Es noticia
Con Torra de 'president', hay que dar la batalla internacional al 'procés'
  1. España
  2. Desde fuera
Isidoro Tapia

Desde fuera

Por

Con Torra de 'president', hay que dar la batalla internacional al 'procés'

Si el Reino Unido tiene a Farage y Francia tiene a Le Pen, hemos descubierto dónde se ocultaba la ultraderecha en España: en las entrañas del 'procés'

Foto: El recién elegido presidente de la Generalitat de Cataluña, Quim Torra, se reúne con Puigdemont en Berlín. (EFE)
El recién elegido presidente de la Generalitat de Cataluña, Quim Torra, se reúne con Puigdemont en Berlín. (EFE)

Nací en Cádiz pero vivo en Luxemburgo, lo que a ojos del nuevo 'president' Torra me debe convertir en un acertijo racial: como andaluz, mi aspiración secreta es convertir Cataluña “en una inmensa Feria de Abril” (como escribía Torra en 2012). Pero, como habitante del gran ducado luxemburgués, vivo en uno de esos países “donde la gente es limpia, noble, libre, culta y feliz”. Mi esquizofrenia a veces es galopante: hay noches en las que, mientras leo plácidamente a Goethe, se me escapa un 'arsa' bullanguero.

En otras ocasiones, cuando veraneo en Andalucía, por ejemplo, mantengo por costumbre mi ducha diaria, sin reparar en que allí el entorno es mucho más amable con determinados efluvios corporales. Aunque esto último tiene su explicación: con lo difícil que es rapiñar agua del Ebro, lo absurdo es dedicarla a una actividad tan poco rentable como la higiene. Mucho mejor utilizarla en invernaderos subvencionados o campos de golf con los que mantener felices a nuestros vecinos del norte. De todos los pueblos de España (de todas las razas, que diría Torra), precisamente los catalanes deberían entender este análisis coste-beneficio sobre el mejor uso del agua.

Foto: El nuevo presidente de la Generalitat, Quim Torra. (EFE) Opinión
TE PUEDE INTERESAR
Quim Torra es el 'monstre president'
Juan Soto Ivars

Tiene razón Zarzalejos al afirmar que la elección de Torra representa una oportunidad para el constitucionalismo: la de dar por fin la batalla de la opinión pública internacional. Cuando a los independentistas se les pase la borrachera de haber regateado al 155, se darán cuenta de que han elegido a un presidente que representa lo contrario de la 'revolución de las sonrisas'. Si el Reino Unido tiene a Farage y Francia tiene a Le Pen, hemos descubierto dónde se ocultaba la ultraderecha en España: en las entrañas del 'procés'.

Nos guste o no, el proceso soberanista en Cataluña se ha internacionalizado. Para comprobarlo, basta hablar con cualquier colega francés, belga, griego o rumano, que mantienen (a veces con más pasión que información) sus propias posiciones al respecto. Se ha internacionalizado porque desde hace años la Generalitat ha utilizado toneladas de dinero público en conseguirlo: en 1982, Pujol creó Patronat Català pro Europa; en 2007, Montilla lo transformó en el Patronat Catalunya-Món, ampliando sus objetivos a “potenciar la presencia de la sociedad catalana y sus instituciones en el ámbito internacional”. En 2012, Mas se dejó de eufemismos y lo llamó simplemente Diplocat.

Foto: El nuevo presidente de la Generalitat, Quim Torra, sale del edificio del Parlament. (Efe)

El proceso se ha internacionalizado también por la incomparecencia de la otra parte: porque el Gobierno español ha mantenido una añeja concepción de la comunicación política, la que presupone que si no se participa en un debate, este no tiene lugar. Durante años, nuestro servicio exterior ha estado atado de pies y manos mientras el representante de la 'embajada' catalana de turno se prodigaba en actos, artículos y entrevistas.

Y se ha internacionalizado también por errores de bulto: porque la gestión del pseudorreferéndum del 1-O fue torpe e innecesaria. Porque la aplicación del 155 ha sido inocua y nos ha devuelto a la casilla de salida. Y porque, en todo este tiempo, nuestra política de comunicación internacional se ha limitado a las órdenes y contraórdenes de extradición del juez Llarena.

De la internacionalización del proceso soberanista se ha dado cuenta hasta el secretario general socialista, que hace unos días estuvo en Londres defendiendo algo que debería haber hecho el presidente Rajoy (o su ministro de Exteriores) hace mucho tiempo: que los catalanes no solo pueden votar, sino que lo han hecho más que nadie en los últimos años; que España es uno de los países más descentralizados del mundo, y que la independencia judicial en nuestro país funciona por encima de los intereses del Gobierno en cada momento.

