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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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Fumar no mata

El miedo en sí mismo no es ni bueno ni malo. Es una emoción. Lo malo del miedo es que sea injustificado, esto es, que aquello que lo desencadena pueda paralizarnos

Foto: Ilustración: Javier Aguilart.
Ilustración: Javier Aguilart.

El miedo da miedo, eso parece claro. A poco que se analice, resulta fácil constatar que no dejamos de hablar de él, e incluso no faltan autores que han señalado que lo hacemos de manera creciente, hasta el punto de que ese sentimiento (ese meta-miedo, si se me permite la expresión) ha terminado por constituir uno de los rasgos más destacados y específicos de las sociedades en que vivimos.

Pero junto a semejante constatación aparece otra, no menos importante, y es la de que el miedo se dice de muchas maneras, admite muchas gradaciones, puede ser desencadenado por múltiples estímulos y, en consecuencia, ese mismo registro adoptar muy variadas formas. En las últimas semanas, tras los atentados de París, qué duda cabe de que el miedo ha reaparecido en una de sus formas más virulentas, directas e inequívocas: el miedo físico a ser víctima de una acción violenta inesperada y gratuita.

Tampoco cabe duda alguna de que el miedo nos hace extremadamente vulnerables, rebaja nuestra autonomía crítica, nuestra capacidad para tomar la necesaria distancia ante lo que ocurre. Y de esa relativa indefensión crítica, claro está, se pueden intentar aprovechar determinados poderes, que encontrarían de esta manera una eficacísima manera -ante la sumisión total de unos sujetos atemorizados- de imponer sus designios.

Expresiones del tipo de “derecho a decidir“ han terminado por imponerse como términos sobre los cuales parecía obligado debatir acerca del 'procés'

Ahora bien, de la misma forma que el miedo se dice de muchas maneras, así también ocurre que, a menudo, sobre los individuos intentan influir poderes de diversos tipos, en algún caso enfrentados entre sí, produciéndose situaciones heterogéneas (que, por ejemplo, tironean del miedo de las personas en diferentes direcciones), imposibles de subsumir bajo un solo trazo. Por eso, las argumentaciones simplificadoras, que intentar colorear con una sola tonalidad esta emoción, una y otra vez fracasan en el intento de dar cuenta de su complejidad, probablemente porque olvidan, preocupadas por potenciar o reprimir determinados efectos paralizadores, el nexo esencial que la misma mantiene con aquello que la desencadena. Tal vez el empleo que se ha venido haciendo del recurso del miedo en el debate soberanista permita mostrar mejor lo que pretendo plantear.

Demos un paso atrás para tomar perspectiva y dibujar el asunto de manera adecuada. Se ha señalado en muchas ocasiones que el discurso independentista ha conseguido ganar la batalla de las palabras, a base de generalizar un catálogo de eslóganes extremadamente eficaz. Así, expresiones del tipo de "derecho a decidir", "queremos votar", "queremos ser un país normal", etc. han terminado por imponerse como los términos a partir de los cuales parecía poco menos que obligado debatir acerca del 'procés' en Cataluña.

Junto a esta victoria, acaso habría que añadir otra, relacionada con la manera de neutralizar los argumentos contrarios. Quizá el ejemplo más claro sea precisamente la contraposición, que ha terminado por hacer fortuna en los debates públicos, entre la ilusión, presentada como la motivación fundamental que anima a los partidarios de la independencia, y el miedo, identificado con las sombrías advertencias de los reticentes a la secesión.

Llama la atención no sólo que la ilusión haya terminado por convertirse para el independentismo en la prueba inequívoca de que los ilusionados tienen razón (como si no fuera posible ilusionarse, incluso masivamente, con objetivos completamente equivocados, o como si faltaran ejemplos, también en la historia más reciente, de multitudes entusiásticamente fanatizadas). También resulta llamativo en extremo que el hecho de que se ponga encima de la mesa el argumento de los peligros de diverso tipo que comportaría abrir un escenario de ruptura con España descalifique casi automáticamente no a quien lo esgrime (concedamos que se le podría acusar de cenizo o de agonías) sino a lo argumentado mismo.

