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Jugando con fuego
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José Luis González Quirós

Dramatis Personae

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Jugando con fuego

Jugar con fuego no sería peligroso si no fuera porque, con frecuencia, el divertimento suele acabar mal. Ahora menudean los que piensan que los españoles estamos

Jugar con fuego no sería peligroso si no fuera porque, con frecuencia, el divertimento suele acabar mal. Ahora menudean los que piensan que los españoles estamos empezando a jugar con fuego. Tal vez se equivoquen, pero da que pensar que a estas alturas de la historia haya gente deseosa de rebobinar las guerras del abuelo, repitiendo sus frases, consignas y bravatas. Ahí hay un rescoldo de odio y de muerte que había dejado de ser una amenaza, pero que algunos parecen empeñados en avivar. Lo malo del fuego es que puede acabar extendiéndose, independientemente de la voluntad de quien quiere controlarlo, de manera que pueden bastar unos pocos dándole a la antorcha para que el panorama se torne incandescente.

La sombra de la discordia civil vuelve a hacerse presente cada vez que los políticos deciden no ahorrarnos un exabrupto, cada vez que renuncian a la contención, cada vez que consideran que su oficio es la persecución, el acoso y derribo del adversario sin importar medios ni principios. Si los ciudadanos respondiesen a esa machacona y torpe política con el desdén, no habría problema alguno, por más que la belicosidad de los líderes busque acentuar la agresividad de los hooligans con menos cerebro. Cuando la lucha sin cuartel se adueña del panorama, la democracia acaba pareciendo una cosa degenerada y estéril. Es paradójico que sigan alabando retóricamente a la democracia quienes pretenden, en el fondo, una lucha más integral y sin reglas, una vía para aniquilar al adversario.

Nuestras dos grandes fuerzas políticas deberían ser muy exigentes y alejarse de los esquemas maniqueos, pero, desgraciadamente, el sentido bélico con el que se afrontan las campañas ayudará poco en los próximos meses. Se impone Goebbels, la propaganda a todo trapo, la demonización del adversario, su sacrificio en el altar del triunfo de los ideales que le son ajenos. Goebbels decía que la propaganda era buena siempre que resultase efectiva, sin importar para nada que fuese inteligente o necia. La idea, muy coherente tratándose de un nazi, debería hacer saltar todas las alarmas cuando quien la sostiene supuestamente pertenece a un defensor de la democracia liberal.

Habría que preguntarse por las razones de este nuevo prestigio de la violencia y el radicalismo entre nosotros. Estamos, sin duda, ante un asunto complejo, pero me parece que hay una que tiene la importancia suficiente como para ser destacada. Frente a los conflictos, la joven democracia española ha tendido, en general, a apostar de una manera tan decidida como ingenua por el apaciguamiento, en lugar de centrarse, por encima de todo, en la defensa de nuestros intereses y principios. La enseñanza que de ello se puede extraer es bien simple: la violencia es rentable, el Estado no se atreve al empleo de la fuerza legítima, el Estado es débil y cobarde. Cualquiera que eche la vista atrás verá cómo, desde la vergonzosa salida del Sahara hasta nuestra marcial retirada de Irak, hemos cedido siempre (con una mínima excepción) ante la amenaza exterior.

La misma estrategia, en el fondo, se ha aplicado en el caso de terrorismo, de modo que serán pocos los que se atrevan a afirmar que el terrorismo no ha obtenido ya las rentabilidades políticas, indirectas, pero obvias, que buscaba. Con unos u otros motivos, hemos superado ampliamente los límites razonables de la rehabilitación personal de quienes han protagonizado crímenes en el pasado, convirtiéndoles en respetables pacifistas e incluso en héroes, cosa que ahora está empezando a suceder en Cataluña y en el País Vasco, donde a notorios criminales se les ha dedicado una calle.

Decía Maquiavelo que “un hombre que quiera en todo hacer profesión de bueno fracasará necesariamente entre tantos que no lo son”. La democracia española ha escogido con frecuencia el curioso sistema consistente en lanzar bravatas para proceder inmediatamente a entregar el botín al adversario, una lección que muchos se han aprendido de memoria. El viejo Theodore Roosevelt recomendaba, por el contrario, hablar con suavidad y empuñar un buen garrote, si de lo que se trata es de llegar lejos. Nosotros, sencillamente, hemos decretado que el garrote es antiestético y que los nuestros sirven para curar heridos y salvar focas (a pesar de lo cual seguimos comprando tanques, supongo que más que nada por tradición), cuando según nuestros más prestigiosos pensadores del momento deberíamos gastar ese dinero en ambulancias y otros gadgets para ayudar a ese tercer mundo que tanto nos ama y respeta. Dicho lo cual, sería realmente pintoresco que los enemigos de fuera (aunque gente hay empeñada en no verlos) no nos hubiesen perdido completamente el respeto.

De fronteras para adentro el panorama es idéntico. Los que gritan no tienen por qué tener razón, pero suelen acabar llevándose el gato al agua, de manera que no habría que extrañarse si apareciesen émulos de ETA y de sus fámulos (obviamente antifascistas) en más de una ciudad.

Algunos pueden pensar que es mejor exorcizar la violencia a base de lenguajes belicistas y maneras efectivamente conejiles, una receta sin duda excelente para pacifistas integrales, consecuentes y kantianos, pero escasamente práctica ante personas menos integras. El lenguaje maniqueo acaba pervirtiendo las maneras civiles y la carencia de cualquier forma de respeto por nuestra propia nación, por nuestras instituciones y derechos, nos convierten en terreno abonado para cualquier clase de gentes sin escrúpulos, dispuestos a proclamarse parte de la famélica legión. Estamos, efectivamente, jugando con fuego y habría que saber poner límites tanto a la belicosidad verbal como a la cobardía de hecho. De no rectificar pronto, lo lamentaremos.

*José Luis González Quirós es analista político y escritor

Jugar con fuego no sería peligroso si no fuera porque, con frecuencia, el divertimento suele acabar mal. Ahora menudean los que piensan que los españoles estamos empezando a jugar con fuego. Tal vez se equivoquen, pero da que pensar que a estas alturas de la historia haya gente deseosa de rebobinar las guerras del abuelo, repitiendo sus frases, consignas y bravatas. Ahí hay un rescoldo de odio y de muerte que había dejado de ser una amenaza, pero que algunos parecen empeñados en avivar. Lo malo del fuego es que puede acabar extendiéndose, independientemente de la voluntad de quien quiere controlarlo, de manera que pueden bastar unos pocos dándole a la antorcha para que el panorama se torne incandescente.