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Leopoldo Abadía

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Quiero ilusionarme

Una noche de octubre de 1963, en Boston, mi mujer y yo fuimos al cine y nos encontramos con Kennedy. Él había ido a un acto cerca y lo vimos a dos metros

Una noche de octubre de 1963, en Boston, mi mujer y yo fuimos al cine y nos encontramos con el presidente Kennedy. Él había ido a un acto cerca de allí, y lo vimos a dos metros. Majo, sonriente, con muy buena pinta.

Un mes más tarde, lo asesinaron. Aquella mañana yo había estado estudiando un rato en la biblioteca de la Harvard Business School y volvía a casa en mi coche, un Cadillac muy viejo que, cuando andaba, era una maravilla (con mucha frecuencia, no quería andar). Puse la radio y oí que el presidente, desde Dallas, "volverá a Washington some time in the morning". Llegué a casa, y nos pusimos a comer. Al cabo de un rato, José Antonio, otro profesor del IESE, nos llamó para darnos la noticia.

Han pasado 50 años. Aún me da pena. Como me da pena el asesinato de Bob Kennedy, 5 años después.

Leo cosas sobre el presidente. Parece que no hizo mucho, que no sacó adelante muchas leyes. Dicen que le gustaban las mozas. La suya era muy guapa. Debía de tener el corazón amplio.

Pero su asesinato todavía me da pena. Me da la impresión de que alguien nos quitó la ilusión, como alguien me quitó la ilusión de que Bob hiciera lo que no pudo hacer Jack.

Dos días después, llegamos a casa y Sofía, una chica de Viver de la Sierra, cerca de Calatayud que trabajaba en nuestra familia, nos dijo: "Ha pasado algo. Han matado a alguien". Ruby había asesinado a Oswald delante de las cámaras de televisión, en una escena de película mala con actores malos, pero con fuego real.

Mi mujer, de vez en cuando, es conspirativa. Nunca se creyó el informe Warren, que dictaminó que a Kennedy lo mató Oswald porque sí y que a Oswald lo mató Ruby porque le daba pena Jacqueline. Por cierto, hoy he leído que Oswald salía corriendo del edificio de Dallas desde donde había disparado y tropezó con un periodista que, como no había móviles, le preguntó dónde había un teléfono público. Y Oswald, que no debía de estar para muchas amabilidades, hasta tuvo la gentileza de indicarle una cabina cercana.

Acabo de sacar un libro nuevo y estoy de promo por España, diciendo lo bueno que es, para intentar convencer a la gente de que lo compre. Voy de radio en radio y de tele en tele. Me hacen muchas preguntas, algunas que sé contestar y otras de las que no tengo la más mínima idea. Si son de estas últimas, lo digo claramente y así no hago perder el tiempo a la gente.

Un periodista, ayer, me preguntó si, en la situación actual, nuestra actitud ha de ser de resignación o de indignación. Le contesté en seguida que, de resignación, nada. Que no me da la gana de formar parte de un rebaño de 47 millones de ovejas resignadas que esperan a que la Oveja Mayor les dé un pocode hierba. Indignación, por supuesto que sí, sobre todo para los que nos dijeron falsedades y aún tienen la cara de salir por la tele. Y no me estoy refiriendo a las famosas armas de destrucción masiva que nos enseñó Colín Powell con gran seriedad utilizando unas cuantas fotos trucadas, supongo que arregladas con Photoshop.

Me acuerdo del debate Pizarro-Solbes, que vi con mi familia en casa y en el que todos estuvimos de acuerdo en que Pizarro había ganado por goleada. Luego resultó que dijeron que no. Un periodista muy bueno, con quién estuve hace muy poco, decía que aquel día Solbes tuvo a su favor que tenía un ojo enfermo y daba pena.

Hombre, si para ganar debates no hace falta decir la verdad y sólo se necesita tener un ojo enfermo, es que somos una cuadrilla no de ovejas, sino de besugos. No quiero ofender a nadie, pero si alguien se ofende, allá él.

Indignación, claro. Pero vuelvo a Kennedy, porque no quiero que esta gente me quite la ilusión. Quiero una indignación ilusionada y exigente. Quiero que los que gobiernan y los que se oponen a los que gobiernan y los que pululan a su alrededor (me parece que esta frase ya la he dicho alguna otra vez, pero no se me ocurre nada nuevo) se miren al espejo y se pregunten dos cosas:

1.-¿Soy capaz de ilusionar a alguien, además de a mi santa/o mujer/marido que me ríe las gracias y me aplaude todas las chumineces que se me ocurren?

2.- ¿Pido a la gente de mi bancada que, por favor, no me aplaudan en el Congreso cuando me levante, diga una tontada y me siente?

A ver si os tomáis en serio la política, majos. Veo reuniones de partidos. Se lo pasan en grande, sobre todo los que ganan.Alguna de los que pierde se enfada y se va a Miami, pero no os preocupéis, volverá en seguida. Cuando les veo ""trabajando"" (pongo dos comillas a cada lado para que quede claro que de trabajo, nada) de esa manera y olvidándose de mi Patria (quizá no supieron nunca que existía), pienso: "¡Cuántos sueldos!".

Y luego vuelvo a pensar: estos chicos, fuera de eso que ellos llaman política y que, con muy buena voluntad, no pasa de politiquilla, si dejasen el jugueteo y mandasen su currículum a empresas normales, no a consejos de administración de premios al buen comportamiento, no se colocarían en toda su vida. Quizá, aprovechando la globalización, podrían encontrar algún empleo en Venezuela para ayudar a Maduro a descubrir rastros de Chávez o a ver palomitas transmisoras de mensajes.

¿Resignación? Exigencia. ¿Indignación? Exigencia. ¿Que no hay dinero? Sólo una pregunta: ¿por qué?

Y si la contestación es "porque he hecho el bobo todo lo que he podido", que lo digan.

Y ese día admitiré que sus colegas y los de la oposición les aplaudan.

A mí no se me verá, porque no estaré en el Congreso. Aplaudiré frenéticamente desde casa. Si me coge por la calle, me pararé y me pondré a aplaudir, aunque la gente piense que estoy como una cabra.

Porque seré una cabra ilusionada.

Una noche de octubre de 1963, en Boston, mi mujer y yo fuimos al cine y nos encontramos con el presidente Kennedy. Él había ido a un acto cerca de allí, y lo vimos a dos metros. Majo, sonriente, con muy buena pinta.

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