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Ciudadanos sonámbulos y políticos ebrios: ¿estamos preparados para una segunda ola?
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Isidoro Tapia

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Ciudadanos sonámbulos y políticos ebrios: ¿estamos preparados para una segunda ola?

Los ciudadanos vivimos bajo una especie de hipnosis, nos resistimos a aceptar que la pesadilla que sufrimos hace tan solo unos meses pueda volver a repetirse

Foto: El ministro de Sanidad, Salvador Illa, en rueda de prensa. (EFE)
El ministro de Sanidad, Salvador Illa, en rueda de prensa. (EFE)
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¿Estamos preparados para una segunda ola del covid-19? Mucho me temo que no. Los ciudadanos vivimos bajo una especie de hipnosis, nos resistimos a aceptar que la pesadilla que sufrimos hace tan solo unos meses pueda volver a repetirse. Nuestros representantes políticos, por su parte, viven bajo los efectos de la embriaguez, más atentos al alcoholímetro del cálculo político que a cualquier otra cosa. Empecemos por lo segundo, con mucho, lo más grave.

La 'nueva normalidad' (una expresión tan áspera como consolidada) es seguramente la más compleja de gestionar. Hasta ahora, durante la crisis sanitaria, nuestras autoridades tenían un objetivo claro: detener la expansión del virus. Para ello, podían utilizar todos los exorbitantes poderes concedidos por las sucesivas prórrogas del estado de alarma. En cambio, ahora, el equilibrio es mucho más delicado. Y además disponen de mucho menos margen de maniobra. Si se imponen medidas restrictivas demasiado pronto, se corre el riesgo de dar el tiro de gracia a muchos sectores económicos todavía renqueantes tras los meses de confinamiento (hoteles, restaurantes, comercios y un largo etcétera). Si en cambio se retrasa demasiado la respuesta, el riesgo es que se reproduzcan los brotes fuera de control que colapsaron nuestro sistema sanitario entre marzo y abril. Se trata, en definitiva, de una labor propia de orfebres: acertar con la intensidad de la respuesta, y hacerlo en el momento justo. Ni demasiado pronto ni demasiado tarde.

Preocupantes brotes en discotecas de Santa Pola, Peñíscola y Córdoba

¿Cómo acertar en la respuesta? No existe una varita mágica, como es obvio, pero diría que hay dos elementos clave: disponer de la mejor información posible y de los mecanismos institucionales para graduar la respuesta. En ambos aspectos, estamos fallando estrepitosamente, y es la razón que me hace ser pesimista sobre lo que nos espera en los próximos meses.

Hace unos días, el exministro Miguel Sebastián ponía el dedo en la llaga sobre uno de los talones de Aquiles de la respuesta española a la crisis del covid-19. El título de su artículo ("La insoportable levedad de los datos españoles") era mucho más manso que sus conclusiones: por decirlo suavemente, los datos españoles son un auténtico caos. Hay varias series oficiales, agujeros estadísticos y, en algunos casos, los flujos y los 'stocks' sencillamente no cuadran.

Conocer exactamente qué está ocurriendo (es decir, tener datos fiables) es crucial, sobre todo ahora. Trabajar a ciegas hace imposible la labor de un orfebre. Cuando el objetivo en todo el territorio nacional era el mismo, la importancia de los datos era hasta cierto punto de segundo orden. Ahora, en cambio, es trascendental. Conocer exactamente si el rebrote de Lleida, Barcelona o Córdoba está bajo control o requiere de medidas más duras. La información lo es todo en la 'nueva normalidad'.

El segundo pilar es contar con el diseño institucional para graduar y “localizar” las respuestas. Si algún brote se escapa fuera de control, como seguramente ocurrirá, y es necesario adoptar otra vez medidas de confinamiento estricto, la labor de orfebrería consistirá en aislar a la población necesaria para contener el brote, pero a nadie más. Podría ser letal para nuestra economía si un brote en Madrid provoca el cierre de las Islas Canarias, por poner un ejemplo. Para evitarlo, es necesario, como decía, contar con la información para detectar el avance del brote (¿es necesario confinar solo la ciudad de Madrid o también el área metropolitana? ¿A la comunidad entera?). Y, en segundo lugar, que esté claro a qué autoridad corresponde adoptar esta medida, y que legalmente pueda hacerlo. Es difícil de explicar que, a estas alturas, después de cinco meses de crisis sanitaria y varios cientos de páginas de BOE, no contemos con estos mecanismos. Hagamos un poco de memoria.

