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Un plan sin reformas, pero que servirá para resistir políticamente
En el plan español, la palabra 'reformas' se ha caído, siendo sustituida por 'transformación'. No es casualidad, porque el Gobierno ha presentado un plan de inversiones, no de reformas
No es casualidad que al pomposo Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, el primer hito para utilizar los fondos movilizados por la UE, se le haya caído en España la palabra clave: reformas. La regulación europea es meridianamente clara al respecto: según las conclusiones aprobadas por el Consejo Europeo el pasado mes de julio, los planes deben establecer la “agenda de inversiones y reformas en los Estados miembros en el periodo 2021-2023”.
En el plan español, la palabra 'reformas' se ha caído, siendo sustituida por 'transformación' (el truco es defender que, simplemente con nuevas inversiones, vendrá la “transformación de España”). No es casualidad, porque, en efecto, el Gobierno español ha presentado un plan de inversiones, pero no de reformas. Lo más cerca que estuvo el presidente del Gobierno durante su comparecencia de mencionar una reforma fue cuando dijo que había que “reconstruir el consenso en torno al Pacto de Toledo”, un compromiso bastante débil, teniendo en cuenta el poco halagüeño precedente de la última reforma del sistema de pensiones, que apenas aguantó unos meses cuando tocó aplicar el llamado factor de sostenibilidad (por cierto, esta fue la valoración de la Comisión Europea cuando España decidió dejar de aplicarlo: "Eliminar elementos de la reforma de 2013 corre el riesgo de beneficiar a los pensionistas actuales a expensas de las generaciones futuras").
Tampoco hizo el presidente Sánchez mención alguna a otras reformas cuya necesidad ha sido señalada de forma reiterada por las autoridades comunitarias: la reforma fiscal (es difícil creer la previsión de déficit público aprobada por el Gobierno junto al techo de gasto, cuando no incluye estimación alguna sobre la evolución de los ingresos, solo del gasto), la reforma laboral, la mejora de la unidad de mercado o las diferencias de los resultados educativos entre las CCAA. O, por señalar alguna más, la reforma de las administraciones públicas, cuyas carencias han quedado desnudas durante los últimos meses.
La pregunta más inmediata (no la más importante) es si la falta de reformas en la propuesta española puede activar el denominado 'freno de emergencia' por parte de alguno de nuestros socios europeos. La evaluación de los planes debe ser primero aprobada por el Consejo Europeo (los gobiernos de los 27 Estados miembros) por mayoría cualificada, y ahí podrían surgir las primeras dudas por parte de algún socio europeo. Posteriormente, cuando se analice el cumplimiento de los planes, si "uno o más Estados miembros consideran que existen serias desviaciones respecto del cumplimiento satisfactorio de los hitos y objetivos, pueden solicitar al presidente del Consejo Europeo que remita el asunto al siguiente Consejo Europeo".
Habrá que estar atentos a la letra pequeña del plan español, pero parece poco probable que ningún socio haga descarrilar el proceso en su 'primera lectura'. En todo caso, como decía, no es la cuestión más importante, sino otra, más de fondo: el propio presidente Sánchez sacaba pecho durante su comparecencia del elevado nivel de las infraestructuras españolas, de los niveles de despliegue de fibra óptica, o de ser la “primera potencia europea en el mercado fotovoltaico” (una afirmación esta última discutible, teniendo en cuenta que Alemania cuenta con una potencia fotovoltaica cuatro veces superior a la española, también superada por Italia o Francia). La pregunta inmediata que suscitaba este derroche de orgullo patrio era: si tan bien dotados estamos de infraestructuras, ¿para qué necesitamos tantas inversiones?
Si tan bien dotados estamos de infraestructuras, ¿para qué necesitamos tantas inversiones?
La respuesta, en mi opinión, es que en realidad no las necesitamos. O, mejor dicho, necesitamos muchas más reformas que inversiones. En su serie de artículos sobre una “gran estrategia para España”, Jesús Fernández-Villaverde ha empezado por poner el dedo sobre dos llagas: la reforma del Estado y la selección de las élites públicas. Para llevarlas a cabo, no se precisan vastas cantidades de dinero público, sino más bien el bisturí fino: alinear los incentivos, establecer verdaderas carreras profesionales dentro del sector público, despolitizar todos los niveles de la Administración por debajo de los secretarios de Estado, y establecer mecanismos de cooperación federal en la ejecución de las competencias descentralizadas. Más que dinero, lo que hace falta en este país es voluntad de reformas.
