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La boda `pepera´ de Carlos Aragonés y Lucía Figar, con el `clan de Valladolid´ en el banquillo... de los testigos
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La boda `pepera´ de Carlos Aragonés y Lucía Figar, con el `clan de Valladolid´ en el banquillo... de los testigos

El pasado viernes a mediodía, en la iglesia de un lugarejo madrileño llamado Fuente el Saz del Jarama, se casó, por fin, Carlitos Aragonés, ese hombre

El pasado viernes a mediodía, en la iglesia de un lugarejo madrileño llamado Fuente el Saz del Jarama, se casó, por fin, Carlitos Aragonés, ese hombre tan fino que “nunca se ponía al teléfono”, el San Bernardo de Aznar cuando moraba en La Moncloa, aquel a quien una mañana el presidente acariciaba y otra le castigaba sin galletas.

La novia era una bella e inteligente mujer de 32 años, Lucía Figar, que ocupa el flamante cargo de consejera de Inmigración de la Comunidad de Madrid. Tan blanca y radiante iba la novia que los invitados de mayor edad, mientras la contemplaban, le sacaban parecido con la emperatriz Soraya de Persia, y alguno hubo de gusto refinado que en voz baja afirmó que aún más bella que la novia era la madre de la novia, la señora de Figar. La genética y la meteorología son las dos únicas dictaduras que jamás podrán ser derrotadas.

Si hubiera que escoger, al margen de los novios, a un protagonista de la ceremonia religiosa, ése sería, casi con seguridad, el sacerdote, tío del novio, que ofició la ceremonia y se largó la siguiente perla en su homilía: “Cuando a tus 49 años, Carlos”, dijo el eclesiástico, “ya no esperabas nada y tan solo sobrevivías, apareció Lucía, tu último tren”.

La ironía del clérigo provocó una cascada de sonrisas y también alguna que otra meditación. Los políticos del PP presentes en el acto comenzaron a caer en la cuenta de que, tras más de 20 años en coche oficial, y a punto de rebasar la cincuentena, aquella ceremonia venía a representar un cambio generacional en el que los más jóvenes, representados por la novia, recogían la antorcha del otrora famoso y poderoso clan de Valladolid, al que pertenece el novio, y ante cuya potestad hincaban su rodilla en los 90 banqueros, empresarios, modelos, cuentistas, comisionistas y obispos varios.

En efecto, varios de los testigos del novio -Aznar, Zaplana, un menguado Miguel Ángel Cortés y un desubicado Arturo Moreno-, miembros del antiguo clan de Valladolid, se sentaban en el banquillo... de la iglesia como testigos de Aragonés. Junto al clan se acomodaba también gente como Jorge Moragas o el gran Antonio Fontán, padre político del grupo del novio.

Los testigos de la novia se solazaban en los bancos de enfrente, lozanos hombres y mujeres ajenos a la política, liberados de ese gesto entre arrogante y cetrino que suele acompañar a los políticos cuando salen de sus casas.

Tras la ceremonia, los novios e invitados -Rajoy, Agag, la inevitable Anita Botella, Espe Aguirre y Fernando Bornos, el niño Acebes, Gabriel Elorriaga, Michavila, Ana Pastor, Matas, Juan Costa, Luis Herrero, Gaby Cisneros, Baudilio Tomé, Juanjo Güemes y un largo etcétera-, se trasladaron a la finca de Soto Manzaneque, un palacete de caza que pertenece al actual duque de Alburquerque y que suele alquilarse a precios equitativos en razón a los 30 kilómetros que le separan de Madrid.

Mientras los invitados departían amigablemente, un grupo de periodistas hacía el recuento, el who is who de la fiesta... Todo iba bien hasta que, de pronto, alguien advirtió la ausencia de Paco Cascos, de Alfredo Timermans, de Javier Arenas y de Lasquetty. Y, naturalmente, la de Rato, el gran enemigo de Aragonés en Moncloa. También faltaba el antiguo gurú de Aznar y actual pitoniso de Mariano, el brujo Arriola. En una palabra: en la boda de Carlitos estaba el PP de Cartilos. Y punto en boca.

En la mesa presidencial, junto a los contrayentes, tomaron asiento Aznar y Zaplana, pero los más sabrosos comentarios sobre el futuro político, amén de alguna que otra reflexión sobre el pasado, pudieron oírse, sin embargo, en las mesas adyacentes, donde Florentino Pérez (siempre ansioso por conocer futuros ministros de Fomento) y María del Pino, hija del fundador de Ferrovial, manejaban los cubiertos como si fueran palas de cavar zanjas que, en el caso de Manolo Pizarro, parecían sables de acero catalán con los que defenderse del enemigo.

En una mesa de la periferia, un empresario se lamentaba de que Carlos, Aznar y el ausente Arriola se hubieran equivocado de manera tan clamorosa aquella trágica mañana del 11-M. “Si hubieran usado el sentido común en lugar de la arrogancia, y hubieran acudido desde el primer momento a Atocha, tal vez el PSOE seguiría en la oposición. Todos podemos equivocarnos, pero sólo en los momentos difíciles el hombre se muestra tal cual es en realidad”. Como decía Marcel Proust, “impulsados por un estado mental destinado a no durar, tomamos nuestras decisiones más irrevocables”.

El pasado viernes a mediodía, en la iglesia de un lugarejo madrileño llamado Fuente el Saz del Jarama, se casó, por fin, Carlitos Aragonés, ese hombre tan fino que “nunca se ponía al teléfono”, el San Bernardo de Aznar cuando moraba en La Moncloa, aquel a quien una mañana el presidente acariciaba y otra le castigaba sin galletas.