También puede suceder que, estando justificado el miedo, se manifieste con una notable falta de proporcionalidad respecto a lo que lo desencadena

Sorprende -y a mí, la verdad sea dicha, me preocupa un poco- que una tal descalificación pueda ser asumida por tanta gente. Uno puede considerar, pongamos por caso, que las campañas que advierten de los graves peligros del tabaco son tremendistas, de mal gusto, estéticamente feas o cualquier otra cosa parecida, pero a nadie en su sano juicio se le ocurriría sostener que, dado que lo que sin duda busca el Ministerio de Sanidad es meter el miedo en el cuerpo a los fumadores, lo que debemos hacer es no conceder a tales advertencias el menor crédito. Pero la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero, y el tabaco mata por más estomagantes que sean las campañas que intentan disuadir de su consumo.

En realidad, el miedo en sí mismo, digámoslo ya, no es ni bueno ni malo. Es una emoción, cuyo valor depende de la correspondencia que mantenga con lo que supuestamente la provoca. Lo malo del miedo es que sea injustificado, esto es, que aquello que lo desencadena pueda paralizarnos o llevarnos a actuar de una determinada manera sin que constituya amenaza alguna. Cuando uno viaja a Ciudad de México y, al llegar a la recepción del hotel, solicita una habitación lo más alta posible (por aquello de las vistas), el recepcionista suele mirar con cara de extrañeza al viajero por el hecho de que no tome en consideración la posibilidad, perfectamente contrastada, de un temblor sísmico. Si alguien en Nueva York rechazara el ofrecimiento de una habitación en la última planta del edificio del hotel por miedo a un hipotético terremoto, la extrañeza del recepcionista no sería menor, solo que de signo contrario.

Considerar que la derrota del miedo constituye en sí misma una buena noticia no parece aceptable sobre todo desde el punto de vista del debate de ideas

También puede suceder que, estando justificado el miedo, se manifieste con una notable falta de proporcionalidad respecto a lo que lo desencadena. Es frecuente en nuestras ciudades que los conductores veteranos recriminen la exagerada lentitud con la que, agarrotados por el miedo, circulan los conductores novatos. Pero esos mismos conductores extremarían la prudencia si tuvieran que viajar por una carretera de alta montaña, estrecha, con placas de hielo y llena de curvas, en una noche de lluvia torrencial.

En definitiva, considerar que la derrota del miedo constituye en sí misma una buena noticia, con absoluta independencia de lo que atemorice, no parece aceptable sobre todo desde el punto de vista del debate de ideas, donde se supone que lo que se debe someter a confrontación son informaciones, argumentos o propuestas, pero no estados de ánimo, respecto de los cuales, por definición, poco hay que debatir.

Aunque tal vez -puestos a no abandonar por completo el ejemplo sin dejar caer la puya de ordenanza al independentismo- para algunos se trate precisamente de elevar tales estados de ánimo a categoría última a salvo de cualquier crítica. Están en su derecho, por supuesto, pero que no se quejen si luego alguien les recuerda que la actitud de buscar el confortable cobijo de los sentimientos compartidos no deja de ser apenas una variante del mismo recurso (el 'sentiment') que durante décadas utilizó ese nacionalismo del que ahora tantos independentistas sobrevenidos declaran abjurar.

El miedo da miedo, eso parece claro. A poco que se analice, resulta fácil constatar que no dejamos de hablar de él, e incluso no faltan autores que han señalado que lo hacemos de manera creciente, hasta el punto de que ese sentimiento (ese meta-miedo, si se me permite la expresión) ha terminado por constituir uno de los rasgos más destacados y específicos de las sociedades en que vivimos.