Foto: El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont da un discurso a los jóvenes seguidores del partido Nueva Alianza Flamenca. (EFE)

También la semana pasada, el presidente y la vicepresidenta de Sociedad Civil Catalana (SCC), Pepe Rosiñol y Miriam Tey, realizaron una gira por diversas capitales europeas, entre ellas Luxemburgo, Bruselas, Londres y Edimburgo. En su parada en la capital luxemburguesa, tuve ocasión de conocer personalmente a ambos y departir con ellos sobre los interminables laberintos de la actualidad catalana.

De SCC, destaca en primer lugar su origen. A menudo se ha dicho que en España no existe la sociedad civil. Que el carácter español es demasiado individualista para el asociacionismo, un país de quijotes solitarios o de rafas nadales. Tal vez por ello, durante la Transición política se decidió regar con generosas subvenciones a partidos y sindicatos, para consolidar nuestro incipiente régimen democrático, pero con el efecto secundario de hipertrofiar estas organizaciones. Así que entre medias, sigue este razonamiento, entre individuos que van a su aire y fofas organizaciones tradicionales, no hay nada. SCC se encarga de desmentirlo.

En la mejor tradición del asociacionismo anglosajón, SCC surgió en 2014 como iniciativa de un grupo de profesionales e intelectuales que decidieron dedicar su tiempo libre (todos los que allí participan lo hacen de forma voluntaria y no remunerada) a una cuestión que por encima de todo tiene una dimensión colectiva. Que un grupo de ciudadanos anónimos, movidos por un afán de mejora de la sociedad de la que forman parte, decida participar en el debate público, es ya de por sí una iniciativa encomiable.

placeholder El presidente de la Sociedad Civil Catalana, José Rosiñol, ofrece una rueda de prensa en Berlín. (EFE)
El presidente de la Sociedad Civil Catalana, José Rosiñol, ofrece una rueda de prensa en Berlín. (EFE)

En realidad, sí hay algo quijotesco en SCC. Porque lo segundo que llama la atención son sus magros recursos. Los dirigentes de una organización que el pasado mes de octubre sacó a más de un millón de personas a la calle en Barcelona (y volvió a hacerlo pocas semanas después) viajan sin más acompañantes que ellos mismos y su equipaje, utilizan aerolíneas de bajo coste y pernoctan allí donde los acogen. Para quien haya visto el séquito que acompaña al expresidente Puigdemont en sus andanzas por Europa (decenas de personas entre guardaespaldas, asesores, empresarios y misteriosos acompañantes), el contraste no puede ser más acusado.

Hay algo más de Rosiñol y Tey que recuerda también a nuestro ingenioso hidalgo. Lo que cuentan es tan real que termina siendo onírico, o viceversa. Dicen que la crisis económica abrió una sima entre ciudadanos y representantes políticos. Que lo que empezó siendo un malestar contra los políticos se transformó en malestar contra las instituciones. Y que por esas grietas en nuestro sistema institucional metieron las uñas los oportunistas de siempre, los que llevaban años viviendo a la lumbre de los fuegos ancestrales en Cataluña. Y tanto escarbaron que consiguieron que escaparan nuestros peores demonios colectivos.

Por esas grietas en nuestro sistema institucional metieron las uñas los que llevaban años viviendo a la lumbre de los fuegos ancestrales en Cataluña

SCC ha anunciado la creación de Sociedad Civil Europea: porque lo que pasa en Cataluña tiene elementos en común con lo que ocurre en Hungría, Reino Unido, Italia o Polonia. Porque ningún país, grande o pequeño, joven o maduro, está por completo inmunizado contra el virus del nacionalismo étnico, o de su versión moderna, el nacional-populismo. Una fatal cadena de acontecimientos puede llevar al desfiladero a la democracia más fuerte del mundo. Basta cruzar el Atlántico para comprobarlo.

Hace unos días, al recibir el premio Carlomagno, el presidente francés resumió su ambición para Europa en cuatro “convicciones” o “imperativos”: no ser débiles, no actuar divididos, no tener miedo y no esperar. Es el momento de aplicar la misma receta en Cataluña. Y si el Gobierno sigue congelado como el mármol, tendrá que ser la sociedad civil la que lo haga.

Nací en Cádiz pero vivo en Luxemburgo, lo que a ojos del nuevo 'president' Torra me debe convertir en un acertijo racial: como andaluz, mi aspiración secreta es convertir Cataluña “en una inmensa Feria de Abril” (como escribía Torra en 2012). Pero, como habitante del gran ducado luxemburgués, vivo en uno de esos países “donde la gente es limpia, noble, libre, culta y feliz”. Mi esquizofrenia a veces es galopante: hay noches en las que, mientras leo plácidamente a Goethe, se me escapa un 'arsa' bullanguero.

Quim Torra