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El Partido Popular y la respuesta del erizo
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Isidoro Tapia

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El Partido Popular y la respuesta del erizo

La actitud política del PP da síntomas de parecerse a la de 2004: la del erizo. Entonces se sintió atacado y decidió protegerse haciendo un ovillo hacia dentro y afilando las púas hacia afuera

Foto: Erizo. (Reuters)
Erizo. (Reuters)

En política, como en el fútbol, hay victorias y derrotas de todos los colores. Hay victorias agridulces. Digamos, por ejemplo, que ganas la final de la Champions, pero lo haces con un gol con el tobillo y otro que dobla las manos del portero, que tu mejor jugador frunce el entrecejo nada más acabar el partido, y que tu entrenador anuncia su despedida pocos días después. Inevitablemente, la miel de la victoria tendrá un regusto a limones.

Hay derrotas dulces que resultan también afortunadas. En 1979, por ejemplo, el PSOE perdió las elecciones. Gracias a ello, se ahorró gestionar los convulsos primeros compases de nuestra etapa constitucional, en mitad de una crisis económica galopante, el azote del terrorismo y la presión de los estamentos militares. Su victoria en 1982 seguramente se hubiese producido de todas maneras, pero tal vez no hubiese sido tan incontestable sin la pequeña fortuna (o desgracia) de haber perdido las elecciones anteriores.

Seguramente las peores son las derrotas traumáticas. Los traumas duelen tanto o más que los golpes que se ven venir de lejos, pero tienen un inconveniente añadido: al llegar de improviso, los traumas tienen un efecto paralizante, bloquean la reacción y taponan las salidas. La reacción más natural ante un golpe traumático es la del erizo: aovillarse y desplegar las púas.

La reacción más natural ante un golpe traumático es la del erizo: aovillarse y desplegar las púas

El PP sufrió un primer trauma en 2004, cuando de forma inopinada perdió las elecciones generales. Hay innumerables diferencias entre lo que pasó aquellos días de marzo y lo que ocurrió la semana pasada en el Congreso de los Diputados. Pero hay también algunas semejanzas: la principal, que el PP perdió el poder de forma totalmente imprevista. Una caída así provoca un problema de gestion de recursos humanos: los cuadros que hasta anteayer trabajaban en el Gobierno deben encontrar acomodo en otras ocupaciones profesionales. Los más afortunados, los funcionarios de carrera, deberán pasar la travesía del desierto en una Administración del signo político contrario. El resto lo tendrá todavía más difícil: deberán encontrar trabajo. Unos y otros se lo pensarán dos veces la próxima vez que alguien les tiente con un puesto en el Gobierno. Así funcionan los cambios de Administración en esta España nuestra: el mérito no cuenta, solo las lealtades.

Foto: De izquierda a derecha, Pedro Morenés, Jorge Moragas, José Ignacio Wert y Juan Bravo.

Durante estos días convulsos, solo se salvan los cizañeros. Lo cuento por experiencia propia, porque yo viví uno de estos cambios de Gobierno: en 2011, trabajaba en un organismo público cuando se celebraron las elecciones generales. Como ya tenía descontado que me iban a mostrar la puerta de salida, decidí ahorrarme los vanos intentos de continuar y me dediqué a seguir haciendo mi trabajo. Después de varios días, una vez superada la natural suspicacia de las cohabitaciones, mi nuevo jefe, que solo lo sería por unos días más, me dijo: “Me gusta cómo trabajas y me han hablado muy bien de ti. Sería estupendo que te quedases aquí, pero no nos han dejado opción: os tenemos que echar a todos”. A decir verdad, nunca supe con exactitud ni quiénes éramos 'nosotros' ni quiénes eran 'ellos'.

