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El veto en diferido a Pablo Iglesias
Tras tres largos meses, las cartas se han puesto por fin sobre la mesa: el nudo gordiano de la investidura es la presencia de Iglesias en el Consejo de Ministros. ¿Es legítimo?
En una campaña en la que tanto se habló sobre vetos, no tuvimos ocasión de debatir sobre el que, a la postre, ha resultado decisivo: el veto de Pedro Sánchez a Pablo Iglesias. “La entrada de Iglesias es el principal escollo para el acuerdo. No se dan las condiciones para que sea miembro del Gobierno”, ha declarado el presidente Sánchez. Así que tras tres largos meses, las cartas se han puesto por fin sobre la mesa: el nudo gordiano de la investidura es la presencia de Iglesias en el Consejo de Ministros. ¿Es legítimo? ¿Es razonable? ¿Tiene una envergadura que justifica la repetición de las elecciones?
Empecemos por el 'timing'. Durante la campaña electoral se criticó el veto de Ciudadanos a los socialistas (a mí me pareció una decisión discutible). Algunos dirigentes, como la vicepresidenta Calvo, lo calificaron de antidemocrático. Pero, ¿es más admisible callar durante la campaña electoral y levantar un veto infranqueable a pocos días de la investidura? Iglesias no es exactamente un advenedizo en nuestra arena política: lleva al frente de Podemos desde su irrupción en 2014. Si los socialistas tenían una reserva fundamental a la entrada de Iglesias o de otros dirigentes de Podemos en un Gobierno de coalición, ¿por qué no lo dijeron? O mejor dicho: ¿por qué dijeron exactamente lo contrario, como hizo Pedro Sánchez en una entrevista el 25 de abril, apenas unos días antes de las elecciones? ¿Qué ha pasado desde entonces que obligue a descartar su entrada en el Gobierno? Quizás hay algo todavía más antidemocrático que levantar vetos: es ocultárselos a los votantes. Y eso es precisamente lo que han hecho los socialistas.
Si los socialistas tenían una reserva a la entrada de Iglesias o de otros dirigentes de Podemos en un Gobierno de coalición, ¿por qué no lo dijeron?
Pasemos ahora al fondo del asunto. Sánchez ha dado tres tipos de razones para el veto a Iglesias: de perfil, funcionales y políticas. Analicemos los tres con detenimiento.
La primera es que Sánchez prefiere perfiles “cualificados” en el Consejo de Ministros. Esta justificación provocó una airada reacción de Iglesias, que recordó su larga lista de méritos académicos frente al más enjuto currículo del presidente (para quien no haya visto el vídeo, Iglesias hizo una pausa entre irónica y dramática antes de decir el nombre de la universidad por la que Sánchez recibió su doctorado). Incluso si no se interpreta este motivo como una descalificación de los méritos de Iglesias (como pareció entender él mismo), sino como una preferencia por ministros con perfil técnico en lugar de político, resulta difícil de sostener: ¿podría entonces Ábalos seguir siendo ministro de Fomento? ¿Y María Jesús Montero, la ministra de Hacienda? ¿Y Carmen Calvo, la vicepresidenta, es técnica o política?
El segundo motivo es aún más endeble: Sánchez afirma que Iglesias no controla a las muchas confluencias internas de Podemos. No es que sea falso este juicio, pero ¿acaso hay algún otro dirigente de la formación morada que las controle? Podemos es, casi por definición, una confluencia de movimientos políticos. Quien pacte con ellos, tendrá que lidiar con sus contradicciones internas. Cualquier dirigente regional socialista que haya gobernado con ellos en los últimos cuatro años (en Castilla-La Mancha o Extremadura) podría atestiguarlo.
La tercera razón merece ser analizada en más detalle. Socialistas y morados tienen “divergencias en asuntos de Estado”, dice Sánchez, principalmente respecto al desafío soberanista en Cataluña. Iglesias defiende el derecho de autodeterminación y la existencia de presos políticos en Cataluña. “Necesito un vicepresidente que defienda la democracia española”. Existe aquí también una contradicción temporal, porque todas estas posiciones eran defendidas por Iglesias mucho antes de las elecciones del pasado mes de abril. Sánchez no puede defender ahora que desconocía estas diferencias. ¿Por qué no las planteó cuando negoció con Iglesias su voto en la moción de censura? ¿O cuando firmó con él un acuerdo de Presupuestos que era en realidad un pacto de legislatura?
