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Crecer con optimismo
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Miriam González

En versión liberal

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Crecer con optimismo

El tiempo nos dirá si progresan más las generaciones como la mía, que nacen en un momento optimista, o las que, como la de nuestros hijos, nacen en uno pesimista

Foto: Foto: iStock.
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Desde hace unos días, no logro dejar de pensar en mi época universitaria. No por nostalgia, sino porque mi hijo mayor acaba de irse a la costa este de los Estados Unidos para empezar sus cuatro años de carrera. Después de dejarle allí (y tras recuperarme de la llorera que me dio al cerrar la puerta, que me produjo hasta hipo), no pude evitar recordar aquel primer día en que mis padres me llevaron en coche desde mi pueblo, Olmedo, hasta la Universidad de Valladolid. Apenas 45 kilómetros de recorrido, que a mí en ese momento me parecieron un mundo. Una minucia, comparados con las cinco horas de vuelo que hice con mi hijo.

Corría el año 1986 y las cosas no podían ser más distintas de lo que son ahora. En Occidente, y sobre todo en España, había un subidón de optimismo. Mi generación creció durante esa ilusionante etapa que fue la Transición, aunque todavía fuésemos demasiado jóvenes para participar de verdad en ella. De ahí pasamos a ver cómo España crecía, su integración en la OTAN y en Europa, el reconocimiento internacional con la Expo y los Juegos Olímpicos. Luego empezó a caer la economía, pero nos recuperamos pronto y enseguida ‘España iba bien’.

No era solo ingenuidad de juventud, era la consecuencia de haber nacido en una época optimista

Casi todo eran buenas noticias: la caída del muro de Berlín, la reunificación de Alemania, la liberalización multilateral del comercio, la ampliación de la Unión Europea. Los coches de nuestras familias iban mejorando, durante las vacaciones los españoles empezaron a viajar al extranjero, nos empezaron a interesar los idiomas, y cosas de las que antes solo disfrutaban unos pocos empezaron a estar al alcance de casi todos. Aunque entonces no nos dábamos cuenta, crecimos pensando que las cosas siempre iban a ir a mejor. Incluso cuando descubrimos que el ‘España iba bien’ era en realidad un juego de espejos y sombras, y al terrorismo etarra se le unió el islámico, seguimos creyendo que al final todo se solucionaría. No era solo ingenuidad de juventud, era la consecuencia de haber nacido en una época optimista.

Qué distinto todo ello del mundo al que se enfrentan ahora estos jóvenes universitarios. Una generación que durante los últimos 12 años (casi desde que ellos empezaron a tener uso de razón) ha visto todo tipo de crisis: la crisis del sistema financiero, la crisis migratoria, la crisis del populismo, la crisis independentista, la crisis del sistema multilateral, la crisis medioambiental y ahora la crisis del sistema sanitario.

¿Cómo hemos podido destruir tanto en tan poco tiempo? ¿Y cuándo empezaron a ir tan mal las cosas?

Y eso sin contar las crisis que ya van avisando, como la de ciberseguridad, sobre la que no dejamos de recibir amagos. Subyacente a todo ello: una crisis de valores democráticos, no solo en los países de siempre, sino en el corazón de Europa, en Estados Unidos y en nuestro propio país, al que tanto le costó llegar a la democracia. En vez de ir siempre mejorando, ellos tendrán que hacer frente a la movilidad social negativa, por lo que su nivel económico será probablemente menor que el de sus padres. Y aunque queda el consuelo de que al menos no hemos tenido un conflicto internacional global, una posible guerra entre Estados Unidos y China no es en absoluto impensable.

¿Cómo hemos podido destruir tanto en tan poco tiempo? ¿Y cuándo empezaron a ir tan mal las cosas? ¿Hubo un momento decisivo o fue un cúmulo de circunstancias cuyo efecto no logramos ver, y por tanto atajar, hasta que ya estaban encima de nosotros? Quizá dejamos que nuestra sociedad se malograse de la misma forma en que Hemingway decía que entran en bancarrota las empresas: primero despacio, y después de golpe.

El no querer sentirnos responsables de lo que ha ocurrido puede que sea consecuencia precisamente de haber nacido durante esa ola de optimismo

A veces, las personas de mi generación miramos todas esas crisis como si fueran una desgracia sobrevenida, simplemente producto de la mala suerte. Pero todas ellas son responsabilidad nuestra, de cosas que hemos hecho o que hemos dejado de hacer. Todas han ocurrido mientras éramos nosotros los encargados de mantener el nivel de vida, en su sentido más amplio, de nuestra sociedad, para poder pasar la herencia que recibimos de nuestros padres a nuestros hijos.

El no querer sentirnos responsables de lo que ha ocurrido puede que sea consecuencia precisamente de haber nacido durante esa ola de optimismo. De haber crecido esforzándonos por las cosas individuales, pero sin haber tenido realmente que luchar con fuerza por las colectivas, porque nos fueron dadas sin tener que hacer ningún esfuerzo. Quizás es también por eso por lo que ahora nos cuesta tanto salir de nuestro ensimismamiento y ponernos manos a la obra para ir arreglando poco a poco este desaguisado. Solo ello puede explicar que cuando estamos ya a punto de tocar fondo, como está ocurriendo ahora, la mayoría de nosotros aún le dediquemos más tiempo a probar recetas de pan, lanzarnos improperios en las redes sociales y escudriñar las miserias de Cantora, que a participar en la política o en iniciativas sociales para empezar a cambiar las cosas.

El tiempo nos dirá si progresan más las generaciones como la mía, que nacen en un momento optimista, o las que, como la de nuestros hijos, nacen en uno pesimista y tienen que ganarse colectivamente a pulso sus derechos, libertades y privilegios. No pierdo la esperanza de que nosotros por fin reaccionemos. Pero toda mi confianza está puesta en ellos.

Desde hace unos días, no logro dejar de pensar en mi época universitaria. No por nostalgia, sino porque mi hijo mayor acaba de irse a la costa este de los Estados Unidos para empezar sus cuatro años de carrera. Después de dejarle allí (y tras recuperarme de la llorera que me dio al cerrar la puerta, que me produjo hasta hipo), no pude evitar recordar aquel primer día en que mis padres me llevaron en coche desde mi pueblo, Olmedo, hasta la Universidad de Valladolid. Apenas 45 kilómetros de recorrido, que a mí en ese momento me parecieron un mundo. Una minucia, comparados con las cinco horas de vuelo que hice con mi hijo.

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