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El impuesto al diésel y el 'clasismo' de las políticas contra el cambio climático
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Isidoro Tapia

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El impuesto al diésel y el 'clasismo' de las políticas contra el cambio climático

Lo más destacado del caso del diésel es que las subidas impositivas se ceban sobre los hogares de rentas más bajas con efectos además retroactivos

Foto: Los chalecos amarillos protestan en París por la subida del impuesto al diésel. (Reuters)
Los chalecos amarillos protestan en París por la subida del impuesto al diésel. (Reuters)

Las protestas en Francia de los chalecos amarillos contra la subida de los impuestos al diésel, más allá de las explicaciones singularmente francesas (la extrema derecha y la extrema izquierda, que recibieron más de un 40% en la primera vuelta de las pasadas elecciones presidenciales, se han dado la mano en el país galo), pone sobre la mesa un interesante debate: ¿están las políticas contra el cambio climático incrementando la desigualdad de nuestras sociedades?

Vaya por delante que esta pregunta no resta ni un ápice a la urgencia de combatir el cambio climático. La evidencia científica al respecto es abrumadora. El panel intergubernamental reunido por Naciones Unidas (IPCC, por sus siglas en inglés) ha señalado que el incremento de la temperatura media en el planeta desde los niveles preindustriales (la segunda mitad del siglo XIX) es de alrededor de un grado centígrado. Por supuesto, la temperatura sufre oscilaciones de año en año, pero incluso con estas variaciones, los datos hablan por sí solos: 19 de los 20 años más calurosos desde que se tiene registro han ocurrido en los últimos 20 años (la única excepción fue 1998, un año especialmente caluroso).

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Los científicos advierten sobre el comportamiento no lineal del clima. Un aumento de la temperatura de 2°C no es el doble de virulento que uno de 1°C, sino que puede serlo varias veces más. Un incremento de 4°C puede ser letal para el planeta, al incrementar exponencialmente la probabilidad de que se materialicen algunos de los denominados riesgos clave, como la desaparición de los glaciares de Groenlandia, que podría provocar una reacción climática en cadena con consecuencias difíciles de prever.

Los efectos desiguales de las políticas climáticas son conocidos desde hace años, porque se produce una curiosa paradoja: aunque los países más ricos son responsables de las emisiones históricas de gases de efecto invernadero acumulados en la atmósfera, poco se puede hacer sobre las mismas (al menos de momento, hasta que le geoingeniería ofrezca una alternativa viable). Pero en cambio sí se pueden reducir las emisiones que todavía no han ocurrido; y aquí el mayor peso recae sobre los países emergentes. Los países BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) son responsables del 50% de las emisiones nuevas cada año, aunque su peso en la economía mundial es del 25%. Para compensar este sobreesfuerzo que deben hacer los países emergentes (que con razón argumentan que las viejas potencias industriales no tuvieron estas mismas restricciones), se han establecido mecanismos de compensación, como el compromiso de los países más ricos de movilizar al menos 100.000 millones de euros en inversiones bajas en CO2 en los países emergentes.

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Lo interesante ahora es que este mismo debate se ha trasladado al interior de nuestras sociedades. En Francia ha estallado a cuenta del impuesto al diésel. Como apunté en esta columna hace unas semanas, el caso del impuesto al diésel es paradigmático: en primer lugar, no está tan claro que su efecto sobre el medio ambiente sea más pernicioso que la gasolina (las emisiones de CO2 del diésel son menores por kilómetro recorrido, aunque emiten otras partículas contaminantes); en segundo lugar, fueron los propios gobiernos europeos los que promovieron las ventajas fiscales al diésel durante años, con el objetivo descarado de favorecer a la industria de automoción local y al transporte por carretera.

Lo más destacado del caso del diésel es que las subidas impositivas se ceban sobre los hogares de rentas más bajas (que, precisamente por el menor coste del combustible, compraron en una proporción mayor estos vehículos) con efectos además retroactivos, como habrá notado cualquier propietario de un vehículo diésel que haya intentado venderlo desde que los gobiernos emprendieron su giro de 180 grados en el apoyo al diésel, hace un par de años.

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No se trata del único ejemplo de una política 'verde' con efectos regresivos. Otro de ellos es el autoconsumo eléctrico. La generación distribuida (la instalación de paneles fotovoltaicos en los tejados para el autoabastecimiento de electricidad) tiene un enorme potencial: incrementa la participación de energías renovables y permite incorporar a los consumidores eléctricos en la gestión del sistema. Además, en muchos casos el coste es menor que utilizar la red eléctrica. Es decir, los consumidores que se instalan paneles solares en los tejados ahorran en su factura eléctrica cada mes. ¿Es entonces un 'win-win', una de esas políticas en las que todos salimos ganando? No exactamente.

La 'desconexión' por parte de los autoconsumidores (normalmente, los de renta más alta, aquellos con casas unifamiliares, que es para quienes el autoconsumo presenta más ventajas) se traduce en que los consumidores de renta baja deban financiar una parte creciente de los costes fijos de la red de distribución. Los efectos regresivos pueden ser severos, aunque la evidencia disponible en regiones como California (por ejemplo, véase el artículo “Solar Power to the People: The Rise of Rooftop Solar Among the Middle Class”) sugiere que solo aparecen para tasas de penetración altas del autoconsumo.

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Existen también otros ejemplos: las ayudas a los vehículos eléctricos, por ejemplo, suelen acabar en el bolsillo de los consumidores mas pudientes, los únicos que a día de hoy pueden permitirse el pequeño 'lujo' de comprarse un vehículo eléctrico. Políticas de movilidad como Madrid Central, que el ayuntamiento de Manuela Carmena ha aprobado para restringir el tráfico en la capital, favorecen a los hogares de renta más alta, normalmente los vecinos de estos barrios (para estos hogares, los inconvenientes de estas medidas son menores, y además disfrutan más directamente de sus beneficios).

¿Existe alguna manera de paliar estos efectos? Sí, es necesario empezar por considerar el impacto redistributivo en el diseño de las políticas contra el cambio climático. Y tratar de compensar los efectos regresivos con otros que favorezcan a los hogares de renta más baja: la eficiencia energética es una excelente candidata para equilibrar los efectos, ya que sus ventajas son mucho mayores en los hogares de renta más baja. En Dinamarca, por ejemplo, parte de lo recaudado con los nuevos impuestos 'verdes' nutre un 'fondo de solidaridad' que se utiliza para renovar las viviendas de los hogares de renta más baja.

Alertar sobre las consecuencias regresivas de las políticas contra el cambio climático no debe confundirse con una llamada a quedarnos de brazos cruzados: frenar el cambio climático y limitar sus consecuencias es una de las tareas más urgentes para la humanidad. Pero no debería ser a costa de crear sociedades más desiguales.

Las protestas en Francia de los chalecos amarillos contra la subida de los impuestos al diésel, más allá de las explicaciones singularmente francesas (la extrema derecha y la extrema izquierda, que recibieron más de un 40% en la primera vuelta de las pasadas elecciones presidenciales, se han dado la mano en el país galo), pone sobre la mesa un interesante debate: ¿están las políticas contra el cambio climático incrementando la desigualdad de nuestras sociedades?