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Soraya Rodríguez y las dos almas del PSOE
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Isidoro Tapia

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Soraya Rodríguez y las dos almas del PSOE

El alma que elegía lo menos malo como el camino más corto hacia lo mejor para los ciudadanos

Foto: El líder de Ciudadanos y candidato a la Presidencia del Gobierno, Albert Rivera, y la exsocialista Soraya Rodríguez. (EFE)
El líder de Ciudadanos y candidato a la Presidencia del Gobierno, Albert Rivera, y la exsocialista Soraya Rodríguez. (EFE)

Cambiarse de partido nunca ha tenido buena fama en nuestro país. Quizás porque inconscientemente lo asociamos a los casos más sonados de transfuguismo (cómo olvidar el bolso de García Marcos en el Ayuntamiento de Marbella, o la mirada de Tamayo en la Asamblea de Madrid). O tal vez porque en una nación futbolera como la nuestra, el fútbol y la política se viven como promesas sentimentales, más sagradas que los votos del matrimonio: cómo explicar si no la furia de los aficionados culés cuando Figo quiso lanzar un córner vestido de blanco.

Pero lo cierto es que los cambios de partido son mucho más habituales en otros países. Michael Bloomberg cambió el Partido Demócrata por el Republicano para presentarse (y ganar) por primera vez la alcaldía de Nueva York; más adelante dejó el Partido Republicano para presentarse a la reelección como candidato independiente (venciendo de nuevo). Y en las últimas elecciones presidenciales, apoyó a Hillary Clinton y volvió al Partido Demócrata. De hecho, hasta hace pocas semanas se especulaba que podía buscar la nominación Demócrata para enfrentarse a Donald Trump el año que viene, algo que ha negado con tan poca vehemencia que no cabría descartar que finalmente lo intentase.

Foto: Soraya Rodríguez, junto a Albert Riivera, líder de Ciudadanos. (EFE)

Los cambios de partido en EEUU eran todavía más habituales cuando el mapa político estaba en combustión (algo parecido a lo que ocurre ahora en España). John Quincy Adams (el sexto presidente americano), comenzó su carrera política en el Partido Federalista, luego se unió al Partido Democrático-Republicano, que a su vez se escindió en dos, entre los partidarios de Andrew Jackson (que formarían el Partido Demócrata), y los del propio Adams, que fundarían el Partido Nacional Republicano (precursor del actual partido Republicano).

Más allá de los avatares personales, hay una razón incontestable para mudar de vestimenta: a menudo los partidos cambian de ideas mucho mas rápido que las propias personas. Es difícil defender que el Partido Laborista de Tony Blair sea el mismo que el de Jeremy Corbyn, que los Demócratas de Bill Clinton tengan algo que ver con los de Sanders, o que el Partido Republicano de Bush padre sea el de Donald Trump. O que el PSOE actual se parezca al de Felipe González, sin ir más lejos.

Es difícil defender que el Partido Laborista de Blair sea el mismo que el de Corbyn, que los Demócratas de Clinton tengan algo que ver con los de Sanders

El siempre interesante Víctor Lapuente defendía hace unos semanas ("Corazón ciudadano") que en Ciudadanos conviven dos almas: "La liberal y la nacional". De forma parecida, en el PSOE siempre han existido dos almas. No un alma nacional (nacionalismo y socialismo fueron dos ideologías antagónicas en su origen en el siglo XIX). Y tampoco un alma liberal. Aunque han existido ilustres socialistas liberales, como Fernando de los Ríos o Carlos Solchaga, que siempre fueron quijotes solitarios, que conquistaron más las cabezas que los corazones socialistas.

Las dos almas del PSOE han sido la institucional y la populista. La primera ha sido la de mirada larga, la de la política como el arte de lo posible, la de los avances y las conquistas en pasos cortos pero firmes; la segunda, la tentación populista, la hidra venenosa que está dispuesta a todo para alcanzar el poder. La primera, la representa históricamente Indalecio Prieto, la segunda Largo Caballero. La primera ha escrito algunas de las mejores páginas de nuestra historia política. La segunda, ha protagonizado algunos de sus episodios más oscuros.

