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Aquellas felices vacaciones
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Miriam González

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Aquellas felices vacaciones

Los momentos más estresantes de mi vida son ahora las vacaciones con mi familia. No hay una en la que no amenace con divorcio

Foto: Leche merengada.
Leche merengada.
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Lejos queda ya la época en la que las vacaciones consistían en volver al pueblo de los abuelos, donde las tardes eran inacabables porque nunca se hacía nada especial y no había teléfono ni agua corriente. En muchas familias españolas, todo eso cambió cuando, animados por la euforia social y el incipiente optimismo económico de la Transición, los españoles descubrimos la costa. Y, con ella, el turismo nacional.

En nuestro caso, empezamos a ir de vacaciones a la Playa de San Juan en Alicante. El punto de partida del verano era la preceptiva bronca familiar porque nunca cabían las bolsas en el maletero. ¡Cómo iban a caber si nos íbamos con comida, sábanas, toallas, cazuelas y media casa! Nada se nos ponía por delante: hacíamos el viaje de noche de una tirada; y el primer día consistía en limpiar a fondo los apartamentos, lejos del pie de playa, que alquilábamos en torres inmensas, divididas en unidades familiares como cajas de zapatos apiladas unas encima de otras. Pero, a partir del segundo día, todo era felicidad: mañanas de playa con nevera y sandía; conversaciones bajo el toldo mientras los pequeños leíamos tebeos; castillos de arena; y tardes de partida y piscina. Como no teníamos nada, todo nos parecía la bomba: los balones de plástico que tiraban las avionetas con pancartas de Nivea; los puestos de collares de caracolas; hasta ir a los hipermercados (que empezaron a instalarse entonces en las áreas turísticas) era una fiesta, porque nunca habíamos visto tanta abundancia. Por las noches, nos daban a elegir entre un granizado de limón y un helado de leche merengada. Solo uno, para que a nuestros padres no se les fuese el presupuesto de las manos.

Foto: En las playas esperaban ansiosos la avioneta para coger una pelota (Nivea).

Desde entonces, el turismo ha evolucionado mucho: hoteles grandes y no tan grandes, hoteles de bufé y de todo incluido, casas rurales, hoteles urbanos, spas y hoteles boutique, viajes al extranjero y hasta Airbnb. La última tendencia es el turismo de experiencia, una moda que viene de Estados Unidos y que sorprendentemente todavía no se ha afincado con fuerza en España. Pero tendrá que acabar haciéndolo, porque como los americanos son ahora los que más dinero tienen (muchísimo más que los europeos) la industria turística de todo el mundo se está pegando por ellos.

Los hombres de familia americanos con disponibilidad económica suelen ser jóvenes, amantes del deporte y megacompetitivos, así que les gusta utilizar las vacaciones para hacer cosas que les lleven un poco al límite y sentir su espíritu de superación. Aunque sobre todo les gusta poder contarlas (y exagerarlas) después. Las mujeres, bastante más sensatas, generalmente se quedan atrás o van, como yo, a rastras. Desde que mi marido descubrió ese mundo cuando vivíamos en California, mis vacaciones son un sinvivir: tirarse por cascadas, ver osos a pie, atravesar un valle con una tirolina, hacerlo otra vez pero con la cabeza boca abajo, tirarse por un cañón o nadar por la noche con mantarrayas. Los momentos más estresantes de mi vida son ahora las vacaciones con mi familia. No hay una en la que no amenace con divorcio.

Foto: Richard Branson, el multimillonario propietario de Virgin, fue uno de los primeros en viajar e invertir en este tipo de viajes interespaciales. (EFE)

La última ha sido ir de acampada a hacer trekking en una zona africana de animales salvajes en el medio de la nada. Llegamos a un campamento espartano vestidos como de comando militar. El retrete era una caja de madera. No había comunicación, ni electricidad, ni agua corriente y el agua potable era de color pis. Ya me estoy imaginando las risas que se hubiesen echado mis abuelos si hubieran visto que ahora se paga por esto. Antes, cuando no teníamos nada, pagábamos por disfrutar; ahora que lo tenemos todo pagamos por sufrir.

He hecho las caminatas diarias muerta de miedo por si salía un depredador. Y las ojeras me llegan hasta la barbilla, porque es imposible dormir mientras te imaginas lo que puede estar escondido en la oscuridad. Reconozco que el paisaje, los elefantes, hipopótamos, las hienas y todo eso son espectaculares. Pero tiene que haber una manera más fácil de ver bichos.

Antes, cuando no teníamos nada, pagábamos por disfrutar; ahora pagamos por sufrir

Cuando cada noche, muerta de frío con la cabeza entre las sábanas y los ojos abiertos como platos, intentaba descifrar si el ruido que oía era el rugido de un león o el ronquido de mi marido en la colchoneta de al lado, me he prometido a mí misma volver a las vacaciones de toda la vida. Y empezar por ir a comer uno de esos riquísimos helados de leche merengada a la Playa de San Juan.

Lejos queda ya la época en la que las vacaciones consistían en volver al pueblo de los abuelos, donde las tardes eran inacabables porque nunca se hacía nada especial y no había teléfono ni agua corriente. En muchas familias españolas, todo eso cambió cuando, animados por la euforia social y el incipiente optimismo económico de la Transición, los españoles descubrimos la costa. Y, con ella, el turismo nacional.

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