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El cansancio del presidente, Vox y el silencio de los corderos
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Isidoro Tapia

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El cansancio del presidente, Vox y el silencio de los corderos

Los candidatos de PSOE, PP, Ciudadanos y Podemos no supieron dar respuesta a las palabras de Santiago Abascal durante el único debate electoral, cada uno por unos motivos diferentes

Foto: Los cinco candidatos a la presidencia del Gobierno, en el debate del pasado lunes. (Reuters)
Los cinco candidatos a la presidencia del Gobierno, en el debate del pasado lunes. (Reuters)

Las elecciones de 2016 en Estados Unidos se caracterizaron por el mismo virus que parece haber atenazado ahora a los candidatos españoles: las dudas sobre cuál era la mejor estrategia para frenar a Donald Trump. Durante las elecciones primarias republicanas, los candidatos más convencionales (Jeb Bush, Marco Rubio o Ted Cruz) asistieron con pasmo a la irrupción del fenómeno Trump. En los debates, la mayoría optó por evitar el enfrentamiento directo, sobre todo tras comprobar lo abrasivos que podían resultar los ataques de Trump (Jeb Bush, por ejemplo, nunca se recuperaría del apelativo de 'low energy Jeb').

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Durante la posterior campaña presidencial, Hillary Clinton siguió una estrategia parecida: ignorar los ataques de Trump. El razonamiento era que Trump ya recibía suficiente atención mediática por sus bravuconadas, y que entrar directamente en controversia con él solo alimentaría su repercusión. Pocos días después de que se hiciese público el vídeo en el que Trump se jactaba de agarrar por sus genitales a cuantas mujeres le viniese en gana, tuvo lugar el segundo debate presidencial. En sus memorias posteriores a las elecciones ('What Happened'), Hillary Clinton repasa con amargura su apocamiento en aquel debate, especialmente en un momento en que Trump la perseguía por el estrado, preguntándose si en lugar de mantener la compostura y la cabeza fría, debía haberse dado la vuelta y mandarlo al infierno delante de millones de telespectadores.

Foto: El candidato del PSOE, Pedro Sánchez, durante el debate del pasado lunes. (EFE) Opinión
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Las mismas dudas parecieron atormentar a los candidatos de PSOE, PP, Ciudadanos y Podemos en el debate del pasado lunes, incapaces de dar una respuesta hilada y consistente al candidato de Vox, Santiago Abascal. Cada uno, seguramente, por un motivo distinto pero convergente: Sánchez, poseído por esa extraña pose presidencial que le hacía fingir estar absorto en sus papeles mientras ponía muecas, demostrando hacer más caso a sus oídos que a sus ojos; Casado, porque parece haber concluido que su mejor estrategia es quedarse quieto, ni tratar de parecerse a Vox ni enfrentarse con ellos. Rivera, por su parte, enzarzándose más con Casado (que llegó a recriminarle que se “equivocaba de rival”) que con Abascal (seguramente, porque sus números le dicen que su principal vía de agua es hacia los populares), aunque a este último le reprochó su pasado en un “chiringuito” de la Comunidad de Madrid. E Iglesias, que protagonizó el momento más tenso de la noche con Abascal cuando ambos discutieron sobre la Guerra Civil española, dio la impresión de que lo hizo casi por accidente.

Aurora Nacarino-Bravo, cabeza de lista de Ciudadanos por Burgos, y una de las mejores noticias que ha dado la política española en los últimos tiempos (hacen falta perfiles como el suyo para sacar del barro la discusión pública), ponía ayer voz a estas dudas en una entrevista con Manuel Jabois: “Nunca sabes cuál es la mejor estrategia. ¿Es mejor hacerles caso, no hacerles caso? ¿Darles atención, no dársela?”.

Quizá con Trump estas dudas eran más voluminosas. El presidente americano es un 'showman' consagrado. Basta repasar la lista de sobrenombres que ha dedicado a sus rivales para reconocerle cierto mérito en materia de comunicación política (“uno por ciento Biden”, “Pocahontas” —Elisabeth Warren—, el “hombre-cohete” —Kim Jong-un— y el de más éxito tuvo, “crooked [deshonesta, corrupta] Hillary”).