El segundo elemento más discutible del plan español es la gobernanza: el presidente Sánchez ha anunciado un real decreto con el objetivo de realizar "modificaciones normativas" que agilicen la ejecución de los fondos europeos. Pero, como señalaba hace unos días Manuel Hidalgo en un muy recomendable 'policy paper', la simplificación administrativa es solo uno de los elementos a mejorar para incrementar la absorción de los fondos. Los principales cuellos de botella se encuentran en la falta de planificación y de equipos dedicados a la evaluación y licitación de los proyectos. Sánchez, en cambio, ha optado por crear una comisión interministerial, presidida por él mismo, resistiéndose así a seguir el modelo utilizado en otros países, con la creación de un alto comisionado para la recuperación poscovid con la dotación de recursos específicos para su gestión, como le propuso Pablo Casado hace unas semanas.
A su vez, Sánchez ha anunciado diversos “foros y consejos de alto nivel”, que en el mejor de los casos constituirán un 'revival' del malogrado Consejo de Competitividad Empresarial —en el peor, seguirán la misma suerte que la pléyade de grupos de expertos que han brotado en los últimos meses—. Gracias a este modelo de gobernanza, Sánchez se asegura un mayor control sobre los fondos y también varias reuniones de alto nivel al año con las que alimentar los telediarios, probablemente a costa de que la absorción de los fondos no cambie sustancialmente.
Tal vez en un tic freudiano, Sánchez ha querido comparar el periodo que ahora se abre con la transformación de la economía española “a partir de 1978”. En realidad, aunque ese año se aprobó la Constitución española, la transformación de la economía española no empezaría hasta mucho más adelante (en 1979 y 1981, hubo dos recesiones casi consecutivas). En 1982, cuando los socialistas accedieron al Gobierno (aunque aquellos se parecían a estos tanto como el Dr. Jekyll a Mr. Hyde, como señalaba Andrés Trapiello hace unos días), el ministro de Economía, Miguel Boyer, planteó su política económica sobre tres pilares: el equilibrio de la balanza de pagos, la reducción de la inflación y del déficit público.
Las necesidades ahora son muy diferentes, pero en algo se parecen a aquellas: más allá del imprescindible sostenimiento del consumo privado durante los próximos meses (aunque a esto poco contribuirán los fondos europeos), en el medio y largo plazo, necesitamos muchas más reformas que inversiones. Quizá Sánchez, ya que echa mano de aquella transformación de la economía española a principios de los ochenta, haga bien en recordar cómo empezó: cuando Solchaga se fue a su propia circunscripción, en Navarra, a anunciar allí que la reconversión industrial empezaba con el cierre de las minas de potasas, una de las principales empresas de su tierra. Desde entonces, nadie dudó de que aquel ínclito navarro iba en serio.
Seguramente Sánchez consiga que sus socios europeos aprueben su plan; aun así, tendrá que explicar de dónde salen los 27.000 millones de euros de fondos europeos que ha anunciado que se incluirán en los Presupuestos (con la evidente intención de presionar a sus potenciales socios); y en algún momento tendrá que poner las cartas boca arriba en la parte de los ingresos fiscales, más allá de la anunciada subida del IVA a la educación y sanidad privadas (por cierto, teniendo en cuenta el indispensable papel de los laboratorios privados en la realización de los test, ¿alguien cree que es una buena idea subir el IVA a la sanidad en mitad de una pandemia?), cuyos efectos recaudatorios podrían ser incluso negativos, según la propia AIReF, pero que seguramente cumplan su verdadero objetivo, hacer más difícil la participación de Ciudadanos en el acuerdo presupuestario. Aceptemos, en fin, la premisa mayor, que nos queda legislatura para rato: ¿sería entonces posible que el Gobierno mirase, aunque solo fuese alguna vez, más allá de los próximos 15 minutos?
No es casualidad que al pomposo Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, el primer hito para utilizar los fondos movilizados por la UE, se le haya caído en España la palabra clave: reformas. La regulación europea es meridianamente clara al respecto: según las conclusiones aprobadas por el Consejo Europeo el pasado mes de julio, los planes deben establecer la “agenda de inversiones y reformas en los Estados miembros en el periodo 2021-2023”.