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El conflicto del taxi: aprovechar el Pisuerga para defender Numancia
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Isidoro Tapia

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El conflicto del taxi: aprovechar el Pisuerga para defender Numancia

Es necesario garantizar que la transición a un diseño de mercado se produzca de manera ordenada

Foto: Un taxista participa en una concentración contra los VTC en Madrid. (Reuters)
Un taxista participa en una concentración contra los VTC en Madrid. (Reuters)

Cuando se 'liberalizó' el sector eléctrico en 1997 (las comillas son perfectamente intencionadas), se reconoció a las plantas eléctricas en funcionamiento y en construcción unos derechos compensatorios, con cargo a la tarifa (es decir, a los consumidores), los denominados costes de transición a la competencia (CTC). La justificación fue que estas instalaciones preexistentes, que habían sido planificadas según 'criterios de no mercado', podrían no recuperar las inversiones durante su vida útil si contaban únicamente con la retribución a través del mercado. La ley incluyó una cifra máxima que las eléctricas podían cobrar (8.600 millones de euros) y el porcentaje de reparto entre las mismas. La cantidad finalmente pagada por los consumidores ascendió a unos 4.700 millones de euros, debido a que la normativa se basaba en diversas estimaciones (precio de mercado, horas de funcionamiento, costes operativos) que oscilaron durante aquel periodo.

Los CTC tienen algún asidero teórico: la liberalización de un sector no debería poner en riesgo la viabilidad financiera de las empresas ni penalizar las inversiones legítimamente hechas bajo un marco regulatorio anterior. Es necesario garantizar que la transición a un diseño de mercado se produzca de manera ordenada. Sin embargo, en el caso eléctrico, para proteger este legítimo interés, el Gobierno en 1997 decidió matar moscas a cañonazos. En primer lugar, así lo evidenciaron los resultados 'ex post': ninguna de las empresas eléctricas en nuestro país dejó de ser viable financieramente con el nuevo marco regulatorio, ni lo hubiese sido sin el complemento de los CTC: los beneficios antes de impuestos del conjunto del sector en el periodo 2000-2014 alcanzaron los 63.080 millones de euros.

Si con la mano derecha se liberaliza un sector y con la izquierda se establece la retribución mínima a cobrar por las empresas, la liberalización no existe

Aún más elocuente es analizar la experiencia en otros países. Los CTC se utilizaron de manera puntual en la liberalización eléctrica en California, para garantizar la viabilidad de determinadas 'utilities' locales. En Europa, la Comisión Europea analizó la compatibilidad con el ordenamiento comunitario de los CTC en tres casos: Austria, donde se reconocieron CTC a tres plantas hidroeléctricas y una de carbón, por un importe total de 588 millones de euros; Países Bajos, donde se reconocieron CTC a diversos contratos de calor municipales y una planta de gasificación, por un importe total de 600 millones de euros, y finalmente España, donde se reconocieron de manera generalizada por un importe de 8.600 millones de euros (aunque finalmente, como ya hemos dicho, se desembolsó alrededor de la mitad de esta cantidad).

Como solución puntual, los CTC tienen alguna justificación. Como regla general, son una tomadura de pelo. El objeto de la liberalización de un sector regulado es incrementar la competencia, reducir los márgenes y mejorar la eficiencia operativa para que en última instancia se beneficien los consumidores. Si con la mano derecha se liberaliza un sector pero con la izquierda se establece (como fue el caso en el sector eléctrico) la retribución mínima a cobrar por las empresas, la preconizada liberalización no existe. Ni se incrementa la competencia, ni se reducen los márgenes ni se mejora la eficiencia. Es, para entendernos, hacer trampas al solitario. Con una mano se crea un mercado y con la otra se determina el precio que, en última instancia, las empresas reciben y los consumidores pagan (en el sector eléctrico se estableció en seis pesetas por kWh). Si la lógica de los CTC se hubiese aplicado al transporte aéreo o a las telecomunicaciones, por poner dos ejemplos, seguramente no existirían las compañías de bajo coste y los teléfonos móviles seguirían siendo artículos de lujo.

