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Herencia sin testamento (o qué fue del 15-M)
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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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Herencia sin testamento (o qué fue del 15-M)

Acabaron las elecciones que impregnó el 15-M. Ha llegado la hora de la verdad (y de la mentira, por supuesto): de exigir responsabilidad (a otros) a hacerse responsables (de las propias acciones)

Foto: Ilustración: Javier Aguilar
Ilustración: Javier Aguilar

Desde hace ya una temporada, los especialistas en mercadotecnia campan por sus respetos en el terreno de la política. Saben bien que lo importante es conseguir imponer una idea por el camino que sea (la reiteración es el más habitual, aunque no cabe desdeñar ningún otro). Alcanzado ese objetivo, la idea consolidada se transforma en presunta evidencia indiscutible, que ya nadie osa poner en cuestión. No se trata de un mecanismo nuevo, ciertamente, pero hay que reconocer que, de un tiempo a esta parte, funciona a toda máquina, con una inusitada potencia.

Tanto es así que proponer que la partida se detenga por un instante, que cese momentáneamente el cruce de reproches y la esgrima verbal que ocupan por completo y de manera permanente el espacio público para, en su lugar, volver la vista atrás y comprobar qué fue lo que de hecho ocurrió hace como aquel que dice cuatro días (esto es, cuatro años) se ha convertido en una propuesta no ya solo improcedente sino directamente intempestiva.

En concreto: apenas unas pocas voces se han alzado en las últimas semanas, cuando se conmemoró el cuarto aniversario del 15-M, para cuestionar las nuevas verdades oficiales, esas que determinan no solo que aquel movimiento tuvo determinados protagonistas (cuando uno de los rasgos del mismo era precisamente la feroz resistencia a tenerlos), sino que, además, dejó un testamento en el que designaba a sus indiscutibles e incluso legítimos herederos.

Digámoslo con una cierta verticalidad para ahorrarle al lector excesivas idas y venidas por los meandros del matiz: sale gratis arrogarse el título de heredero de todo aquello. Basta con reiterarlo en público y, sobre todo, con difundir el mensaje de la manera más eficaz desde el punto de vista de la comunicación mediática. El que pierda esa batalla ha perdido la guerra. No otra cosa le ha sucedido en definitiva a Izquierda Unida, fuerza que ha pagado en las urnas no conseguir que se le asociara en el imaginario político actual al mencionado movimiento, por más que sus militantes y simpatizantes participaran en él y sus propuestas mostraran una absoluta coincidencia con las que se debatían en todas las plazas de España.

Da lo mismo, a nadie se le reclaman pruebas de si efectivamente participó en todo aquello, el grado de implicación que mantuvo o la real trascendencia de su participación: hace tiempo que los platós de televisión dictaron sentencia y determinaron que estuvo allí, definiendo el signo de cuanto iba ocurriendo, aquel que tiene un cierto curriculum emergente, no cesa de repetirlo y, por añadidura, tiene el aspecto adecuado, según determinados estándares de imagen y/o verbales.

Nada habría que objetar a la sentencia televisiva si no mostrara un desacuerdo tan profundo con la realidad de los hechos. Yendo a lo que importa: el no nos representan de aquellas semanas constituía una severa crítica a la forma en la que los políticos de este país habían llevado a cabo la tarea que la ciudadanía les había asignado, no un rechazo del mecanismo de la representación en cuanto tal. No en vano aquel masivo clamor en ningún momento aceptó la existencia de líderes (por más que los reporteros encargados de cubrir la información en las plazas buscaran denodadamente alguno): nunca se trató de ese obsceno quítame tú que me pongo yo en el que parece haberse transformado finalmente la cosa, sino de que los que había (u otros: eso nunca estuvo en primer plano) transformaran efectivamente lo existente.

