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Cristina Falkenberg

El Valor del Derecho

Por
Cristina Falkenberg

Entre la Casa Blanca y el Vaticano

Así se llama el libro de Rafael Navarro-Valls presentado en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (de la que es Académico numerario y Secretario General)

Así se llama el libro de Rafael Navarro-Valls presentado en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (de la que es Académico numerario y Secretario General) el pasado 21 de febrero. En estos tiempos de mediocridad políticamente correcta es fácil perder la perspectiva de las cosas. Acerquémonos pues a los dos mayores centros de poder del mundo: la Casa Blanca, por razones evidentes, y el Vaticano, como superpotencia diplomática que es. La presentación, de lo más jugosa, estuvo a cargo del Presidente de la Corporación, Landelino Lavilla, el catedrático Jorge de Esteban, el diplomático Javier Rupérez, el embajador de España ante de la Santa Sede Francisco Vázquez y el autor, conocido por sus excelentes fuentes de información, su amplia cultura y experiencia, su tremenda inteligencia y (consecuente) fino sentido del humor.

Pero el libro, Entre la Casa Blanca y el Vaticano (publicado por Ediciones Internacionales Universitarias - Eunsa) no sólo nos acerca a estos dos centros de poder (y de paso a lo que se cuece por el mundo) sino que tiene unas partes tercera y cuarta, donde Navarro-Valls despliega todo su virtuosismo como jurista, interesando a esta columna. Vaya por delante que ambas son un grito por la libertad y un manifiesto a favor de la clarividencia.

La parte tercera se titula 'Justicia en tensión' y toca temas tan sensibles como las objeciones de conciencia, la homosexualidad y el Derecho y la justicia y la libertad de expresión. La parte cuarta se titula 'Laicidad y laicismo', una distinción que no es de carácter académico pero que conviene hacer, porque mientras una es presupuesto de la libertad, la otra supone la tiranía.

La imperiosa necesidad de un estado laico… no laicista

Cierto: el Estado ha de ser laico. Sólo el Estado laico “garantiza a todos el espacio para proponer libremente su concepción del hombre y de la vida social”. En el caso de España, la palabra “garantizar” es además la palabra correcta porque el artículo 16.1 de nuestra Constitución dice que “se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto…” lo cual no quiere decir que simplemente se tolerará, sino que de manera activa, el Estado, a través los poderes públicos, se asegurará de que cada uno pueda creer lo que le plazca sin que otro se lo impida. “Pero si lo que pretende el Estado laico es imponer por vía mediática o legislativa la ideología propia de algunos gobernantes, entonces está dejando de ser laico: se transforma en un Estado propagandista”, dice Navarro-Valls, “lo cual es no sólo una contradicción jurídica; es sobre todo un ingenuo error”.

Últimamente, bajo el rótulo del Estado laico lo que nos hemos encontrado no es una garantía de la libertad ideológica de cada uno, sino justo lo contrario: un estado laicista, una especie de “teocracia sin dios”, un Estado ideocrático y tiránico, una posición que “olvida que un Gobierno puede dirigir la sociedad, pero no puede crearla. […] El problema estriba en que algunos sectores políticos entienden que el Estado debe resumir en sí todas las verdades posibles [...transformándose en…] custodio de un determinado patrimonio moral (que suele coincidir con los llamados nuevos valores emergentes) y que le confiere poderes ilimitados. Esta visión recuerda al estado teocrático… una variante de la pretensión del emperador en los tiempos de Roma o de la sacralización del poder en el medievo”. Algo que uno querría tener por superado aunque sólo sea porque recién salidos de una Dictadura los españoles nos dimos una Constitución que proclamaba como valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico la libertad… y el pluralismo político (por si alguien no tenía claro que la libertad también abarcaba éste). Y conviene no olvidarse de que el laicismo ha traído algún que otro genocidio en Europa, mientras que han sido las religiones las que han impulsado últimamente a millones de seres humanos a oponerse a ciertas tiranías.

