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Jaque al Clan de Valladolid
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Federico Quevedo

Dos Palabras

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Jaque al Clan de Valladolid

Fue, sin lugar a dudas, una de las épocas doradas del centro-derecha democrático español. Hace unos días, en la cafetería del Congreso de los Diputados, dos

Fue, sin lugar a dudas, una de las épocas doradas del centro-derecha democrático español. Hace unos días, en la cafetería del Congreso de los Diputados, dos ex de aquello que se llamó el Clan de Valladolid, se lamían las heridas mutuamente: “Con todo lo que hemos hecho por España, y así se nos paga”, decía uno. “Y encima, Génova mira para otro lado y no hace nada por defender algo que es patrimonio de todo el partido”, respondía el otro. En el fondo, el lamento era el mismo que un par de semanas antes de las elecciones, cuando arreciaban los primeros compases de la Operación Gürtel, exponía en el Comité Ejecutivo del PP –aquel en el que todos salieron detrás de Rajoy y que marcó un antes y un después en la vida inmediata del Partido Popular- la esposa del ex presidente José María Aznar y concejala de Medio Ambiente en el Ayuntamiento de Madrid, Ana Botella: “Hay que defender la historia de este partido, y sobre todo la que protagonizó José María Aznar”. Y no le faltaba razón porque era –y es- evidente el objetivo de aquellos que han puesto en marcha esta trama de tramas contra el PP: poner contra las cuerdas, cuestionar a toda una generación de dirigentes políticos del centro derecha que fue capaz de arrinconar a la izquierda e, incluso, ganar las elecciones con mayoría absoluta. Aquel tipo del bigote por el que nadie daba ni un duro, le arrebató el sillón de mando nada menos que a todo un tiranosaurio de la política: Felipe González.

José María Aznar y Ana Botella se rodearon en Valladolid de un grupo de políticos muy jóvenes, pero con una enorme ambición y ganas de dar la vuelta a una situación que amenazaba con enquistarse en la política española: la permanencia en el poder de un socialismo corrupto que había ocupado todas las parcelas del mismo e, incluso, había logrado sumar a su particular visión priista del sistema a una Alianza Popular incapaz de romper aquello que se llamó el techo de Fraga. Miguel Ángel Rodríguez –un joven periodista del Norte de Castilla, más bien tirando a ‘progre’-, Miguel Ángel Cortés –un hombre muy diferente a lo conocido hasta el momento en la política española, extraordinariamente culto y exquisito en las formas-, Guillermo Gortazar y su mujer, Pilar del Castillo –que fuera la única del grupo que se sentó en el Consejo de Ministros-, Carlos Aragonés –el circunspecto y sempiterno jefe de Gabinete de José María Aznar-, y el joven matrimonio formado por Jesús Sepúlveda y Ana Mato, inseparables del matrimonio presidencial, hasta el punto de que son los padrinos de Alonso Aznar Botella. A todos les unía un fuerte talante liberal, amor a su país y ganas de cambiar las cosas. A ese ‘núcleo duro’ se unieron más tarde José María Michavila y Eduardo Zaplana, aunque ya no venían de Castilla y León pero si del entorno liberal de la extinta UCD.

Ellos eran la Guardia Pretoriana de Aznar, los hombres en quien más confiaba, a los que encargaba las tareas más arduas y difíciles mientras los Cascos, Rato, Trillo, Rajoy, Arenas, etcétera se llevaban la gloria de ser las figuras emergentes y los que luego ocuparían los puestos de mayor responsabilidad, tanto en el partido como en el Gobierno. El Clan se circunscribía al partido y se ocupaba de la organización y la intendencia. En ese aspecto, la figura de Jesús Sepúlveda era clave, así como sus relaciones con el ahora tesorero del PP, Luis Bárcenas, José Antonio Bermúdez de Castro, ex secretario de Formación que provenía de la Democracia Cristiana, al igual que Tomás Burgos, integrado también en el equipo de Electoral. También formaba parte del grupo el nuevo alcalde de Pozuelo, Gonzalo Aguado, y, por supuesto, su ‘jefe’ de filas, Javier Arenas. Todos ellos juagaban al padel una semana sí y otra también y compartían gustos y aficiones. Pero quienes más enseñaban cierta predilección por lo oneroso y el lujo eran Bárcenas y Sepúlveda, lo que provocaba toda clase de rumores en la sede del PP de la calle Génova. En aquellos días la relación del Sepúlveda con su mujer, Ana Mato, comenzaba a enfriarse, pero eso es cuestión íntima en la que no merece la pena entrar.

