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Le pudo la soberbia (y el tacticismo)
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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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Le pudo la soberbia (y el tacticismo)

Aunque los sectores soberanistas se obstinen en hablar de Cataluña como una unidad, lo cierto es que la ciudadanía catalana es tan plural como la española

Foto: El presidente de la Generalitat, Artur Mas, a su llegada al Parlament (Efe).
El presidente de la Generalitat, Artur Mas, a su llegada al Parlament (Efe).

Me permitirán que repita algo que ya manifesté con ocasión del acto "Una España federal en una Europa federal", celebrado en el Círculo de Bellas Artes de Madrid el pasado 9 de octubre. En realidad, lo que dije entonces reiteraba una afirmación que ya me había atrevido a enunciar en público en Barcelona -no precisamente el lugar más cómodo para hacerlo- un año antes, en un diálogo mantenido con Francisco Rubio Llorente a instancias de la Fundación Diario Madrid y la Asociación de Periodistas Europeos. Recordé en ambas ocasiones que José Mª Aznar -un político por el que reconozco abiertamente que nunca he sentido la menor simpatía pero respecto del cual estoy convencido de que no da puntada sin hilo- había afirmado, nada más empezar todo este proceso que estamos viviendo, que antes se rompería Cataluña que España. Añadía a continuación que no me importaba en lo más mínimo admitir que no le faltaba algo de razón al expresidente (aunque su acierto tuviera una parte de profecía autocumplida, esforzadamente perseguida por sus correligionarios, a menudo entregados al hooliganismo más feroz, también en Cataluña). Qué le vamos a hacer: es imposible que alguien, por más adversario nuestro que sea, se equivoque absolutamente en todo, y en esto me temo que Aznar acertó. Terminé mi argumentación concluyendo que si bien mantenía alguna reserva a la hora de afirmar que la convivencia en Cataluña estaba rota, no albergaba ninguna respecto a que se encontraba severamente dañada.

Cuando se plantean afirmaciones así, los soberanistas suelen reaccionar poco menos que airados, negando tal hecho (o, de aceptarlo, imputándoselo a España). Sin embargo, ellos son los primeros que gustan de repetir que Cataluña ha desconectado de España. Y no les falta razón, ciertamente: hay mucha gente en Cataluña que ya vive como si fuera independiente, que ha roto todos los vínculos simbólicos, imaginarios (además de los de otro tipo, desaparecidos por razones varias) con el resto de España. También se podría decir así: hay mucha gente en Cataluña que, en su cabeza, ya se ha ido de España. Como asimismo la hay, por supuesto, y no es poca, que se siente completamente ajena al proceso soberanista. Pero esto, lejos de neutralizar el primer problema, lo que en realidad hace es multiplicarlo por dos.

De momento, lo que sabemos seguro es que a Mas le han podido la soberbia y el tacticismo. A mitad de la semana que culminaba el 9-N, tanto el PP catalán, como Ciutadans y el PSC no ponían reparos a que la consulta tuviera un carácter meramente civil, y que la ANC o el Pacte Nacional pel Dret a Decidir se hiciera cargo de la organización, logística y recuento, lo que hubiera permitido a su presidente, Joan Rigol, hacer públicos los resultados. Pero, lejos de aceptar la solución, Mas, que anduvo declarando las semanas anteriores que la astucia consistía en no dar la cara, en no firmar un solo papel que le comprometiera, en hacer un algo que en realidad "no era nada" (el portavoz Homs dixit), no resistió la tentación más vulgar y previsible del político, la vanidad, y en gesto más próximo a la chulería que a la dignidad institucional (muy baqueteada por él mismo hasta ese momento), se arrogó el protagonismo y la responsabilidad de cuanto estaba sucediendo. Debió de pensar que jugaba sobre seguro. Que el Estado, paralizado por la desmesura del envite, no haría nada y que, en caso de hacer algo, cualquier actuación le beneficiaría a él porque reforzaría el proverbial victimismo nacionalista.

Por añadidura, su papel estelar en la jornada le reforzaba ante Oriol Junqueras -un líder probablemente sobrevalorado que en un primer momento le hizo ascos a la ocurrencia participativa del president-, al tiempo que le permitía recuperar la iniciativa política y pasarle la mano por la cara a todos los que le habían menospreciado (lo del menystenir parece escocerle particularmente), considerándolo poco menos que como un cadáver político.

El filósofo francés Jacques Rancière, muy de moda en ambientes intelectuales de izquierda de un tiempo a esta parte, ha afirmado en diversas ocasiones, hablando del conjunto de la sociedad, que la parte sin atributos de parte es la única que puede reclamar para sí ser el todo. El motivo resulta fácil de entender: es la única que para su definición no excluye otro conjunto. Cosa que sí hacen, inequívocamente, los demás sectores (las partes con atributos de parte, por seguir con la abstrusa terminología filosófica). La afirmación de Rancière bien podría ser reformulada en términos algo menos especulativos, y equivaldría a decir que los únicos que pueden garantizarnos no incurrir en sectarismo alguno son precisamente aquellos que no se consideran depositarios de ninguna esencia, ni buscan el confortable calor de las multitudes, ni se emocionan ante las banderas, ni se les quiebra la voz al hablar del futuro de su país. Es decir, justo todos aquellos cuya voz apenas se deja oír, en medio del griterío de los patriotas.

Me permitirán que repita algo que ya manifesté con ocasión del acto "Una España federal en una Europa federal", celebrado en el Círculo de Bellas Artes de Madrid el pasado 9 de octubre. En realidad, lo que dije entonces reiteraba una afirmación que ya me había atrevido a enunciar en público en Barcelona -no precisamente el lugar más cómodo para hacerlo- un año antes, en un diálogo mantenido con Francisco Rubio Llorente a instancias de la Fundación Diario Madrid y la Asociación de Periodistas Europeos. Recordé en ambas ocasiones que José Mª Aznar -un político por el que reconozco abiertamente que nunca he sentido la menor simpatía pero respecto del cual estoy convencido de que no da puntada sin hilo- había afirmado, nada más empezar todo este proceso que estamos viviendo, que antes se rompería Cataluña que España. Añadía a continuación que no me importaba en lo más mínimo admitir que no le faltaba algo de razón al expresidente (aunque su acierto tuviera una parte de profecía autocumplida, esforzadamente perseguida por sus correligionarios, a menudo entregados al hooliganismo más feroz, también en Cataluña). Qué le vamos a hacer: es imposible que alguien, por más adversario nuestro que sea, se equivoque absolutamente en todo, y en esto me temo que Aznar acertó. Terminé mi argumentación concluyendo que si bien mantenía alguna reserva a la hora de afirmar que la convivencia en Cataluña estaba rota, no albergaba ninguna respecto a que se encontraba severamente dañada.

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