No son pocos los que, desde hace ya unos meses, tienen la sensación de que estamos asistiendo a una auténtica apropiación indebida por parte de algunos de lo que, en realidad, fue en su momento una explosión de indignación popular que si de algo presumía era precisamente de su condición espontánea y anónima. Sin embargo, muchos de los que comparten dicha sensación todavía no se atreven a extraer de la misma la conclusión abiertamente crítica que se desprendería desde un punto de vista lógico, y prefieren acogerse a expresiones tibias, contemporizadoras y prudentes del tipo "al menos se han removido las aguas", "ha servido para que los que estaban demasiado apalancados espabilaran", "ha representado un soplo de aire fresco" y similares, tal vez para no tener que reconocer que la sensación que experimentan si a algo se parece en realidad es a la de haber sido objeto de un profundo engaño.

Dar por descontado que con el paso del tiempo el balance acabará siendo positivo tal vez tenga más de piadoso deseo que de fundamentada predicción. Hay sólidos motivos para temer que el futuro también nos pueda deparar un balance de signo exactamente opuesto. Porque la valoración que finalmente se lleve a cabo de lo sucedido en estos últimos años tomará como inevitable referencia los resultados obtenidos, los logros alcanzados. Y como resulte que a lo que terminamos asistiendo al final de este ruidoso proceso sea a un relevo más -obligado por la biología- en el seno de las élites o a un cambio de personas meramente cosmético (aunque las diferencias en el look puedan ser muy aparatosas) el cual, tras una estruendosa pirotecnia retórica, no impugne en lo más mínimo el orden existente, no habrá otro remedio que concluir que habríamos hecho un pan con unas tortas, limitándonos a aceptar que unos rostros nuevos ocuparan los lugares de siempre.

Se habría malbaratado de esta manera una oportunidad histórica, una energía que convocaba a un proyecto de otro tipo, que alimentaba una calidad de sueños de naturaleza radicalmente diferente, para ponerla al servicio del tacticismo más alicorto, del oportunismo ideológico más descarado, orientado en exclusiva a alcanzar un poder político que, a mayor abundamiento, se habría concebido como un auténtico fin en sí mismo (el cielo por alcanzar). Y si quienes, cuando el viento parecía soplar a favor, se atribuían todos los méritos, inclusive aquellos que no estaba claro que les correspondieran, por el mismo argumento en el momento en el que todo se torciera deberían hacerse cargo de la responsabilidad por la posible frustración.

No me cuesta imaginar la posible sorpresa de algún lector ante las afirmaciones precedentes. Una semana después de las elecciones, habrá quien piense que éste o aquel resultado electoral ha dado la razón a ciertas formaciones, haciendo buenas sus propuestas y que, por tanto, no procede el menor pesimismo. Sin embargo, me parecería una afirmación de todo punto inadecuada. El voto a quien nunca ha gobernado no puede ser, por definición, la sanción de nada (puesto que nada ha habido), sino la expresión de una confianza o de una ilusión. De momento, lo único que se puede afirmar es que en un determinado sentido el escenario ha cambiado a este respecto. Conforme pasen las semanas, los únicos juicios hasta ahora posibles en relación a determinadas fuerzas, los juicios de intenciones, mutarán en valoración concreta de lo que vayan haciendo. Habremos pasado del sí se puede al qué se puede. Del exigir responsabilidad (a otros) a hacerse responsables (de las propias acciones). En definitiva: habrá llegado la hora de la verdad. Y la de la mentira, por supuesto.

Desde hace ya una temporada, los especialistas en mercadotecnia campan por sus respetos en el terreno de la política. Saben bien que lo importante es conseguir imponer una idea por el camino que sea (la reiteración es el más habitual, aunque no cabe desdeñar ningún otro). Alcanzado ese objetivo, la idea consolidada se transforma en presunta evidencia indiscutible, que ya nadie osa poner en cuestión. No se trata de un mecanismo nuevo, ciertamente, pero hay que reconocer que, de un tiempo a esta parte, funciona a toda máquina, con una inusitada potencia.

Movimiento 15M Política