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Manuel Cruz

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Este Papa marca tendencia

Desde que tuvo la ocurrencia de responder "¿quién soy yo para juzgar a un homosexual?", su respuesta ha hecho fortuna, incluso entre personas que uno supondría alejadas de su ideario

Foto: Ilustración: Javier Aguilar
Ilustración: Javier Aguilar

Se conoce que el Papa Francisco marca tendencia. Desde que tuvo la ocurrencia de responder "¿quién soy yo para juzgar a un homosexual?" a un periodista que le preguntaba por su opinión acerca de este asunto, su respuesta ha hecho fortuna, incluso entre personas que uno tendería a suponer muy alejadas del ideario del Sumo Pontífice (pero que, por lo visto, lo siguen con notable interés).

Así, líderes políticos pertenecientes a formaciones de diverso signo -tanto conservadoras como progresistas, de nuevo cuño o pertenecientes a la más acendrada casta- se acogen de un tiempo a esta parte a idéntica formulación, a veces incluso de manera literal, exactamente con las mismas palabras. Sería el caso de Pablo Iglesias, quien se ha mostrado partidario de que el pueblo de Cataluña pueda decidir acerca de su propio futuro y que, cuando ha sido preguntado por su concreta posición al respecto, ha respondido: "Yo soy español y no me gustaría que Cataluña se fuera pero, ¿quién soy yo para decirle a los catalanes lo que tienen que hacer?". Pero también el de Artur Mas, quien en reiteradas ocasiones ha definido su tarea al frente del gobierno de la Generalitat como la de "acompañar al pueblo de Cataluña" a donde este decida dirigirse, sin que al parecer haya considerado en ningún momento que fuera de su incumbencia informar a ese mismo pueblo acerca del destino que a él le parece más adecuado.

Sin embargo, resultaría a todas luces injusto atribuirle a este Papa la responsabilidad por el éxito de un recurso retórico, que, más bien al contrario, si ha obtenido tanto ha sido precisamente porque existían las condiciones previas para que ello pudiera ocurrir. ¿Cómo interpretar, entonces, tan sorprendente coincidencia de actitudes? Podríamos continuar buscando entre políticos de signo aparentemente enfrentado la clave para entender esta compartida indefinición. Así, tanto el actual alcalde de Barcelona, Xavier Trías, como la candidata que de momento en las encuestas aparece mejor colocada para sustituirle, Ada Colau, se han pronunciado en idéntico sentido cuando se les ha planteado la misma cuestión (la del sentido de su voto el pasado 9-N): ninguno de los dos se define como independentista, pero ambos estaban a favor de la opción Sí-Sí. ¿Cómo explicar esto? Probablemente atendiendo al requisito que la antigua dirigente de la PAH ponía para apoyar el procès: "...mientras sea un movimiento unitario y popular".

Se trata, pues, al igual que en el ejemplo anterior de Artur Mas, de estar al lado de la gente o, tal vez mejor, de no apartarse demasiado de ella, no fuera a ser que eso significara quedarse en minoría política (situación que se identifica no sé si con el error o con el horror) y, sobre todo, perder respaldo electoral. Sea como sea, parece meridianamente claro que lo que importa no es la cosa misma, y que en ningún momento se contempla la posibilidad de plantear y ya no digamos defender ante la ciudadanía una determinada propuesta, aquella que se considera la mejor por determinadas razones, sino a oficiar de mera caja de resonancia de las opiniones mayoritarias.

Parece meridianamente claro que lo que importa no es la cosa misma sino oficiar de mera caja de resonancia de las opiniones mayoritarias

No deja de ser llamativo el tipo de argumentos que se utilizan para descartar por completo la defensa explícita de las propias posiciones. En unos casos, el de las formaciones nuevas o en trance de refundación, se argumenta que "no somos un partido al uso, no somos nadie para crear dogma ni decir a la gente qué tiene que votar", o que "estamos aquí como herramienta para trasladar las demandas ciudadanas a las instituciones". En los otros, el de las fuerzas que se han abandonado al populismo soberanista, la razón esgrimida es que el proceso "no es cosa de élites", "surge de abajo arriba", etc. y, por tanto, lo que les corresponde en el presente momento histórico es hacerse cargo del sordo clamor que surge de la ciudadanía misma, sin influir en lo más mínimo sobre ella. Lo curioso de esta última actitud es que esos mismos partidos, tan escrupulosos a la hora de mostrar sus propias propuestas, hayan estado asumiendo hasta ahora, no ya con docilidad, sino con genuino entusiasmo acrítico, los objetivos últimos, e incluso la hoja de ruta concreta, que iban señalando asociaciones como la ANC u Omnium Cultural, que nunca ocultaron sus propósitos.

