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Desde fuera
Por
Elogio de un socialista elíptico
Para un político con su olfato, tenía una extraña manía: la de equivocarse de caballo en todas las competiciones internas. Apostó por Almunia en lugar de Borrell. Y por Bono en lugar de Zapatero
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Alfredo Pérez Rubalcaba fue muchas cosas. Tantas que no caben en una línea recta. Muchas de ellas antes de ser político: velocista, profesor de química orgánica, madridista inquebrantable. Como político lo fue todo, o casi todo. Ministro de Educación, portavoz del Gobierno en la legislatura más ingrata para serlo, la última de Felipe González, cuando cada viernes tenía que salir a dar la cara por un Gobierno que se caía a pedazos. Fue el Ministro de Interior que acabó con ETA porque hizo lo que sabía hacer mejor que nadie: nadar y guardar la ropa. Negociar con los terroristas sin bajar la guardia. Escuchar sin rendirse. Su labor policial desarmó a los terroristas. Y su labor política desarmó a sus cómplices. Unos se quedaron sin pistolas y otros sin argumentos.
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Para un político con su olfato, tenía una extraña manía: la de equivocarse de caballo en todas las competiciones internas. Apostó por Almunia en lugar de Borrell. Y por Bono en lugar de Zapatero. Pero daba igual. Porque bastaba que cada entrenador nuevo le diese una sola oportunidad para que demostrase lo que valía. Con Zapatero empezó con un puesto relativamente secundario, portavoz en el Congreso, porque era evidente que aunque se hubiese equivocado de caballo, era el mejor orador entre los socialistas. Terminó de Vicepresidente, sustituyendo al propio Zapatero como candidato socialista en las elecciones de 2011. De nuevo, por aclamación. Nadie discutió que era el mejor de entre quienes se sentaban en el Consejo de Ministros.
Creo que alguna vez he escrito (es una frase prestada) que la política es más de círculos que de líneas rectas. Aunque sepas donde quieres ir, el camino es siempre sinuoso. Rubalcaba tuvo una vida llena de círculos. Siempre que se iba, volvía. Daba muchas vueltas, pero siempre llegaba. En su caso, hubo un punto en el centro de todos los círculos. Fue un día de julio de 2011. Antes de que empezase una campaña electoral imposible de remontar, antes de que aquella reforma constitucional exprés arruinase las pocas posibilidades que conservaban los socialistas.
Fue el Ministro de Interior que acabó con ETA porque hizo lo que sabía hacer mejor que nadie: nadar y guardar la ropa
Pero aquel caluroso día de julio, la política española recibió el soplo fresco de un dirigente de sesenta años, mucho más joven que otros con decenas de años menos. Rubalcaba hizo el que quizás sea el mejor discurso político que se ha hecho en España en los últimos años. Habló de todo: de reforma electoral (“me gustan las circunscripciones pequeñas, como en Alemania”, dijo Rubalcaba), de sanidad (rechazó el copago), de educación (su gran pasión), de la política como él la entendía (“no tenemos enemigos sino adversarios”).
Y terminó defendiendo el carácter ejemplificante de la política, la dignidad de una profesión que fue la suya: “Si no vivimos como pensamos, acabaremos pensando como vivimos”. Rubalcaba se ha ido como vivió. Deprisa. Completando un último círculo. Descanse en paz y no lo olvidemos nunca.
Alfredo Pérez Rubalcaba fue muchas cosas. Tantas que no caben en una línea recta. Muchas de ellas antes de ser político: velocista, profesor de química orgánica, madridista inquebrantable. Como político lo fue todo, o casi todo. Ministro de Educación, portavoz del Gobierno en la legislatura más ingrata para serlo, la última de Felipe González, cuando cada viernes tenía que salir a dar la cara por un Gobierno que se caía a pedazos. Fue el Ministro de Interior que acabó con ETA porque hizo lo que sabía hacer mejor que nadie: nadar y guardar la ropa. Negociar con los terroristas sin bajar la guardia. Escuchar sin rendirse. Su labor policial desarmó a los terroristas. Y su labor política desarmó a sus cómplices. Unos se quedaron sin pistolas y otros sin argumentos.