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El ‘sorpasso’ catalán y la eterna duda existencial del PP en la región
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Federico Quevedo

Dos Palabras

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El ‘sorpasso’ catalán y la eterna duda existencial del PP en la región

Los lectores se acordarán de una historia que creo haber contado en alguna ocasión. Hace años, antes de que Aznar llegara a la Presidencia del Gobierno,

Los lectores se acordarán de una historia que creo haber contado en alguna ocasión. Hace años, antes de que Aznar llegara a la Presidencia del Gobierno, el entonces líder del PP mantenía una intensa amistad con veterano portavoz de CiU en el Congreso, Josep Antoni Durán i Lleida, hasta el punto de que éste acudía aquellos veranos a Oropesa junto a su mujer para compartir días de vacaciones con el matrimonio Aznar-Botella. Por eso, el ex presidente decía que hablaba catalán en la intimidad, no porque lo hiciera realmente. Entonces, aunque en el PP se aborrecía a Jordi Pujol, el entendimiento con el nacionalismo moderado catalán era bastante fructífero, como se demostró cuando el PP ganó las elecciones del 96 por la mínima. Pero lo que me importa es recordar que de aquella amistad surgió una idea que pudo haber sido buena: la de separar a Unió Democrática de CiU e integrar en ella al PP, algo parecido a lo que ya existía en Navarra con UPN. Unió ponía el carné nacionalista y el PP la estructura.

Aquello nunca pasó de un simple dibujo en una servilleta. Luego se diluyó como un azucarillo en la medida que Unió ha seguido siendo rehén de sus propias contradicciones y de la coalición. Probablemente era una buena idea, pero no valían sucedáneos y, sin embargo, Aznar lo intentó enviando a Cataluña a Josep Piqué para que deshiciera el camino de Vidal Quadras –víctima propiciatoria del pacto con CiU- y buscara la equidistancia del nacionalismo de uno y otro lado. Los experimentos, dice el refrán, con gaseosa. El PP sólo tiene dos alternativas en Cataluña: o disolverse en Unió, o volver a buscar la identidad perdida el día que se sacrificó a Vidal Quadras. Fue la única vez que el PP soñó con el cielo en Cataluña, pero duró muy poco. Después de Piqué, cuya experiencia fue novedosa en términos políticos y catastrófica en términos electorales, seguramente Daniel Sirera era de las pocas personas que, como Vidal Quadras, podían encarnar ese espíritu del españolismo catalanista que tanto daño le hizo al PSC y a una parte del nacionalismo.

Si en estas pasadas elecciones generales en Madrid le hubieran dejado a Sirera hacer las cosas como él quería, probablemente hubiéramos podido comprobar hasta dónde llegaba el afán aventurero del nuevo líder del PP catalán. Sirera quería poner a Luis Ayllón de cabeza de lista por Barcelona, una apuesta ariesgada, pero llena de juventud y apasionamiento. En lugar de eso, Génova apostó por romper amarras con el españolismo más duro de los Fernández Díaz, pero sin atreverse a innovar, y optó por el perfil algo más bajo de Dolors Nadal. Y en política, a veces, es necesario correr riesgos. El resultado no ha sido del todo malo y, de hecho, Dolors ha mantenido el pabellón bien alto en Barcelona donde, finalmente, le han arrancado el escaño 154 a Convergencia i Unió, pero el hecho de que el PP mantenga el tipo a costa de que Cataluña, con todo lo que ha llovido, le siga dando la Presidencia del Gobierno a Rodríguez, no es suficiente y obliga a que en Génova 13 se reflexione seriamente sobre lo que hay que hacer allí.

De entrada, el PP tiene que tomárselo en serio, hacer una apuesta muy firme por su gente en Cataluña que, durante bastante tiempo –y lo he visto con mis propios ojos- se han sentido como huérfanos, abandonados de la Dirección Nacional, sin rumbo, sin ideas y sometidos a una política de exclusión brutal, hasta el punto de que las agresiones físicas a los militantes y dirigentes ‘populares’ son el pan nuestro de cada día. En cierta ocasión, un militante del PP de un pueblo gobernado por ERC me dijo que se sentían como los antiguos cristianos metidos en sus catacumbas, perseguidos, estigmatizados, agredidos física y moralmente. Que esto ocurra en un país democrático en pleno siglo XXI tiene narices, pero casi tiene más la escasa sensibilidad que a veces demuestra el PP de Madrid hacia sus organizaciones territoriales. En esta Legislatura, el PP debería volcarse con la organización que dirige Sirera, y hacerlo sin contemplaciones. En primer lugar, buscando un discurso consecuente con la estrategia del PP y con las necesidades que tiene en Cataluña. Y, en segundo lugar, apostando por su gente sin matices.

Es evidente que la estrategia de Piqué, aquella por la que apostó en su día Aznar cayendo en la condescendencia con el nacionalismo, era un error, aunque estuviera cargada de buenas intenciones. El españolismo exacerbado de los hermanos Fernández Díaz, aderezado con un nacionalcatolicismo de factura casi franquista, tampoco parece la mejor solución. Por el contrario, la búsqueda de un españolismo catalanista, un proyecto que ya inició Vidal Quadras con mucho éxito, puede abrirle al PP las puertas de un sorpasso que le permita convertirse en segunda fuerza política en Cataluña por detrás del nacionalismo. Se trata, simplemente, de combinar un discurso marcadamente liberal en lo social y económico, con un antinacionalismo muy definido en la defensa de la libertad y de la democracia. Es decir, romperle al PSC el discurso españolista, y dejar a los socialistas enfrentados al nacionalismo más radical, de donde es difícil que puedan seguir obteniendo facturas tan provechosas como las obtenidas hasta ahora.

Los lectores se acordarán de una historia que creo haber contado en alguna ocasión. Hace años, antes de que Aznar llegara a la Presidencia del Gobierno, el entonces líder del PP mantenía una intensa amistad con veterano portavoz de CiU en el Congreso, Josep Antoni Durán i Lleida, hasta el punto de que éste acudía aquellos veranos a Oropesa junto a su mujer para compartir días de vacaciones con el matrimonio Aznar-Botella. Por eso, el ex presidente decía que hablaba catalán en la intimidad, no porque lo hiciera realmente. Entonces, aunque en el PP se aborrecía a Jordi Pujol, el entendimiento con el nacionalismo moderado catalán era bastante fructífero, como se demostró cuando el PP ganó las elecciones del 96 por la mínima. Pero lo que me importa es recordar que de aquella amistad surgió una idea que pudo haber sido buena: la de separar a Unió Democrática de CiU e integrar en ella al PP, algo parecido a lo que ya existía en Navarra con UPN. Unió ponía el carné nacionalista y el PP la estructura.

José María Aznar Botella CiU