Sin embargo, en nuestro país, a Santiago Abascal todavía no le hemos visto los dientes. No sabemos si es fiero, ni si muerde. Si es lobo o cordero. Lo desconocemos porque, en abril, Vox fue como un espectro: mimetizando la campaña de Trump, el partido de Abascal declinó aparecer en medios convencionales. En esta campaña, con una estrategia más tradicional, y en la que tienen la oportunidad de asistir a los debates electorales con el resto de partidos, los candidatos de Vox siguen levitando: llegan, sueltan sus soflamas y se marchan como han venido. El resto de partidos los trata con una mezcla de indiferencia, temor o respeto. Hasta Cayetana Álvarez de Toledo, que en otros temas demuestra no tener pelos en la lengua precisamente, y que escribió uno de los artículos más rabiosamente antivoxistas cuando irrumpieron hace un año, ha bajado notablemente los decibelios cuando tiene enfrente a un candidato de Vox.

En el caso del PP o Ciudadanos, la contención puede explicarse por los encajes de bolillos necesarios para la formación de los gobiernos regionales. En el caso de Iglesias, la moderación tiene visos de ser táctica: después de las elecciones andaluzas, Iglesias proclamó la “alerta antifascista”, alimentando una movilización de la izquierda de la que se aprovechó, sobre todo, Pedro Sánchez. En las últimas semanas, Iglesias está demostrando (una vez más) que las campañas electorales se le dan mejor que a ningún otro dirigente: su guion dice que debe denunciar la “coalición blanda” entre PSOE y PP que se vislumbra (según la afortunada expresión acuñada por Iván Gil en este medio) y lanzarse a por el voto de izquierda desencantado con Sánchez. Vox es solo un estorbo en esta estrategia, y por eso Iglesias no les dedica más tiempo del necesario. Lo verdaderamente intrigante es la actitud contemplativa de los socialistas, como apuntaba este jueves Ignacio Varela. Sánchez habla en los mítines de Vox casi tanto como calló delante de Abascal el pasado lunes.

A menudo, a los analistas políticos se nos acusa de comportarnos como comentaristas de fútbol, de siempre comentar las cosas 'a posteriori'. Así que esta vez me voy a mojar antes de tiempo, sin conocer los resultados del próximo domingo: la campaña electoral de los socialistas ha sido la más desastrosa que he visto en mucho tiempo. Los socialistas arrancaron la campaña virando hacia el centro: la mayoría 'cautelosa' apostaría por el actual presidente como única salida al bloqueo político. En lugar de eso, durante la campaña, los socialistas han hablado de Franco y ahora de Vox. Curiosas alforjas para el viaje al centro en busca de los cautelosos.

En el tema catalán, los socialistas han mostrado la misma esquizofrenia. Que tengan cuidado los independentistas, decían desde Moncloa, en cómo reaccionan a la sentencia, porque el Gobierno “contempla todos los escenarios”. La reacción soberanista no fue como se esperaba: fue mucho peor. Cuando incendiaron Barcelona, el Gobierno de Sánchez, en lugar de actuar, reculó. Cayó en la cuenta de que para controlar el orden público, hace falta más previsión y menos proclamas.

Por el camino, ha habido patinazos de todos los colores: un expediente al presidente y a varios ministros de la Junta Electoral Central; un día, el federalismo desaparecía del programa socialista (la versión dura), al siguiente reaparecía (la blanda). La campaña socialista ha sido como ir saltando de la bandera rojigualda a la tricolor republicana, pasando por la señera. Durante el propio debate, Sánchez hizo gala de esta naturaleza bipolar: anunciaba una batería de medidas 'duras' (recuperar el delito de convocatoria ilegal de referéndum o reformar la ley audiovisual catalana), pero se negaba a responder si pactaría con los independentistas. Es lo que ocurre cuando no sabes si tras los comicios prefieres pactar con Casado o con Junqueras.

El martes, el presidente cometió su peor patinazo: en una entrevista en RNE, intentó justificar de la peor manera posible su extemporánea promesa en el debate de “traer de vuelta a Puigdemont”. Ayer, acosado por la reacción de los propios fiscales, y ante el temor de haber comprometido el proceso de extradición ante la Justicia belga, no le quedó más remedio que reconocer su error. Lo achacó, dijo, al cansancio de la campaña. Su verdadera preocupación, a estas alturas, debería ser que también se hayan cansado los españoles.

Las elecciones de 2016 en Estados Unidos se caracterizaron por el mismo virus que parece haber atenazado ahora a los candidatos españoles: las dudas sobre cuál era la mejor estrategia para frenar a Donald Trump. Durante las elecciones primarias republicanas, los candidatos más convencionales (Jeb Bush, Marco Rubio o Ted Cruz) asistieron con pasmo a la irrupción del fenómeno Trump. En los debates, la mayoría optó por evitar el enfrentamiento directo, sobre todo tras comprobar lo abrasivos que podían resultar los ataques de Trump (Jeb Bush, por ejemplo, nunca se recuperaría del apelativo de 'low energy Jeb').

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