La tentación populista, la hidra venenosa que está dispuesta a todo para alcanzar el poder

En los diarios de Azaña hay varios pasajes dolientes, pero en particular hay dos que se leen en carne viva: uno es cuando Azaña tiene conocimiento de la muerte de Melquíades Álvarez, su mentor político, ejecutado en la cárcel Modelo de Madrid junto con otros líderes conservadores al poco de iniciarse la Guerra Civil. El segundo episodio es cuando Largo Caballero se niega a la entrada de los socialistas en el Gobierno, en mayo de 1936, pocos meses antes del pronunciamiento militar que conduciría a la Guerra Civil. Azaña nunca entendió esta decisión en un momento tan delicado. Algunos dirigentes socialistas, los más cercanos a Prieto, siempre sostuvieron convencidos que si este hubiera formado parte del Gobierno de Azaña no se habría desencadenado la contienda.

Foto: Albert Rivera, junto a Soraya Rodríguez, este 2 de abril en el teatro Goya de Madrid. (EFE)

Desde la instauración de la democracia han sido muchas más las veces que en el PSOE ha triunfado el alma institucional sobre la populista. Aunque siempre convivieron las dos: en 1979, el Partido Socialista estuvo varios meses descabezado, después de que los delegados socialistas rechazasen la propuesta de González de eliminar el "marxismo" de su definición ideológica. Solchaga y Guerra, cada uno representando un alma, convivieron durante cerca de una década en el mismo Consejo de Ministros. A veces incluso las dos mitades se encarnaron en la misma persona. El Zapatero divisivo de su primera legislatura, el que gustaba de avivar los fuegos culturales y formar mayorías parlamentarias de "todos contra el PP", el Zapatero "largocaballerista", dio paso en su segunda legislatura a un líder "prietista" que aprobó medidas inaplazables, aunque fuese a costa de dinamitar las expectativas electorales de su partido. Mejor no imaginarse qué hubiese pasado si en mayo de 2010 Zapatero hubiese elegido el camino populista: dimitir y lavarse las manos.

Porque el PSOE, durante las últimas décadas, se caracterizó porque si bien convivían las dos almas, en los momentos de apuro siempre ganaba la misma. Los socialistas eligieron "OTAN sí" porque lo contrario era el Pacto de Varsovia; eligieron Monarquía porque lo contrario no era República, sino Dictadura militar. Y eligieron recortes porque la alternativa no era más gasto, sino el rescate. Así hasta el verano de 2016, cuando después de intentar todas las combinaciones posibles, se negaron a aceptar lo inevitable, cuando ningún dirigente socialista se atrevió a levantar la mano para decir en público que el Rey estaba desnudo y que solo cabía una salida: dejar gobernar a Rajoy.

Ningún dirigente se atrevió a levantar la mano para decir en público que el Rey estaba desnudo y que solo cabía una salida: dejar gobernar a Rajoy

El PSOE entró entonces en una espiral largocaballerista: las primarias, la moción de censura, o las negociaciones con los independentistas ofreciéndoles relatores y rebajas de pena a cambio de apoyos presupuestarios, son todas manifestaciones del mismo brote populista.

Con Soraya Rodríguez, en mi opinión, se va del PSOE algo más que una experimentada parlamentaria: se va una de las dos almas de los socialistas. La que elegía lo menos malo como el camino más corto hacia lo mejor para los ciudadanos. La que entendía la política como el arte de la posible; la que tenía pocas reglas pero muy claras, como que no se puede gobernar España de la mano de quien se ha dedicado a intentar reventar nuestro proyecto común de convivencia. Esta vez, me permitiría hacerle un matiz a Víctor Lapuente: hay algo peor que tener dos almas, y es perder la mejor de ellas.

Cambiarse de partido nunca ha tenido buena fama en nuestro país. Quizás porque inconscientemente lo asociamos a los casos más sonados de transfuguismo (cómo olvidar el bolso de García Marcos en el Ayuntamiento de Marbella, o la mirada de Tamayo en la Asamblea de Madrid). O tal vez porque en una nación futbolera como la nuestra, el fútbol y la política se viven como promesas sentimentales, más sagradas que los votos del matrimonio: cómo explicar si no la furia de los aficionados culés cuando Figo quiso lanzar un córner vestido de blanco.

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