precisamente sus efectos políticos los que determinarán el éxito o fracaso de la huelga: su capacidad de influir en la agenda y marcar el paso de los partidos políticos.

Foto: Paro de dos horas en el Hospital 12 de octubre (A. V.)

Una crítica más atinada es la impaciencia por analizar estos efectos, cuando es mucho más lo que ignoramos que lo que conocemos, pero existen razones poderosas para hacerlo. En una legislatura adormecida por la parálisis, que un colectivo que representa algo más de la mitad del censo electoral (exactamente el 52%, aunque su participación electoral es generalmente algo inferior a la masculina, 1,4 puntos en media en los últimos baños) se revuelva políticamente, hace obligatorio preguntarse por sus consecuencias. Como también que lo haga el colectivo de jubilados (que representan alrededor del 25% del censo). Sobre todo, porque uno y otro constituyen el principal granero de votos de los dos partidos tradicionales y hasta ahora mayoritarios: los jubilados para el PP y las mujeres para el PSOE.

Un primer elemento común de las movilizaciones de mujeres y jubilados es que han desbordado (con mucho) las expectativas iniciales. Las manifestaciones de jubilados se convocaron a través de las redes sociales. Hace años, hubiese sido una de tantas concentraciones de decenas de personas, perfectamente invisibles hasta para los pocos transeúntes con los que tropezasen. En el caso de las mujeres, el manifiesto original es un refrito de reivindicaciones antiimperialistas, que seguramente la mayor parte de las mujeres que se han movilizado no suscribirían en su integridad (o no lo harían en absoluto). La reivindicación, en cambio, ha tomado su propio rumbo, hasta convertirse en una movilización masiva. Se ha beneficiado, sin duda, del caldo tectónico del movimiento #MeToo. Su éxito trasciende con mucho a sus promotores originales. La huelga feminista se ha convertido, al mismo tiempo, en un grito de hartazgo y una campana sobre las tareas pendientes.

Un segundo elemento de las reivindicaciones feministas es que, como también sucedió con las recientes de los jubilados, no han tomado la forma nihilista del 15-M (el “no nos representan” o “que se vayan todos”) sino el de las reclamaciones materiales. Unos, denunciando que nuestro sistema de pensiones, ese pacto intergeneracional entre trabajadores y jubilados, está agrietándose y exigiendo soluciones. Otros, mostrando una llaga incontrovertible: que las conquistas acumuladas durante el siglo XX, que en gran medida fue el siglo de las mujeres, se han frenado, o al menos han perdido velocidad durante los últimos años.

Foto: 18 testimonios a pie de calle sobre la huelga de mujeres del 8 de marzo. (Fotos: EC)

Y el tercer elemento común (este sí que entronca con el 15-M) de las manifestaciones de jubilados y mujeres es una pulsión reivindicativa y de cambio, esa misma pulsión que, como el Guadiana, ha aparecido y desaparecido de nuestra actualidad desde el inicio de la crisis económica.

Soy de los que piensan que en esta última década hemos vivido transformaciones que todavía apenas entendemos. Que la crisis económica alteró equilibrios sociales y abrió heridas cuya profundidad somos aún incapaces de valorar. Porque con la economía creciendo de forma vigorosa, con la tasa de paro descendiendo hasta prácticamente estar por debajo de nuestra media histórica, la sociedad no ha terminado por adormecerse, como muchos esperaban. Tal vez el crecimiento no está siendo lo suficientemente inclusivo, especialmente con los colectivos más castigados por la crisis. Y, seguramente, el roto que hicimos a nuestro Estado del bienestar durante los años de los recortes fue mayor del que pensábamos, o los españoles somos más exigentes respecto al mismo de lo que creíamos. O, seguramente, un poco de todo lo anterior.

En el fondo, no debería extrañarnos esta forma brusca de despertar. Porque en España hemos tenido un 'cambius interruptus'. Mientras los sistemas políticos de otros países han saltado por los aires (en Francia con Macron, en Italia con el movimiento M5S, en Reino Unido o en EEUU), en España, después de la crisis económica, los millones de parados, el 15-M, la irrupción de los partidos nuevos, el rescate bancario, los casos de corrupción y un larguísimo etcétera, seguimos con un presidente que, en el pleistoceno político, era ya portavoz del Gobierno cuando la crisis del 'Prestige'. Ni más ni menos.

