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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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De Ítaca a La Barceloneta

El independentismo ha sido incapaz de encontrar aliados internacionales mínimamente presentables y esa soledad política no es "del pueblo de Cataluña" sino del bloque independentista

Foto: Ilustración: Javier Aguilart
Ilustración: Javier Aguilart

Sé que a más de uno en estos tiempos les sonará a 'boutade', o incluso a frívola provocación, pero les aseguro que lo digo plenamente convencido: las campañas electorales también tienen su lado bueno. Porque, junto a la exposición de un catálogo de promesas que hasta el ciudadano más ingenuo barrunta que están destinadas a ser incumplidas, ofrece una posibilidad ciertamente interesante. Me refiero a la de debatir sobre la naturaleza del proyecto político que ofrece cada fuerza y sobre la viabilidad de su realización.

Aunque, en el caso de Cataluña, este último aspecto siempre se ha intentado ocultar tras retóricas épicas (cuando no tras razonamientos cantinflescos, como los que suele prodigar Francesc Homs), lo cierto es que la última contienda electoral resultó reveladora al respecto. Y lo resultó porque en alguno de los debates celebrados hubo la oportunidad de plantearles a los representantes de las fuerzas independentistas la cuestión de los apoyos internacionales con los que contaba su proyecto para salir adelante.

La cuestión de marras es absolutamente central porque constituye un secreto a voces que para el diseño de la estrategia independentista aquellos apoyos resultaban absolutamente clave. O incluso más: constituían la palanca de la que en último término dependía la suerte entera del procés. No recuerdo qué político soberanista llegó a plantear la cosa en estos términos: se trata de montar un pollo de tal magnitud que Europa no tenga otro remedio que intervenir, instando al Gobierno español a que dé solución al conflicto. Y a la llamada internacionalización del mismo dedicaron gran parte de sus energías y recursos tanto el Govern de la Generalitat como las fuerzas que le apoyaban.

La cifras son tozudas al respecto: lo que se ha producido a lo largo de estos últimos años ha sido una radicalización del nacionalismo hacia el secesionismo

El problema para ellos ha sido la escasa fortuna que ha acompañado a tanto esfuerzo. De ahí la pregunta recurrente que en los pasados debates se les dirigía: habida cuenta de que una declaración de independencia carece de todo valor si no es reconocida por otros países, ¿qué líderes o gobiernos extranjeros en concreto les han manifestado su apoyo a la andadura emprendida a partir de la declaración secesionista del 9-N? La respuesta que, de manera indefectible (para eso están los argumentarios), proporcionaban tales representantes era siempre la misma: nos ha manifestado su apoyo mayoritario el pueblo de Cataluña, del que hemos obtenido un mandato democrático.

O sea, y por resumir: ni un solo líder extranjero, ni un solo gobierno más allá de nuestras fronteras. El independentismo ha sido incapaz de encontrar aliados mínimamente presentables, al margen de la Liga Norte italiana y alguna otra fuerza de más que dudoso prestigio. Pero conviene resaltar, además, que esa soledad política no es "del pueblo de Cataluña", como gusta de repetir el oficialismo, sino del bloque independentista. La cifras son tozudas al respecto: lo que se ha producido a lo largo de estos últimos años ha sido una radicalización del nacionalismo hacia el secesionismo, pero la suma de los antiguos convergentes, ERC y CUP sigue dando un número extremadamente parecido al de tiempo atrás. Aunque no quisiera que este dato soslayara un hecho, complementario, de extraordinaria importancia política: el sector independentista, por estabilizado que pueda estar en su número, se encuentra, a pesar de todo, muy movilizado.

De este último hecho se ha solido hacer una lectura favorable al independentismo, pero convendría no perder de vista una interpretación bien distinta, que constituye la otra cara de la moneda. Y es que, con unas bases tan excitadas, tan persuadidas de que estamos ya en la cuenta atrás de la independencia, los partidos secesionistas parecen abocados a un bloqueo político, que solo puede dar lugar al fracaso del proyecto.

Porque, por un lado, a los líderes de dichas formaciones les va a resultar muy difícil, por no decir imposible, maniobrar o reconducir la situación en una dirección distinta a la que habían estado prometiendo hasta hoy. Pero, por otro, volviendo al principio, tales promesas resultan irrealizables sin apoyos exteriores: en eso existe un completo acuerdo entre quienes saben del asunto. Apoyos que no parece verosímil que vayan a obtener Raül Romeva, incapaz de convencer ni a un periodista de la BBC, o Artur Mas, amortizado políticamente tras su 'espantá' en tiempo de descuento.

Pero sin tales apoyos, los independentistas quedan condenados a permanecer indefinidamente encerrados en su juguete, por parafrasear la clásica expresión de Juan Marsé. O, si se prefiere utilizar la formulación propuesta en su momento por el propio Artur Mas, la travesía rumbo a Ítaca tan clamorosamente anunciada no puede tener lugar. El barco no llegará ni a zarpar por la sencilla razón de que no se encuentra en condiciones de navegar.

Ya les han empezado a notificar a los catalanes que el plazo anunciado de los dieciocho meses para la desconexión no había que tomárselo al pie de la letra

Por supuesto que, de puertas afuera, no se ha abandonado por completo la retórica más explícitamente rupturista, ni se ha renunciado a la gesticulación secesionista (por ejemplo, antimonárquica), pero probablemente ambas cosas deban ser interpretadas más en clave de cohesión interna (para mantener a la propia clientela movilizada y alerta por si se abriera una ventana de oportunidad para relanzar el procés) que de mensaje político concreto que se le dirige al Estado. Misma clave, por cierto, en la que creo que cabe interpretar la petición, llevada a cabo el pasado miércoles por parte de los partidos independentistas, de constitución de tres ponencias destinadas a redactar las leyes de secesión, sobre todo teniendo en cuenta que la tramitación de las mismas no tiene fecha y puede demorarse tanto como quieran los partidos responsables.

Percibiendo lo que hay, los nuevos gobernantes de Cataluña han ido variando sutilmente su discurso. Ya les han empezado a notificar a los catalanes que el plazo anunciado de los dieciocho meses para la desconexión no había que tomárselo al pie de la letra, que la tarea primordial en este momento es ensanchar la base social del independentismo, concitando la adhesión de sectores sociales hasta ahora renuentes a la secesión, que la prevista declaración de independencia no pasa de ser una declaración de intenciones, que lo importante es hacer las cosas bien, que la legalidad (aunque no se suele especificar cuál) será respetada, y así sucesivamente. Poco a poco se le ha ido poniendo sordina a lo del supuesto mandato democrático para romper amarras con España y lo último, que se encarga de reiterar Oriol Junqueras en cuanto se le pone delante un micrófono, es que eso de la independencia no depende solo del Govern, del Parlament, de los partidos, de las organizaciones sociales... ni siquiera de la sociedad catalana en su conjunto. De verdad, de verdad, acostumbra a concluir el líder republicano, de quien depende es del Estado... y de los mercados. En resumidas cuentas, el barco que debía viajar a Ítaca permanece atracado a la altura de La Barceloneta. ¿Tanta alforja para tan corto viaje?

Sé que a más de uno en estos tiempos les sonará a 'boutade', o incluso a frívola provocación, pero les aseguro que lo digo plenamente convencido: las campañas electorales también tienen su lado bueno. Porque, junto a la exposición de un catálogo de promesas que hasta el ciudadano más ingenuo barrunta que están destinadas a ser incumplidas, ofrece una posibilidad ciertamente interesante. Me refiero a la de debatir sobre la naturaleza del proyecto político que ofrece cada fuerza y sobre la viabilidad de su realización.

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