Desde fuera
Por
La moción de la anti-España
Que la política es una cuestión de acertar con el 'timing' es algo conocido. Cuando Vox anunció su moción, la mayoría de análisis coincidieron en destacar lo estrambótico del anuncio
Gino Bartali fue un ciclista italiano de los años cuarenta. Italia, siempre tan dispuesta como nuestro país a la mitosis nacional, se dividía entonces entre Bartali y Fausto Coppi (los 'bartaliani' y los 'coppiani'). Bartali era conservador, profundamente religioso, calvo y con nariz rota de boxeador. Coppi, por el contrario, alto, apuesto, rebelde y de izquierdas. Curzio Malaparte escribiría un ensayo sobre ambos, describiéndolos así: “Gino es hijo de la fe y Fausto, del librepensamiento”. Bartali era el ídolo del sur de Italia. Coppi, de las regiones industriales del norte. En el Giro de 1946, el primero tras la Segunda Guerra Mundial, una inscripción grabaría en piedra aquella rivalidad: “Viva Coppi comunista, abbasso Bartali fascista”.
Pero la historia casi siempre se escribe con reglones torcidos. Cuando Bartali murió, muchos años después, un pastor descubrió una libreta con viejas anotaciones. En ellas se documentaba cómo Bartali había ayudado a escapar de Italia a cerca de un millar de judíos y partisanos durante la guerra. Mientras Bartali fingía que entrenaba, o mientras entrenaba de veras, se valía de su condición de icono del régimen de Mussolini para actuar como correo de una red que repartía pasaportes falsos entre los perseguidos por el régimen fascista.
¿Qué es más antipatriótico, presentar una moción de censura en mitad de una pandemia o utilizarla para seguir hinchando el globo de la ultraderecha?
¿Era Bartali fascista o antifascista? ¿Formaba parte de Italia o de la 'anti-Italia'? Es una pregunta escurridiza. ¿Quién protege hoy España y quién la anti-España, como Carmen Calvo denominó la visita de Pablo Casado a Bruselas la semana pasada? ¿Qué es más 'antipatriótico', presentar una moción de censura en mitad de una pandemia sanitaria y una crisis económica sin precedentes, como ha hecho Vox, o utilizar la propia moción para seguir hinchando el globo de la ultraderecha y desgastar así al principal partido de la oposición, como hacen sin disimulo tanto Sánchez como Iglesias?
Que la política es una cuestión de acertar con el 'timing' es algo conocido. Cuando Vox anunció su moción de censura, allá por el mes de julio, la mayoría de análisis coincidieron en destacar lo estrambótico del anuncio: la moción no tenía ninguna posibilidad de prosperar, sino que solo serviría para reforzar la coalición de gobierno. Provocaba además perplejidad que Abascal declarase solemnemente la urgencia de censurar al Gobierno, para a continuación postergar hasta después de las vacaciones el registro y presentación de la moción. Pero en apenas tres meses, la política da muchas vueltas. Vox ha empezado a recoger en las encuestas parte del desánimo y la frustración acumulados por tantos meses de pandemia, y el golpe en la mesa de Pablo Casado a principios del curso político, sustituyendo a Álvarez de Toledo como portavoz parlamentaria, lejos de tener los efectos deseados, parece haber abierto un flanco más en el Partido Popular, atascado entre su renuncia a dar la batalla por las ideas y las dudas que despierta su (in)capacidad de gestión, puesta de manifiesto en la Comunidad de Madrid.
Si en julio la moción de Vox parecía encaminada a seguir los pasos de la de Hernández Mancha en 1987 (un fracaso casi ridículo para el entonces joven líder popular, que ni siquiera llegaría a concurrir a unas elecciones), ahora se señalan otros marcos de referencia: la duda es si sus efectos estarán más cerca de la moción de Pablo Iglesias en 2017 (con resultados muy limitados, más allá de consolidar la figura de Irene Montero entre los morados) o, salvando las distancias, la presentada por Felipe González en 1980, que permitió a los socialistas presentarse como una formación capacitada para gobernar, sacudiéndose así la imagen de peligroso partido de izquierdas, con la que UCD intentaba alejar las expectativas electorales de los socialistas.
