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No soy yo quien tiene que pedir perdón
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Federico Quevedo

Dos Palabras

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No soy yo quien tiene que pedir perdón

Coincidiendo con las cabalgatas de los Reyes Magos, se ha vivido una explosión de cristianofobia fanática y fundamentalista por parte de sectores muy radicales de izquierda vinculados a Podemos

Foto: Los Reyes Magos participan en la cabalgata por las calles de Valencia. (EFE)
Los Reyes Magos participan en la cabalgata por las calles de Valencia. (EFE)

Si yo viviera solo y nadie más dependiera de mí, todo esto me daría exactamente igual. Me resbalaría, como se dice vulgarmente. Pero no es así: tengo una familia, niños pequeños, y temo por su integridad. Y tengo razones más que sobradas para hacerlo. A lo largo de mi carrera como periodista he vivido muchas situaciones complicadas, pero ninguna como la que vengo sufriendo desde el pasado lunes. No es la primera vez que escribo sobre los riesgos que tiene la sobreexposición que como periodistas tenemos en las redes sociales, que en sí mismas son un marco incomparable para las epidemias de fanáticos de todo tipo que amparados en el anonimato se creen con derecho a soltar en 140 caracteres todo el veneno que llevan dentro.

El problema es que si el ‘riesgo’ estuviera limitado única y exclusivamente a la red, no habría por qué preocuparse más allá de lo justo, pero tenemos ya demasiados ejemplos de cómo, espoleados por la jauría, algunos lobos solitarios deciden dar un paso más y pasar de la agresión verbal a la física. El caso más reciente fue el puñetazo que uno de estos lobos solitarios le propinó a Mariano Rajoy en plena campaña electoral. Y Rajoy lleva escolta.

No es la primera vez, insisto, que vivo una situación parecida: con referencia a algunos artículos y opiniones mías sobre la lucha contra el terrorismo y el papel de las víctimas, ya sufrí una campaña bastante dura en la que recibí amenazas de agresión física. También lo fue, aunque sin llegar a ese extremo, la que me dedicaron los podemitas tras una entrevista a Juan Carlos Monedero en un programa de Telecinco, cadena que se acobardó ante la avalancha de fanáticos decididos a lincharme laboralmente. Objetivo conseguido.

Ha habido otras menores, pero esta que estoy sufriendo a lo largo de toda la semana, desde que el pasado lunes apareciera en mi blog un 'post' sobre la cabalgata republicana de Valencia, está siendo especialmente dura y me hace temer otro tipo de consecuencias a la vista de algunas de las amenazas que he recibido. El origen de esto, como digo, es un 'post' del pasado lunes del que no retiro ni una palabra, a pesar de que a raíz de la campaña de acoso se decidiera -sin preguntarme- borrar la descripción de “gordas y feas” que yo había dedicado a las tres lo que fueran -porque siendo una cabalgata republicana, he pensado que no tiene sentido llamarlas reinas- protagonistas del acontecimiento.

Ni lo retiro ni pido perdón. Primero porque cualquiera que me conozca sabe de sobra que jamás en mi vida se me ocurriría criticar a nadie, sea mujer, hombre o animal, por su aspecto físico, ni lo he hecho nunca. Si esta vez, como excepción que confirma la regla, he traído al caso tales adjetivos descriptivos no ha sido por otra razón que por la de contextualizar lo grotesco de la escena que se vivió ese día en las calles de la capital del Turia y en el balcón de su ayuntamiento, para vergüenza de cientos de miles de valencianos.

Pero el caso es que estas navidades, y sobre todo en los últimos días, coincidiendo con las cabalgatas de los Reyes Magos, se ha vivido una verdadera explosión de cristianofobia fanática y fundamentalista por parte de sectores muy radicales de la izquierda vinculados a Podemos y sus satélites. No hay más que ver los perfiles de todos aquellos que, perfectamente orquestados al grito de contra mí, me han dedicado su más extenso diccionario de lindezas. Pero es en ese contexto de cristianofobia en el que hay que enmarcar esta campaña de acoso, y no en otro. No es una cuestión de feminismo, por más que alguno quiera llevarlo a ese terreno, sino de animadversión, cuando no de odio, hacia lo que representan determinados valores que yo, humildemente, comparto.

Si acaso, me arrepiento de dos cosas, es verdad, y no por ellos sino por todos esos seguidores míos que se merecen mucho más respeto que el que la jauría de fanáticos ha demostrado tener: una, haber respondido (a veces de malos modos) a buena parte de los que me insultaban, una reacción impropia fruto de la saturación… Y dos, un tuit provocador que, fruto también de la indignación, nunca debió haber salido del teclado de mi ordenador. Pero, dicho eso, nada de todo ello merecía que se me obsequiara con un linchamiento brutal y se me amenazara una y otra vez con hacerme daño a mi y a mi familia, de manera directa o indirecta -el clásico “ojalá…”-, pero sin duda atemorizante.

Probablemente todos seamos un poco responsables de este clima de crispación que se ha ido instalando en nuestra sociedad

Lo sería menos si viviéramos escenarios políticos distintos, pero a nadie se le escapa que la realidad actual de España lleva a un cierto clima de enfrentamiento que debería empezar a preocupar a quienes tienen en su mano la posibilidad de atajarlo. Y no estoy exagerando, porque de hecho si escribo esto, es porque alguien que sabe de esto más que muchos de nosotros me ha dicho que algunas de esas amenazas debo tomármelas en serio.

¿Por qué hemos llegado hasta aquí? No lo se, la verdad… Probablemente todos seamos un poco responsables de este clima de crispación que se ha ido instalando en nuestra sociedad, hasta el extremo -un tanto irónico- de que hayan aparecido 'apps' para el móvil que detectaban los temas de conversación que debíamos obviar en las reuniones familiares de estas navidades. Puede parecer gracioso, pero no lo es tanto, porque cuando las sociedades se fracturan después es muy difícil volver a reconstruir un clima de convivencia aceptable. Cierto, también, que lo que se vive en las redes sociales no es lo que se vive en las calles y las casas, pero ¿y si son un termómetro adelantado?

Si yo viviera solo y nadie más dependiera de mí, todo esto me daría exactamente igual. Me resbalaría, como se dice vulgarmente. Pero no es así: tengo una familia, niños pequeños, y temo por su integridad. Y tengo razones más que sobradas para hacerlo. A lo largo de mi carrera como periodista he vivido muchas situaciones complicadas, pero ninguna como la que vengo sufriendo desde el pasado lunes. No es la primera vez que escribo sobre los riesgos que tiene la sobreexposición que como periodistas tenemos en las redes sociales, que en sí mismas son un marco incomparable para las epidemias de fanáticos de todo tipo que amparados en el anonimato se creen con derecho a soltar en 140 caracteres todo el veneno que llevan dentro.

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