A nadie se le escapará que este orden de afirmaciones implica una reconsideración de las tareas que hasta ahora se suponía que tenían asignadas las formaciones políticas. No hará falta detenerse en las reconsideraciones que no son tal, sino meras caricaturas (como las de quienes, para renunciar a la presentación de ninguna propuesta, identifican hacerlo con "crear doctrina", y declaran, con fingida humildad franciscana, "no tenemos autoridad moral" o, con un lenguaje más clásico, como correspondía al miembro de Iniciativa que la pronunció, "no somos un politburó”). De mayor interés resultará, en cambio, prestar alguna atención a formulaciones que parecen haber hecho fortuna entre la ciudadanía. Me refiero, por ejemplo, a la de quienes han presentado la especificidad de sus nuevas formaciones en el hecho de que constituyen espacios de debate y participación.

Lo que de veras importa es otra cosa, a saber, el hecho de que haya habido políticos que se han apresurado a tomar la formulación papal como modelo o pauta

Es cierto que el objetivo que se anuncia parece en primera instancia de una enorme radicalidad democrática.Se trata, se nos anuncia, de recuperar la soberanía popular y decidir en todos los ámbitos sobre los que se organiza nuestra sociedad, incluido el modelo económico. Pero no cabe soslayar ni, menos aún, restar relevancia a la puntualización subrayada en su momento por Carolina Bescansa, de Podemos: "lo importante es el debate, no la decisión sobre el propio modelo", han sido sus palabras textuales. Lo que equivale a afirmar: hay que poder decidir sobre todo, pero lo que se decida en realidad no importa gran cosa. El debate queda convertido de esta manera en un fin en sí mismo, y la política como tal, en una suerte de insustancial formalismo procedimental que lo fía todo al resultado de la asamblea de turno.

Ya sabemos el tipo de réplica que obtendría una crítica como la que acabamos de plantear: ¿acaso Vd. desconfía -a buen seguro se nos objetaría- de lo que pueda decidir el “buen pueblo inocente”, por utilizar una expresión ajena? La verdad es que confío mucho más en él que en muchos de los que declaran hablar en su nombre. Pero, puestos a hacer preguntas retóricas (y tal vez un puntito demagógicas, pero no más en cualquier caso que la recién mencionada), se me permitirá que yo también presente las mías. ¿Conciben Vds. que pudiera convocarse un referendum sobre la dación en pago y la PAH no se pronunciara al respecto con el argumento de que no se consideran superiores moralmente como para decantarse por ninguna opción? ¿O que se llevara a cabo un referendum sobre energía nuclear y energías alternativas, y los ecologistas se negaran a tomar partido al respecto para que no se dijera que imparten doctrina? ¿O que -como se reclamaba con tanta insistencia recién abdicado el Rey anterior- se hubiera sometido a la decisión popular la forma de Estado, si monarquía o república, y los republicanos hubieran optado por no definirse para no incurrir en el mismo peligro de atribuirse superioridad moral?

En realidad, la pregunta del Sumo Pontífice por la que empezábamos el presente papel no pasaba de ser una salida por la tangente, una actualización, que no creo que resista en cuanto tal el menor análisis, de un viejo recurso retórico de la oratoria sagrada a medio camino entre la captatio benevolentiae y el sermo humilis (si el Papa "no es quién" para entrar en estos asuntos, condenados moralmente hasta hoy por la Iglesia de la que él es máximo responsable, ya me dirán entonces quien lo es a los ojos de un católico). Lo que de veras importa es otra cosa, a saber, el hecho de que haya habido políticos que se han apresurado a tomar la formulación papal como modelo o pauta. Un hecho que dice mucho acerca de la consistencia teórica de tales imitadores.

Se conoce que el Papa Francisco marca tendencia. Desde que tuvo la ocurrencia de responder "¿quién soy yo para juzgar a un homosexual?" a un periodista que le preguntaba por su opinión acerca de este asunto, su respuesta ha hecho fortuna, incluso entre personas que uno tendería a suponer muy alejadas del ideario del Sumo Pontífice (pero que, por lo visto, lo siguen con notable interés).

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