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La lección más importante de Alemania: la era de los hiperliderazgos
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Isidoro Tapia

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La lección más importante de Alemania: la era de los hiperliderazgos

Lo fundamental que podemos aprender de lo ocurrido en el land de Turingia, que se ha llevado por delante a la sucesora de Merkel, implica que la era del hiperliderazgo ha llegado hasta allí

Foto: La canciller alemana, Angela Merkel, en un acto. (Reuters)
La canciller alemana, Angela Merkel, en un acto. (Reuters)

La lección más importante de lo ocurrido en el land alemán de Turingia, que se ha llevado por delante a Annegret Kramp-Karrenbauer (conocida como AKK) como sucesora de Angela Merkel, no es, en mi opinión, la relativa al papel de la ultraderecha, como apuntaba Máriam Martínez-Bascuñán el pasado fin de semana. La verdadera lección, la más importante, tiene una envergadura mucho mayor: implica que la era de los hiperliderazgos ha llegado también al último rincón de Europa que hasta ahora permanecía sellado, protegido por la particular forma alemana de repartir el poder dentro de las organizaciones.

Jakob Burckhardt articuló la idea de que el verdadero genio alemán estaba en ser más griegos que romanos. La Grecia clásica consistía en una constelación de Ciudades-estado, autosuficientes tanto en lo económico como lo cultural, orgullosas y a grandes rasgos pacíficas (incluso las sociedades más militarizadas, como Esparta, tenían un carácter predominantemente defensivo). Roma, por el contrario, representaba la centralización del poder, y a partir del mismo, el expansionismo militar. De alguna forma, fue inevitable que este rumbo de la historia romana condujese a la tentación cesarista.

Foto: Friedich Merz, el derechista de la CDU con más posibilidades de suceder a Merkel. (Reuters)

En Alemania, como en la Grecia clásica, el poder históricamente se ha repartido entre múltiples instancias: el emperador del Sacro Imperio Romano era elegido por siete príncipes electores (los arzobispos de Maguncia, Trier y Colonia, el Rey de Bohemia y los electores Palatino, de Sajonia y de Brandeburgo). Que el poder debe tener límites y ser compartido es una de las reglas de oro de la política alemana; quizás porque cuando ha dejado de serlo, Alemania ha escrito algunas de las páginas más oscuras de la historia de la humanidad.

El reparto del poder tiene su reflejo en casi todas las organizaciones alemanas. Las grandes empresas tienen un Consejo dual: uno formado por los ejecutivos de la empresa, y el otro por supervisores. No es un sistema que esté exento de problemas: estuvo en el ojo del huracán, por ejemplo, durante el escándalo de las emisiones en el grupo Volkswagen (el “dieselgate”), aunque en realidad lo que entonces se puso en cuestión fue que la práctica corporativa había diluido el sistema de contrapesos existente.

placeholder Logo de Volkswagen en uno de los coches de la compañía. (Reuters)
Logo de Volkswagen en uno de los coches de la compañía. (Reuters)

Incluso en el fútbol este sistema tiene su reflejo. Cuando fue entrenador del Bayern de Múnich, para Guardiola fue una desagradable sorpresa comprobar que no decidía libremente sobre los fichajes. Cada uno de ellos se somete al escrutinio de un comité de supervisión, que puede poner reparos cuando comprometen la estabilidad a largo plazo de la institución: este Comité, por ejemplo, manifestó sus dudas cuando Guardiola se empeñó en fichar por 30 millones de euros a un semidesconocido jugador brasileño (Douglas Costa) que jugaba en un equipo ucraniano.

También en política funciona un sistema parecido, mucho más consensual, a la hora de tomar las decisiones: los principales partidos se han resistido históricamente a elegir a sus líderes a través de elecciones primarias (un sistema “cesarista” o “romano”), y en su lugar lo han hecho a través de la deliberación colegiada de sus órganos de Gobierno.