En esta última década hemos vivido cambios que todavía apenas entendemos. La crisis abrió heridas cuya profundidad todavía no podemos valorar

¿A qué se debe el 'interruptus' de nuestro cambio político? En mi opinión, a la compleja relación, que no solo ahora sino también históricamente, ha tenido el binomio cambio-estabilidad en nuestro país. Una tensión polarizante que nos ha hecho oscilar entre los extremos (durante las revoluciones liberales del siglo XIX o la II República, por poner dos ejemplos.) En este sentido, la Transición política del franquismo a la democracia fue una afortunada excepción en nuestra historia política. Una historia de renuncias políticas y personales que nunca reconoceremos lo suficiente.

Esta misma tensión entre cambio y estabilidad la hemos vivido en los últimos años. Durante las elecciones de 2015 y 2016, nadie lo sufrió en carne propia más que Ciudadanos, atrapado en una contradicción imposible: cuanto más empujaba en el eje de lo nuevo frente a lo viejo, más votantes se refugiaban en el PP ante el miedo a lo desconocido. Fruto de esta tensión, acabó las segundas elecciones casi sin resuello y un grupo parlamentario de apenas una treintena de diputados.

Lo novedoso de nuestro panorama político durante los últimos meses es que por primera vez estabilidad y cambio han dejado de ser términos contradictorios (de esto hablaba Pablo Pombo hace unos meses, cuando identificaba un nuevo clima político, la 'estabilidad higiénica'). Por primera vez en mucho tiempo, los españoles parecen querer tanto lo uno como lo otro. Hagamos un cuadrante con estos atributos para situar a cada partido: Podemos representa el cambio sin la estabilidad, mientras el PP es la estabilidad sin el cambio. El PSOE, ni estabilidad (“no es no”) ni cambio (las propuestas socialistas dejaron de ser novedosas hace mucho tiempo).

Foto: Susana Griso ('Espejo público') y Ana Rosa Quintana ('El programa de AR').

¿Y Ciudadanos? Ciudadanos está consiguiendo cuadrar el círculo. No solo ofrece estabilidad (es la ventaja de haber apechugado con sostener gobiernos como el de Susana Díaz en Andalucía o el de Rajoy en Madrid) sino también cambio. Si Ciudadanos consigue mantener el pulso en las dos direcciones, es decir, responder a las dudas que pueden existir sobre su capacidad de dar estabilidad (su principal debilidad en este sentido es su falta de experiencia de gobierno) y al mismo tiempo mantener viva la llama del cambio, auguro que en las próximas elecciones podemos vivir un 'momento 1982': es decir, no me atrevo a decir una mayoría absoluta, pero sí a Ciudadanos ganándolas con un apoyo superior al 30%, mientras el PP se descompone como en su momento lo hizo UCD, y PSOE y Podemos se reparten reproches y miserias.

¿Qué le puede salir mal a Ciudadanos? Evidentemente, muchas cosas. En política todo es incierto. Pero yo cuidaría el flanco del 'cambio'. Me explico: ahora mismo, el PP es un barco con varias vías de agua. La tentación de ver a ocho millones de votantes buscando dueño es demasiado golosa para resistirse. Es de esperar (sobre todo, visto lo bien que le ha funcionado el discurso duro sobre Cataluña) que Ciudadanos se lance a por ellos sin piedad, 'derechizando' su discurso para llegar más rápido al corazón de los votantes populares (el debate sobre la prisión permanente revisable es un ejemplo reciente de ello). Pero, al hacerlo, puede pasar por alto que hay una pulsión de cambio todavía viva en nuestro país, como mujeres y jubilados nos han recordado estos días. Por ejemplo, yo hubiese recomendado a Ciudadanos una actitud más comprensiva con la huelga de mujeres.

No sé si son muchos o pocos los votos que todavía le quedan a Ciudadanos por pescar en su flanco izquierdo. Sin duda, son bastantes menos de los que tiene en el lado derecho. Pero su problema es otro, es lo que los economistas llaman el coste de oportunidad. Si se escora demasiado y deja que sean otros los que aprovechen el viento del cambio, corre el riesgo de que esos aires resuciten a un muerto. Y en la izquierda no hay uno sino dos cuerpos presentes esperando un milagro. Y ambos, por cierto, han demostrado que si alguna cualidad política conservan intacta, es la de tener varias vidas.

No pretendo analizar las causas de la huelga feminista del 8-M, sino sus consecuencias, en particular sus potenciales consecuencias políticas, no sin antes expresar mi simpatía por una reivindicación, la igualdad efectiva entre hombres y mujeres, lastrada aún por una pesada historia de discriminación que todavía persiste, en forma de techos de cristal de distintos tamaños, en muchos rincones de nuestra sociedad y vida cotidiana.