En una decisión cuyos motivos nunca se explicaron, el Gobierno transfirió a las CCAA la gestión de la fase 3 del plan de desescalada (Real Decreto 555/2020, de 5 de junio). Si ustedes son tan ingenuos como yo, pensarán que se trataba de incorporar a las CCAA en la cogobernanza de la desescalada. Si son mal pensados, en cambio, se acordarán de que aquella fue una exigencia de ERC para apoyar la última prórroga del estado de alarma, y que el Gobierno, ante la presión de sus socios, buscaba compensar el apoyo de Ciudadanos en las prórrogas anteriores. Y si son todavía peor pensados, quizá reparen en que el Gobierno de Pedro Sánchez ha sufrido un tremendo desgaste desde que asumió el mando único de las operaciones, y que tal vez alguien en Moncloa decidió que era mejor compartir el oficio de dar las malas noticias a los ciudadanos.

Al hacerlo, sin embargo, no se establecieron los mecanismos legales (por ejemplo, a través de una reforma de la ley de salud pública) para que efectivamente las CCAA puedan adoptar medidas restrictivas en caso de que sea necesario volver atrás. Durante las últimas semanas, hemos visto cómo varias decisiones del Govern catalán han sido puestas en cuestión por las autoridades judiciales, mientras el Gobierno de Pedro Sánchez miraba para otro lado. Desde hace días, vivimos en Cataluña una especie de juego de la 'patata caliente', en el que Gobierno central y Generalitat se miran de reojo mientras el número de positivos crece a un ritmo alarmante.

Barcelona se contagia rápidamente y no es capaz de detectarlo

Nuestras autoridades, en definitiva, carecen tanto de la información como de los medios necesarios para responder de forma quirúrgica, local y proporcionada a los rebrotes. En estas circunstancias, mucho me temo, solo nos queda esperar a que los rebrotes, que seguirán apareciendo, crezcan como una bola de nieve, hasta hacer entonces necesaria la adopción de las medidas más duras, otra vez un confinamiento generalizado. ¿Volveremos a este punto? Ojalá que no, que antes se desarrolle una vacuna eficaz, o que el virus mute hacia formas menos agresivas o contagiosas. Pero no debemos prepararnos para el escenario más benigno, sino al contrario. Que en este caso, se trata seguramente del más probable. Porque a la falta de información y las insuficiencias institucionales descritas, se une la preocupación por la situación económica, de cuya gravedad el Gobierno está dando muestras de empezar a ser consciente (seguramente, es el factor que explica el perfil bajo del presidente Sánchez durante la reciente cumbre europea), lo que a su vez hace que los incentivos sean a actuar más tarde que pronto. Mientras tanto, de forma natural, la distancia física se relaja, empezando por los más jóvenes (lo que seguramente explique que la edad media de los contagios haya bajado tan drásticamente), algo que, de forma inevitable, se irá extendiendo al resto de la población.

Tal vez peque de alarmista, pero a lo que recuerda este verano es al de 1914. Christopher Clark lo describió así: “Los protagonistas de 1914 caminaban como sonámbulos, vigilantes pero sin ver, obsesionados por sus propios sueños pero ciegos ante el horror que estaban a punto de provocar”. Ojalá despertemos antes de que sea demasiado tarde.

¿Estamos preparados para una segunda ola del covid-19? Mucho me temo que no. Los ciudadanos vivimos bajo una especie de hipnosis, nos resistimos a aceptar que la pesadilla que sufrimos hace tan solo unos meses pueda volver a repetirse. Nuestros representantes políticos, por su parte, viven bajo los efectos de la embriaguez, más atentos al alcoholímetro del cálculo político que a cualquier otra cosa. Empecemos por lo segundo, con mucho, lo más grave.

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