Un exagerado tren de vida

Lo cierto es que el Jaguar de Jesús Sepúlveda y la relación que él y Bárcenas tenían con el cabecilla de la trama que investiga el juez Baltasar Garzón más allá de sus propias competencias, Francisco Correa, ha puesto a todo el grupo bajo sospecha. Ahora es fácil acordarse –y cualquiera de los periodistas que llevamos tiempo siguiendo al PP, desde que Aznar llegara a la cabeza del partido en 1989, somos testigos- de cómo Rodríguez discutía con Correa en los mítines, o de cómo Sepúlveda y Bárcenas salían de Génova con él, o cómo El Bigotes –que llegaría más tarde al tinglado-, estaba siempre en todas partes… Pero, sobre todo, lo que llamaba la atención era ese tren de vida por encima de lo que parecía debían ser las posibilidades de unos señores dedicados a la política, aunque no fueran en aquel momento funcionarios públicos. Muchas preguntas sin respuesta que ahora llevan a un “¿ves? Ya te lo decía yo, que con el sueldo de secretario electoral no daba para eso…” que desde el jueves circula por todas las plantas de Génova 13, en una especie de ensañamiento cruel contra un hombre que mientras estuvo allí siempre tuvo palabras amables para todos, y que fue amigo de quien quiso serlo suyo, y cuyo único pecado era querer lo mejor para su familia y para él, por encima incluso de lo que podría permitirse. Pero eso en política, se paga muy caro.

Se paga por una cuestión estética, porque en el caso que nos ocupa no hay delito mientras se circunscriba a la etapa en la que este grupo mandaba en Génova 13. Un secretario electoral del PP no es un funcionario público, ni el PP es una administración pública, por lo que ni él ni el partido están sujetos a las leyes que obligan a los funcionarios y las administraciones públicas, por lo que pueden contratar con quien quieran y al precio que quieran, y recibir los regalos que le convenga recibir si es que de verdad recibió alguno. Ni siquiera en la permuta de un coche –el BMW serie 5- por otro –el Jaguar S Type-, hay delito fiscal probado ni probable, puesto que se trata de una figura legal perfectamente amparada por la legislación vigente. Pero no es estético, y éste es el quid de la cuestión. Por eso, porque la relación que Jesús Sepúlveda tuvo con Francisco Correa no es estética en ningún caso, es por lo que el ya ex alcalde de Pozuelo ha dimitido de todos sus cargos y ha pedido la suspensión de militancia en el partido por el que ha dado todo y sin el que a sus 52 años es difícil que pueda encontrar un asidero al que agarrarse mientras el juicio sumarísimo de la prensa lo condena implacable y vilmente al exilio político y al ostracismo. Alguna autocrítica deberíamos de hacer los medios de comunicación cuando nos excedemos de nuestro papel de vigías del poder y, como recordaba el viernes mi querido Raúl del Pozo en Onda Cero, nos reunimos en las redacciones y sentamos en el banquillo de los acusados a presuntos inocentes antes de que lo haga quien debe de hacerlo, es decir, la Justicia.

Un Clan por otro Clan

Esta democracia demuestra una calidad ínfima y la prensa no está menos corrompida que aquellos a los que acusa de corrupción en sus portadas. Pero, dicho esto y volviendo al principio, lo cierto es que lo que aquí se está sustanciando es una causa general contra el Partido Popular y, sobre todo, contra una etapa del Partido Popular muy concreta, aquella que llevó a Aznar al poder y sus protagonistas. Es verdad que una vez ganadas las elecciones, el Clan de Valladolid perdió poder, sobre todo porque se quedó fuera de la estructura de Gobierno y se circunscribió al partido, y luego el Clan sería sustituido por otro de factura más corta pero igualmente ambicioso, aunque en este caso la ambición sí que tenía un trasfondo económico: el Clan de Becerril, los jóvenes cachorros que se integraron en el PP de la mano de Alejandro Agag, y a los que también tentó Correa y, en algunos casos, consiguió atraer a su red de mentiras hasta el punto de jactarse de controlarlos. Pero el juicio, fíjense, no es a estos últimos –aunque hay una intención clara de vincular a Agag con Correa hasta el punto de que Garzón intenta probar que es su testaferro-, sino a los primeros, porque representan lo que más odia la izquierda, el liberalismo y –sé que me van a criticar por decir esto- la decencia. Sí, la decencia, porque lejos del comportamiento personal de algunos, lo que siempre demostró ese grupo fue un exquisito cuidado con no convertir el partido en una maquinaria de hacer negocios, como sí hizo el PSOE del caso Filesa.