A la vista del discurso de este miércoles de Abascal, trufado de una retórica casi milenarista (el “virus chino”, el “Frente Popular”, Soros, “el megaestado federal europeo” que se parece “a la Europa soñada por Hitler”), parece evidente que el resultado de la moción estará lejos de 'normalizar' la imagen de Vox entre el electorado, o la de proyectarle hechuras de partido de gobierno. A años luz, por tanto, de la moción de los socialistas a principios de los ochenta.
Pero es que seguramente nunca fuese ese el objetivo de Vox. Además de poner en un aprieto al Partido Popular, arrinconado en la siempre difícil posición de tener que justificar una posición ni a favor ni en contra (los socialistas sufrieron varias veces esta tesitura entre 2015 y 2017), Vox está apostando por subirse a la ola del descontento ciudadano, un grupo cada vez más numeroso. Y no conviene infravalorar sus posibilidades de conseguirlo.
Desde las elecciones europeas de 2014, que marcan la reconfiguración del tablero político español, ha habido dos 'olas' de la nueva política: la primera, en 2014-2015, la protagonizó Podemos, que llegó a situarse liderando algunas encuestas, antes de que flaquease en la recta final de las elecciones de aquel año. La 'segunda ola' aupó a Ciudadanos al primer puesto entre 2017-2018, coincidiendo con la explosión del desafío soberanista en Cataluña.
Por motivos diversos, ninguna de aquellas olas cuajó, pero conviene recordar que ambas se quedaron muy cerca. En cierto modo, es ahora Vox quien representa la patada al tablero político que Podemos encarnaba en 2015; y, también, quien puede beneficiarse de un contexto político casi 'milenarista' (pandemia, alarmas, toques de queda, ruina económica), de una forma parecida a como Ciudadanos capitalizó el estallido de la crisis catalana en 2017, uno de sus temas clave.
Si hay un deporte donde el 'timing' es tan importante como en la política, es precisamente el ciclismo. Volvamos por un momento al Tour de 1948. Después de las primeras etapas, Gino Bartali se encontraba casi 20 minutos por detrás del líder de la carrera. Cuando pensaba en abandonar el Tour, Bartali recibió una llamada del primer ministro italiano, el democratacristiano Alcide De Gasperi, quien le hizo saber que solo unos días antes Palmiro Togliatti, el líder del Partido Comunista italiano (un ferviente 'bartaliani', a pesar de su ideología política, así es Italia) había sido tiroteado y que el país, al borde del conflicto civil, necesitaba celebrar una victoria deportiva. Bartali lo dio todo para ganar la etapa del día siguiente, que llegaba a Lourdes, y al terminar se fue a rezar a la virgen, pidiéndole su ayuda para salvar a los italianos. Bartali acabaría ganando aquel Tour después de una remontada casi inolvidable. Llegados a este punto, debo reconocer que desconozco si Abascal forma parte de España o de la anti-España, si pedalea pensando en salvar a los españoles, si le ayuda la virgen de Lourdes o si —esto es más improbable— trabaja en secreto para una ONG que facilita la llegada de inmigrantes a nuestro país. Lo único que sé es que es el momento de empezar a tomárselo en serio.
Gino Bartali fue un ciclista italiano de los años cuarenta. Italia, siempre tan dispuesta como nuestro país a la mitosis nacional, se dividía entonces entre Bartali y Fausto Coppi (los 'bartaliani' y los 'coppiani'). Bartali era conservador, profundamente religioso, calvo y con nariz rota de boxeador. Coppi, por el contrario, alto, apuesto, rebelde y de izquierdas. Curzio Malaparte escribiría un ensayo sobre ambos, describiéndolos así: “Gino es hijo de la fe y Fausto, del librepensamiento”. Bartali era el ídolo del sur de Italia. Coppi, de las regiones industriales del norte. En el Giro de 1946, el primero tras la Segunda Guerra Mundial, una inscripción grabaría en piedra aquella rivalidad: “Viva Coppi comunista, abbasso Bartali fascista”.