El problema de la ideología es que para ella la realidad no es la que es, sino la que ella quiere que sea, aunque para ello haya que retorcer la ciencia y la evidencia. Y como decía Quinto Séptimo Severo y cita nuestro autor: “Hay dos clases de ceguera que se combinan fácilmente: la de aquellos que no ven lo que es y las de los que ven lo que no es”.

Los crucifijos y la herencia judeo-cristiana

Sería deseable que la distinción entre laicidad y laicismo hubiese estado siempre clara en nuestra jurisprudencia. Para el Consejo de Estado Italiano los crucifijos en las escuelas eran “un símbolo idóneo para expresar el elevado fundamento de los valores civiles” y por representar en Occidente los valores de tolerancia, respeto recíproco, valoración de la persona y afirmación de sus derechos. Distinta visión han tenido a veces nuestros jueces, en base a cuyas sentencias llevadas al extremo “pudiera ocurrir que alguien pidiera la abolición de [las vacaciones de Semana Santa o Navidad] (con el consiguiente trastorno para legítimos intereses sindicales)” dice Navarro-Valls, “o en una legislación de Registro Civil que vetara la inscripción de nombres… con reminiscencias religiosas”, por ejemplo “José Luis y Juan Carlos”.

Y es que en efecto, no cabe olvidar que las tres colinas sobre las que se asienta Europa son la Acrópolis —esquemas aristotélicos según los cuales pensamos—, la del Capitolio —Derecho romano según el cual funcionamos— y la del Gólgota —“pues la ética que informa derecho, pensamiento y moral es la cristiana”, dice el autor. Cierto es, pues “la tradición judeo-cristiana ha aportado a Europa el básico patrimonio común de derechos fundamentales que hoy la estructura,—. Los derechos del hombre no comienzan con la Revolución Francesa, sino que hunden sus raíces en aquella mezcla de hebraísmo y cristianismo que configura el rostro psicológico y social de Europa”, y así ocurre que la Carta de Derechos Fundamentos de la Unión Europea que el Tratado de Lisboa hace vinculante, hace depender lo que llama el “patrimonio espiritual y moral”… “de los valores indivisibles y universales de dignidad humana, de libertad, de igualdad y de solidaridad.”

Fue el cristianismo el primero que enseño la igualdad de naturaleza de todos los hombres y fueron las órdenes religiosas las que durante siglos antes del advenimiento de ninguna democracia moderna, cultivando los valores “republicanos” de libertad, igualdad y fraternidad, habían desarrollado sistemas de elección democrática de sus representantes y dirigentes, y de control del ejercicio de su poder frente a los demás miembros de la orden. Ahí están documentos tan expresivos como la Carta Caritatis de la Orden del Císter (más o menos sobre el año 1120).

Memoria, conocimiento y orden en las ideas: es lo que se pide… que no es poca cosa habida cuenta de la dispepsia intelectual que tantos padecen y parecen empeñados en que los demás tengan que compartir. Porque si algo exige el Derecho, como abstracción que es, es una cabeza clara.

Así se llama el libro de Rafael Navarro-Valls presentado en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (de la que es Académico numerario y Secretario General) el pasado 21 de febrero. En estos tiempos de mediocridad políticamente correcta es fácil perder la perspectiva de las cosas. Acerquémonos pues a los dos mayores centros de poder del mundo: la Casa Blanca, por razones evidentes, y el Vaticano, como superpotencia diplomática que es. La presentación, de lo más jugosa, estuvo a cargo del Presidente de la Corporación, Landelino Lavilla, el catedrático Jorge de Esteban, el diplomático Javier Rupérez, el embajador de España ante de la Santa Sede Francisco Vázquez y el autor, conocido por sus excelentes fuentes de información, su amplia cultura y experiencia, su tremenda inteligencia y (consecuente) fino sentido del humor.