Por eso Rajoy insiste tanto en que lo único que no se podrá demostrar es, precisamente, lo que la instrucción pretende conseguir: culpar a esa etapa y a esos protagonistas de financiación ilegal del PP. Un delito del que participaría el propio Rajoy puesto que en aquella época era el Secretario del Área Territorial. Van a por el Clan, pero también van a por Rajoy. De ahí el esfuerzo por implicar a Ana Mato a través de su ex marido. ¿Hasta dónde se puede enmugrecer la vida política? Parece que no hay límites a la visceralidad con la que unos actúan contra los otros, sin que eso vaya en perjuicio de una necesaria limpieza de la vida pública y de la vida interna de los partidos políticos. Pero, fíjense, aquí se ha abierto un juicio sumarísimo contra una serie de gente a la que se ha puesto bajo sospecha sin razón alguna y sin que haya base legal para hacerlo. ¿Es que Michavila ha cometido algún delito? No, y sin embargo se ha mancillado su nombre, su trabajo y su vida como si fuera un Madoff cualquiera. Tampoco lo ha cometido Sepúlveda, al menos que se sepa, y sin embargo lo único que falta es ajusticiarlo de madrugada en la Plaza Mayor de Pozuelo de Alarcón para orgía de satisfacción de una izquierda en cuya alma solo anida el resentimiento.

De lo único que cabe responsabilizar al PP es de no darse cuenta a tiempo de qué clase de personaje era el tal Correa, y de hasta dónde llegaba su capacidad para pervertir todo lo que estaba a su alrededor, incluidas personas que hasta ese momento daban fe de un comportamiento honesto. Por eso, lejos de lamentarse y de ver en todo esto una operación contra el PP –que lo es-, Rajoy debería hacer un gesto y apartar del partido a todos aquellos que en su día tuvieran algo que ver, más allá de una relación de despacho, con Francisco Correa, si no quiere encontrarse más jaguars en las portadas de los periódicos. Aunque sea de manera temporal, hasta que la justicia aclare todo esto, pero que nadie pueda decir que el comportamiento del PP es igual que el que tuvo en su momento el PSOE cuando con Felipe a la cabeza iban todos a la puerta de la cárcel a despedir a Vera y Barrionuevo. Los alcaldes del PP que han dimitido han demostrado un comportamiento ejemplar, y lo único que cabe esperar es que cuando la justicia demuestre, si es que lo hace, su inocencia, el partido les rehabilite en sus cargos y la opinión pública les devuelva la dignidad que ahora les ha robado sin respetar su derecho a la legítima defensa. Y por una vez, y a pesar de todo lo que ha caído desde que Rajoy perdiera las elecciones, la nueva Dirección debería hacer un gesto de reconocimiento hacia aquellos que llevaron al Partido a la mayor de sus conquistas, al menos por ahora.

Fue, sin lugar a dudas, una de las épocas doradas del centro-derecha democrático español. Hace unos días, en la cafetería del Congreso de los Diputados, dos ex de aquello que se llamó el Clan de Valladolid, se lamían las heridas mutuamente: “Con todo lo que hemos hecho por España, y así se nos paga”, decía uno. “Y encima, Génova mira para otro lado y no hace nada por defender algo que es patrimonio de todo el partido”, respondía el otro. En el fondo, el lamento era el mismo que un par de semanas antes de las elecciones, cuando arreciaban los primeros compases de la Operación Gürtel, exponía en el Comité Ejecutivo del PP –aquel en el que todos salieron detrás de Rajoy y que marcó un antes y un después en la vida inmediata del Partido Popular- la esposa del ex presidente José María Aznar y concejala de Medio Ambiente en el Ayuntamiento de Madrid, Ana Botella: “Hay que defender la historia de este partido, y sobre todo la que protagonizó José María Aznar”. Y no le faltaba razón porque era –y es- evidente el objetivo de aquellos que han puesto en marcha esta trama de tramas contra el PP: poner contra las cuerdas, cuestionar a toda una generación de dirigentes políticos del centro derecha que fue capaz de arrinconar a la izquierda e, incluso, ganar las elecciones con mayoría absoluta. Aquel tipo del bigote por el que nadie daba ni un duro, le arrebató el sillón de mando nada menos que a todo un tiranosaurio de la política: Felipe González.