Foto: Concentración de taxistas en las inmediaciones del recinto ferial de Ifema, en Madrid. (EFE) Opinión
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En mi opinión, la misma lógica (y las mismas cautelas) de los CTC eléctricos se debería aplicar al conflicto que enfrenta al taxi con las plataformas VTC como Uber o Cabify. Algunas de las reclamaciones de los taxistas son legítimas y deberían ser atendidas por el regulador. Muchos taxistas pagaron cientos de miles de euros por unas licencias que, como resultado de un cambio de paradigma tecnológico, han perdido gran parte de su valor. El establecimiento de unos CTC tecnológicos para compensar a estos taxistas sería no solo equitativo sino también eficiente (pues de lo contrario, muchos taxistas pueden simplemente dejar de operar al verse abocados a la bancarrota).

Será necesario, eso sí, determinar cuál es la rentabilidad razonable a preservar. Es decir, si un taxista pagó 150.000 euros por una licencia hace años, parece razonable asegurarle unos ingresos que le permitan recuperar el valor de esta licencia, incluido el pago de los intereses. Ahora bien: si este mismo taxista esperaba poder vender esta licencia por el doble de su valor cuando llegase su jubilación, y con esta expectativa ha estado cotizando lo mínimo a la Seguridad Social durante años, es difícil defender que esta sea una expectativa legítima que merezca ser compensada.

Hay una segunda derivada más grave, y es utilizar las legítimas reivindicaciones de los taxistas para preservar situaciones de privilegio

Hay una segunda derivada más grave, y es utilizar las legítimas reivindicaciones de los taxistas para preservar situaciones de privilegio, o lo que es peor, para artificialmente intentar retrasar el cambio tecnológico en el sector. Es decir, aprovechar el Pisuerga para defender Numancia. Es lo que ocurrió en el sector eléctrico en los noventa: una figura como los CTC, que debía haberse empleado de manera puntual y limitada, se utilizó de una forma tan masiva que la liberalización del sector quedó en papel mojado, lo que redundó en perjuicio de los consumidores.

Una sensación parecida se tiene cuando se leen algunas de las propuestas que se manejan estos días: en Madrid, un Gobierno autonómico que se autoproclama liberal ha propuesto el establecimiento de una segunda licencia municipal para los VTC, lo que en la práctica, a la vista de la experiencia, significaría la práctica extinción de estas licencias. En Cataluña, la Generalitat ha ofrecido a los taxistas mantener en su decreto los 15 minutos de precontratación para pedir un Uber o Cabify, pero avalará al Área Metropolitana de Barcelona para que aumente ese tiempo hasta una hora.

El problema de muchos taxistas no es que estén luchando contra una competencia desleal, sino que muchos están luchando contra el paso del tiempo

Imaginemos que estuviésemos discutiendo cómo ha afectado la revolución digital a los periódicos en papel y qué hacer al respecto. Y que algún iluminado sugiriese que la mejor forma de defender el papel es prohibirnos leer las noticias en nuestros teléfonos móviles en tiempo real. Que para proteger a los medios impresos, solo pudiésemos leer las noticias en el móvil con 24 horas de retraso. Y que Ada Colau, defensora siempre de dar la razón contando votos como quien cuenta amarracos, decidiese que el retraso 'razonable' es de una hora. ¿No parecería todo un disparate?

Quizás el momento más revelador de la batalla del taxi fue cuando Albert Rivera se encontró una protesta en Atocha y, mientras intentaba explicar su posición, recibía una catatara de insultos de los taxistas, entre ellos uno que le espetó: “¡Moderno, que eres un moderno!”. El problema de muchos taxistas no es que estén luchando contra una competencia desleal o contra una mala regulación. El problema es que muchos de ellos están luchando contra el paso del tiempo, y que persiguen darle la vuelta al reloj para volver a un pasado idílico, donde lo único incierto era la propina de los pasajeros.

Cuando se 'liberalizó' el sector eléctrico en 1997 (las comillas son perfectamente intencionadas), se reconoció a las plantas eléctricas en funcionamiento y en construcción unos derechos compensatorios, con cargo a la tarifa (es decir, a los consumidores), los denominados costes de transición a la competencia (CTC). La justificación fue que estas instalaciones preexistentes, que habían sido planificadas según 'criterios de no mercado', podrían no recuperar las inversiones durante su vida útil si contaban únicamente con la retribución a través del mercado. La ley incluyó una cifra máxima que las eléctricas podían cobrar (8.600 millones de euros) y el porcentaje de reparto entre las mismas. La cantidad finalmente pagada por los consumidores ascendió a unos 4.700 millones de euros, debido a que la normativa se basaba en diversas estimaciones (precio de mercado, horas de funcionamiento, costes operativos) que oscilaron durante aquel periodo.

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