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El registro de horas: ideas felices, realidades complejas y resacas electorales
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Isidoro Tapia

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El registro de horas: ideas felices, realidades complejas y resacas electorales

No se trata, por tanto, pese a algunas críticas exageradas, de que a partir de ahora los trabajadores tengan que trabajar exactamente ocho horas cada día

Foto: La portavoz del Gobierno, Isabel Celaá. (EFE)
La portavoz del Gobierno, Isabel Celaá. (EFE)

La obligación del registro de la jornada de los trabajadores es un ejemplo de cómo una buena medida se puede convertir en un desastre, debido a las prisas y la mala ejecución. En políticas públicas, la buena implementación es tan importante como lo acertado de la propia medida. De buenas intenciones está empedrado el infierno, dice el refrán. También de buenas políticas que ejecutaron políticos torpes (o, como en este caso, políticos demasiado pendientes de las elecciones que venían).

El registro de la jornada de los trabajadores no es una medida que nos retrotraiga al pasado, ni tampoco una que vaya a eliminar la flexibilidad de empresas y trabajadores. Como bien ha recordado Carlos Sánchez, nuestra legislación laboral contiene suficientes elementos que garantizan esta flexibilidad: el propio Estatuto de los Trabajadores establece que la jornada máxima semanal será de 40 horas “en promedio, en cómputo anual”, y se regulan las situaciones específicas para colectivos como los porteros de fincas o los trabajadores en hostelería. No se trata, por tanto, pese a algunas críticas exageradas, de que a partir de ahora los trabajadores tengan que trabajar exactamente ocho horas cada día, contando los minutos que restan para fichar a la salida como el que cuenta las horas esperando la llegada del agua en el mes de mayo.

Foto: Vista general del distrito de las Cuatro Torres de Madrid. (Reuters)

El registro de la jornada, que existe en muchos países de nuestro entorno, tiene el objetivo precisamente opuesto: que mediante una contabilización adecuada, tanto trabajadores como empresas puedan disfrutar de una relación más flexible, compensando los picos inevitables en la carga de trabajo (especialmente acusados en una economía tan estacional como la española) con jornadas más reducidas en otros momentos. Se trata, también, de dar a unos y otros una herramienta para evitar situaciones de abuso, horas extra no retribuidas por un lado o absentismo laboral por el otro.

¿Es que hay algo anormal en la jornada laboral en nuestro país? Sí, sí lo hay. Para entenderlo, podemos aproximarnos por pasos. En la práctica, la jornada laboral es muy distinta según los países. Por ejemplo, en el mundo anglosajón suele ser más alta (en EEUU, es de 1.783 horas al año, en el Reino Unido, de 1.676) comparada con países europeos como Francia (1.472), Alemania (1.363) o los países nórdicos (Dinamarca 1.410, Noruega 1.424). ¿A qué se deben estas diferencias? A menudo se explican por la diferente fiscalidad del trabajo: como en los países anglosajones los impuestos sobre la renta del trabajo son menores, la teoría económica predice correctamente que las jornadas en estos países serán más largas (los trabajadores 'consumen' más trabajo, como también lo hacen con cualquier otro producto de baja fiscalidad). Una segunda explicación (en mi opinión, menos convincente) son las diferencias en las preferencias de los consumidores. Tal vez los empleados franceses trabajan menos sencillamente porque les gusta más disfrutar de su tiempo libre: por ejemplo, leer un libro plácidamente en una terraza parisiense. Por sugestiva que sea esta imagen, las diferencias culturales suelen aparecer cuando se apagan todas las demás, es decir, por la incapacidad para explicar una evidencia a partir de otros factores (además de que las propias diferencias culturas pueden ser el resultado de factores institucionales).

¿Es que hay algo anormal en la jornada laboral en nuestro país? Sí, sí lo hay

¿Dónde está España? Por fiscalidad (y también por factores culturales, para los partidarios de esta explicación), deberíamos estar más cerca de los países europeos. La realidad, sin embargo, es que nos parecemos más a los anglosajones. En 2017, por ejemplo, un trabajador español trabajó de media 1.695 horas, mucho más cerca de EEUU y Reino Unido que de Francia o Alemania.