Este es quizás el efecto más grave de los cambios súbitos: la Administración pública sufre una especie de bisoñez forzada tras los cambios de Gobierno. Ni la experiencia ni el mérito puntúan, solo las lealtades. Cuando criticamos las malas formas de nuestros políticos, lo hacemos porque esta mala baba no solo la copian los ciudadanos, sino que también se extiende, como una mancha de aceite, por todos los niveles de la Administración. Muchas veces, desde esta columna, he criticado al expresidente Rajoy. Vaya aquí un reconocimiento a su intervención parlamentaria del pasado viernes: elegante, breve y digna del mejor sentido de Estado a la hora de despedirse. La normalidad institucional es que los presidentes lleguen y se marchen. Son los regímenes no democráticos los que se tensionan en las transiciones. Y fue con el mejor porte democrático con el que dijo adiós Rajoy.

Foto: Mariano Rajoy. (Raúl Arias)

Desgraciadamente, esta pareció ser solo una actitud personal de Rajoy. Porque la actitud política del PP da síntomas de parecerse a la de 2004: la del erizo. Entonces, también, se sintió atacado. Entonces también decidió protegerse haciendo un ovillo hacia dentro y afilando las púas hacia afuera. Puso a Zaplana y Acebes a dirigir los destinos del partido, y comenzó una dura campaña de oposición sin dejar un solo milímetro al Gobierno.

Se puede discutir sobre lo que pasó entre el 11 y el 14 de marzo de 2004 (igual que ahora se pueden discutir las circunstancias que han rodeado la moción de censura). Pero lo que ocurrió fue que la dureza de aquel golpe sirvió de cortina de humo en el PP para negar todo lo demás: los síntomas de nepotismo que habían aparecido durante la segunda legislatura de Aznar, o las malas hierbas que crecían de forma salvaje en algunas comunidades autónomas. El PP nunca cortó con aquel pasado: solo dejó que se mustiase. Más adelante, almacenó la basura en un vertedero para que se pudriese sola. Y, ahora, casi 15 años después, ha regresado envuelta en pergamino judicial para llevarse por delante el Gobierno de Rajoy.

Foto: La secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal. (Reuters)

Algunos dirán que la estrategia del erizo le funcionó al PP. Al fin y al cabo, recuperó el Gobierno después de tan solo dos legislaturas en la oposición. Yo, en cambio, pienso que la estrategia del erizo le fue de maravilla al PSOE de Zapatero, que se consolidó y volvió a ganar las elecciones de 2008. A fuerza de tirarse al monte, el PP dejó el centro del espacio político a la intemperie, hasta el punto de que lo ocupó el que seguramente haya sido el Gobierno con un perfil más izquierdista de nuestra historia democrática. Si después el PP ganó las elecciones no fue porque volviese a ocupar el centro del tablero, sino simplemente porque se cruzó en el camino la peor crisis económica en 80 años.

Hay ahora, además, un detalle fundamental que no existía en aquellos años: una alternativa para el votante de centro-derecha con la misma solvencia pero credenciales mucho más limpios. Si el PP se encoge como un erizo, esta vez sus votantes podrán elegir entre encogerse con ellos o cambiarse de siglas.

La estrategia del erizo es mantener a Rajoy porque “no se merece salir así”. Es enmendar los Presupuestos en el Senado para “dejar en evidencia” al PNV, cuando a quien dejas desnudo es a ti mismo y a tus cesiones de los últimos meses. El erizo hace responsable de lo que ha pasado a su socio parlamentario, el único que ha mostrado su lealtad hasta para dejarse unos cuantos pelos en la moción de censura. El erizo no se pregunta qué ha hecho mal para que ocho partidos distintos coincidan en botarle del Gobierno (convirtiendo, por cierto, lo que la Constitución había diseñado como una moción de censura 'constructiva', a la alemana, en una moción 'destructiva', a la italiana). El erizo resiste hasta que pasa el invierno. El problema es que hay inviernos que no se acaban nunca.

En política, como en el fútbol, hay victorias y derrotas de todos los colores. Hay victorias agridulces. Digamos, por ejemplo, que ganas la final de la Champions, pero lo haces con un gol con el tobillo y otro que dobla las manos del portero, que tu mejor jugador frunce el entrecejo nada más acabar el partido, y que tu entrenador anuncia su despedida pocos días después. Inevitablemente, la miel de la victoria tendrá un regusto a limones.