Pero además de una contradicción temporal, existe otra aún más grave: porque todas estas diferencias en “asuntos de Estado”, no son con Iglesias, sino con políticas que defiende Podemos en su conjunto. Si Iglesias es un verso suelto dentro de Podemos es por moderado, porque algunas de las corrientes internas (como los andaluces o los catalanes) son mucho más radicales en sus planteamientos territoriales. La pregunta es obvia: si estas divergencias políticas llevan al veto a Iglesias, ¿por qué no descalifican también a Podemos como socio de Gobierno?
En mi opinión, el veto a Iglesias tiene otra naturaleza: en primer lugar, la falta de asimilación por nuestros dirigentes políticos de lo que implica un Gobierno de coalición. En segundo, la relación parasitaria (abusiva incluso) que los socialistas mantienen con Podemos.
Sobre lo primero, hay muchos modelos de Gobierno de coalición. Incluso dentro del mismo país. En Alemania, los líderes del Partido Socialista han estado normalmente dentro del Gobierno, aunque no ocurre así en la actualidad. De hecho, Martin Schulz, entonces líder de los socialdemócratas alemanes, tuvo que renunciar a entrar en el Gabinete de Merkel para que las bases de su partido aceptasen repetir coalición con los conservadores. Pero ninguno de estos modelos parece valer a los socialistas españoles: es obvio que en cualquier gabinete tiene que haber un cierto grado de complicidad y de lealtad. Pero de ahí a decir que no puede estar en discusión la autoridad del presidente hay un largo trecho.
En ningún Gobierno de coalición el presidente tiene manos libres para elegir a sus ministros o para formular las políticas. En eso precisamente consisten las coaliciones, en compartir el poder. Basta señalar que en el último Consejo Europeo, la canciller alemana tuvo que abstenerse en la propuesta de una compañera de su partido, Ursula von der Leyen, para dirigir la Comisión Europea. Merkel se abstuvo porque se lo exigieron los socialistas alemanes. ¿Mermó por ello la autoridad de Merkel? Sin duda. Porque la autoridad nunca existe de manera plena cuando precisas de otra formación para alcanzar la mayoría.
El segundo motivo, como decía, es de índole más fratricida: a los socialistas, Podemos les vale como compañero de viaje solo en la medida en que puedan capitalizarlo políticamente. Por eso han vivido tan cómodos en el último año, hasta fagocitar a los morados con los “viernes sociales”. Por eso les valdrían también perfiles de ministros como en su día fueron Rosa Aguilar o Cristina Almeida en Madrid. Todos ellos adornarían el perfil “izquierdista” del gabinete de Sánchez, trofeos lustrosos pero que no pondrían en cuestión la supremacía política de los socialistas en el espacio de la izquierda.
Porque lo cierto es que pedirle a tu compañero de coalición que renuncie a tener perfil político, o vetar a su líder (elegido por sus militantes y ratificado por los votantes) por divergencias políticas fundamentales en “asuntos de Estado” no es un Gobierno de cooperación sino que tiene otro nombre: es una gran mascarada política.
En una campaña en la que tanto se habló sobre vetos, no tuvimos ocasión de debatir sobre el que, a la postre, ha resultado decisivo: el veto de Pedro Sánchez a Pablo Iglesias. “La entrada de Iglesias es el principal escollo para el acuerdo. No se dan las condiciones para que sea miembro del Gobierno”, ha declarado el presidente Sánchez. Así que tras tres largos meses, las cartas se han puesto por fin sobre la mesa: el nudo gordiano de la investidura es la presencia de Iglesias en el Consejo de Ministros. ¿Es legítimo? ¿Es razonable? ¿Tiene una envergadura que justifica la repetición de las elecciones?