¿Somos el único país europeo 'extraño' en este sentido, más anglosajón que europeo? No, en realidad hay varios. Sin embargo, en la mayoría de ellos, las largas jornadas pueden explicarse porque tanto la fiscalidad como la flexibilidad del mercado de trabajo los convierte en la práctica en países 'anglosajones' (es el caso, por ejemplo, de los países bálticos o de Irlanda, todos ellos con largas jornadas laborales).

¿Cuál es entonces la causa de la excepción española? Durante algún tiempo, ha calado la idea de que las largas jornadas laborales en nuestro país son el resultado de vivir en un huso horario equivocado. Al estar situados en un huso horario que 'no nos corresponde', viviríamos en una especie de 'jet lag' permanente, cuyo resultado último sería prolongar la jornada laboral artificialmente. Autores como Jose Maria Martin Olalla, sin embargo, han argumentado de forma convincente que los españoles hemos 'deshecho' el efecto del cambio de horario, retrasando la hora del almuerzo y prolongando las jornadas laborales por la tarde, cuando existen más horas de sol. De hecho, la explicación del huso horario casa bastante mal con los otros países que comparten 'excepcionalidad' con nosotros: Portugal (1.842) —que está en el huso horario 'correcto'—, Grecia (2.035) —también en uno 'equivocado'— o Italia (1.730), situada en medio. ¿Qué tienen en común todos ellos? Otros factores mucho más graves que el huso horario: una baja productividad, y una deficiente regulación de las relaciones laborales.

Al estar en un huso horario que 'no nos corresponde', estaríamos en una especie de 'jet lag' permanente; el resultado sería prolongar la jornada

Ese es el problema al que debería dirigirse el registro de horas (dentro de un catálogo más amplio de medidas), y no construir castillos en el aire sobre las horas extraordinarias, cuya única contabilización (hasta que se implante el registro) viene de la encuesta de la EPA, que las cifra en 5,7 millones al año, de las cuales 2,6 millones serían no retribuidas. Son alrededor de 376.000 trabajadores los que declaran realizar horas extra no remuneradas: es decir, que incluso si las cifras se correspondiesen exactamente con la realidad (no deja de ser una encuesta), estaríamos hablando de un desajuste de alrededor de ocho horas al año para un número relativamente menor de trabajadores. Así que si alguien esperaba darle un empujón al crecimiento de los salarios en nuestro país con esta medida, me temo que tendrá que seguir esperando.

Entonces, si para incrementar los salarios no es adecuada, pero (junto a otras) sí puede ayudar a corregir la larga jornada laboral española, ¿qué tiene de malo la medida? Pues que el Gobierno la improvisó durante uno de sus (mal llamados) 'viernes sociales', en realidad viernes electorales. La anunció como si fuese a ser un revulsivo para lo primero, que es inoperante (crecimiento de los salarios), en lugar de haberla diseñado ordenadamente para que sirviese para lo segundo, que es para lo que debe servir. Por ello le puso un plazo brevísimo de ejecución, apenas dos meses. Tan breve que el mismo día que la medida entraba en vigor, el ministerio publicaba una guía básica para su ejecución, aclarando cuestiones (como la aplicación a autónomos, comidas de trabajo, etc.) que deberían haber sido despejadas mucho antes de su implantación. La proximidad de las elecciones ha emborronado hasta las mejores intenciones. Con esta medida, como con otras, ha quedado claro que el Gobierno ansiaba, por encima de todas las cosas, seguir gobernando. Ojalá a partir de ahora se dedique, por fin, a hacerlo.

La obligación del registro de la jornada de los trabajadores es un ejemplo de cómo una buena medida se puede convertir en un desastre, debido a las prisas y la mala ejecución. En políticas públicas, la buena implementación es tan importante como lo acertado de la propia medida. De buenas intenciones está empedrado el infierno, dice el refrán. También de buenas políticas que ejecutaron políticos torpes (o, como en este caso, políticos demasiado pendientes de las elecciones que venían).

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