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El Papa que amó la libertad
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Federico Quevedo

Dos Palabras

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El Papa que amó la libertad

Desconozco el momento elegido por Dios para llamar a su presencia a Juan Pablo II, pero cuando escribo estas líneas, viernes, primeras horas de la tarde,

Desconozco el momento elegido por Dios para llamar a su presencia a Juan Pablo II, pero cuando escribo estas líneas, viernes, primeras horas de la tarde, parece evidente que el momento está próximo y toda la cristiandad se concentra en una unánime oración que acompañe el tránsito de su alma de este mundo al otro. No voy a ocultar que desde que las primeras informaciones de ayer por la mañana daban a entender que serían pocas las horas que separaran la vida del Papa de la muerte, me sobrecoge el corazón un sentimiento de tristeza y me embarga el alma una contenida emoción.

Soy católico, aunque como nos ocurre a la mayoría mi práctica deje mucho que desear, unas veces porque no siempre la Iglesia está lo suficientemente cerca de lo cotidiano, otras porque nosotros nos alejamos de lo divino. Sin embargo, a Juan Pablo II sí que le hemos sentido al lado de nuestras miserias, entregado a un infatigable amor hacia el individuo y su libertad, como nunca nadie antes había demostrado pasión igual hacia la grandeza de la naturaleza humana. El hombre es, sin duda, la obra cumbre de la Creación, y la libertad el mayor de los tesoros que el Creador puso en manos de su obra.

Libertad para seguir a Cristo, por supuesto, porque no puede entenderse ese amor a la libertad que ha llenado la intensísima vida de este hombre de nuestro tiempo sin asomarse, aunque sea un poco, a la extraordinaria demostración de Fé que ha sido su existencia, desde los primeros instantes en que decidió entregarse por los demás. Juan Pablo II ha sido, sin duda, un Papa adaptado al tiempo que le tocó vivir, un hombre que ha conocido la intransigencia del totalitarismo, que ha buscado a Dios en todo cuanto rodea al hombre, que ha llevado la Cátedra de Pedro más allá de las fronteras del Vaticano, hasta los últimos rincones de la tierra, y que ha hecho del ecumenismo la razón de su vida y de su Principado.

Por eso ayer, hoy, y los próximos días, el cielo se llenará de plegarias rezadas en todos los idiomas y elevadas a todos los dioses, porque un hombre bueno, un hombre santo, lo es igual para un cristiano que para un judío, un musulmán o un budista. Y quizás quienes más lloren su ausencia sean los jóvenes, hacia los que este Papa de 84 años ha mostrado una cercanía especial y entre los que despertaba auténtica pasión. La razón me la daba en cierta ocasión una chica de poco más de 20 años y la podrían suscribir millones de almas jóvenes en todo el mundo: “Nunca hubo en su boca una palabra de reproche hacia nosotros, y siempre hubo palabras de esperanza”.

“He tenido la oportunidad de experimentar personalmente las ‘ideologías del mal’. Es algo que nunca se borra de la memoria” escribía Karol Wojtyla, nacido en la localidad polaca de Wadowice el 18 de mayo de 1920, en la última obra publicada por el Santo Padre bajo el título de Memoria e Identidad. “Tanto los nazis durante la guerra como los comunistas después, en Europa Oriental, intentaban encubrir ante la opinión pública lo que estaban haciendo”.

La libertad fue la gran lucha en vida de Juan Pablo II, y el legado que dejará tras su muerte a la humanidad, porque sin ese amor increíble por la libertad del ser humano que condujo desde el principio su acción en la tierra, es imposible entender muchos de los cambios que en el mundo se han producido desde que inició su Pontificado. Un amor a la libertad no exento de compromiso: “Si soy libre, significa que puedo usar bien o mal mi propia libertad. Si la uso bien, yo mismo me hago bueno, y el bien que realizo influye positivamente en quien me rodea. Si, por el contrario, la uso mal, la consecuencia será el arraigo y la propagación del mal en mí y en mi entorno”.

Habrá quienes estos días aprovechen para lanzar un mensaje ignorante de rencor hacia la figura del Papa y el papel de la Iglesia. Es cierto, como decía al principio, que muchas veces ni siquiera los católicos sentimos cerca a nuestros pastores, y es verdad que a lo mejor la Iglesia necesita entre sus obispos y sus sacerdotes un recambio generacional para que quienes tienen el deber de guiar a las almas puedan entender las inquietudes que las acechan. A veces he tenido la sensación de que este Papa llegaba cien años antes de lo debido. El hablaba de paz, de amor, de compromiso, y clamó contra la violencia, la injusticia y el totalitarismo. Y, sinceramente, pocas veces escuchamos esos mensajes desde los púlpitos.

Juan Pablo II demostró que era posible ser apóstol en medio del mundo, y así era frecuente encontrarle al lado de iconos de la juventud como Bono –el cantante de U2-, Bob Dylan o La Niña Pastori, y disfrutar de la música, del arte, del cine, de la literatura... Entendió, también, la importancia de los medios de comunicación en su labor apostólica, y puede decirse que era el Papa de la Aldea Global. Por eso no comprenderé el reproche hecho desde la ignorancia de las cosas: Juan Pablo II ha sido un Papa que ha conocido la pobreza, la miseria, el sacrificio... y que ha luchado, como pocos lo han hecho, por un mundo más justo y más libre.

Desconozco el momento elegido por Dios para llamar a su presencia a Juan Pablo II, pero cuando escribo estas líneas, viernes, primeras horas de la tarde, parece evidente que el momento está próximo y toda la cristiandad se concentra en una unánime oración que acompañe el tránsito de su alma de este mundo al otro. No voy a ocultar que desde que las primeras informaciones de ayer por la mañana daban a entender que serían pocas las horas que separaran la vida del Papa de la muerte, me sobrecoge el corazón un sentimiento de tristeza y me embarga el alma una contenida emoción.