En los últimos años, sin embargo, la política europea se ha reconfigurado hacia los hiperliderazgos. No solo en las denominadas democracias iliberales de Visogrado, sino también en países como Reino Unido, donde el tradicional sistema parlamentario británico ha mutado en la práctica hacia un sistema cuasipresidencialista, tanto en el partido Conservador como en el Laborista. En Francia, la victoria de Macron en las elecciones presidenciales de 2017, se llevó por delante el sistema tradicional de partidos. Y qué decir de España, donde el Partido Socialista se ha convertido en una empresa unipersonal, en la que su líder puede virar 180 grados la estrategia del partido sin tener que rendir cuentas ante nadie. El hiperliderazgo es también una cualidad acusada en los partidos de nuevo cuño, como Unidas Podemos o Ciudadanos.

Foto: Disfraces de Jaroslaw Kaczynski y Viktor Orbán en el festival de Dusseldorf. (Reuters)

La era de los hiperliderazgos no se circunscribe tan solo a Europa. La etapa de Xi Jinping al frente del liderazgo chino se ha caracterizado por un retroceso en la “liberalización” de sus instituciones. Lo curioso es que durante los últimos años ha disminuido la distancia entre el sistema político chino y el de los países occidentales, pero lo ha hecho en la dirección contraria a la esperada: en lugar de producirse la occidentalización de China, estamos asistiendo a la orientalización de nuestras instituciones, con pasos atrás en pilares como la separación de poderes o la independencia judicial. E insisto: no se trata de un rasgo de países como Hungría o Polonia.

También ocurre en Francia o Reino Unido. O en España, donde la anterior Ministra de Justicia ha saltado directamente a la Fiscalía General del Estado, o donde nos encontramos a las puertas de que se apruebe una reforma del Código Penal con el objetivo de enmendar una decisión judicial, la condena a penas de prisión de los socios del actual Gobierno. Ninguna de los dos ejemplos habla bien de la salud de la democracia como “idea puramente normativa” de la que hablaba Martínez-Bascuñán (por cierto, que en otra decisión hiperpresidencialista, el líder socialista prometió durante la última campaña electoral exactamente lo contrario, penas más duras para los líderes independentistas catalanes).

placeholder El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en un acto de su partido. (EFE)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en un acto de su partido. (EFE)

En Alemania, la CDU no pudo resistir la presión de sus bases, y por primera vez a finales de 2018 tuvo lugar una competición abierta interna para elegir al sucesor de Merkel al frente del partido, carrera que ganó AKK por un ajustado margen en la segunda vuelta. Como suele ocurrir con los sistemas institucionales que tienen varios siglos a cuestas, cuando se cambian los métodos de elección de la noche a la mañana, los goznes empiezan a crujir (que se lo pregunten en España al Partido Popular).

En EE.UU., donde los partidos políticos no existen más que como cascaras vacías, y cada cuatro años los candidatos arrancan con una hoja en blanco, los hiperliderazgos son consustanciales a la competición política. En Alemania, en cambio, la política consensual casa mal con la era de Twitter. Cuando los dirigentes regionales de la CDU decidieron unir sus fuerzas con los liberales para aceptar el voto de AfD, lo hicieron desoyendo las voces que llegaban desde Berlín. Cómo se responde al crecimiento de la ultraderecha es, en mi opinión, una cuestión abierta, sobre la que no existe una respuesta única que sirva tanto para Turingia como Murcia, para Austria o Andalucía. Lo que en cambio deberíamos empezar a preguntarnos es cómo responder un movimiento mucho más sincrónico: el cesarismo en la política, la era de los hiperliderazgos. Sobre todo ahora que han caído las murallas que protegían la última aldea griega

La lección más importante de lo ocurrido en el land alemán de Turingia, que se ha llevado por delante a Annegret Kramp-Karrenbauer (conocida como AKK) como sucesora de Angela Merkel, no es, en mi opinión, la relativa al papel de la ultraderecha, como apuntaba Máriam Martínez-Bascuñán el pasado fin de semana. La verdadera lección, la más importante, tiene una envergadura mucho mayor: implica que la era de los hiperliderazgos ha llegado también al último rincón de Europa que hasta ahora permanecía sellado, protegido por la particular forma alemana de repartir el poder dentro de las organizaciones.

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