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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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Qué deprisa envejece lo nuevo

Parece que estamos asistiendo a la persistencia, por parte de la totalidad de las fuerzas políticas, de unas formas y pautas de conducta sobradamente conocidas

Foto: Albert Rivera, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. (EFE)
Albert Rivera, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. (EFE)

Tanto celebrar por anticipado el final del bipartidismo (especialmente por lo que tenía de turnismo), tanto anunciar con gozo que estaba a punto de imponerse en nuestra vida pública la regeneradora práctica de la negociación y el pacto, tanto alegrarse por la llegada de la lógica de los gobiernos de coalición ("pero ¡si los hay en toda Europa!", no cesaban de repetir) para terminar en esto, y, para mayor inri, con la inestimable colaboración de quienes más habían oficiado de portavoces de todas esas buenas nuevas.

Pues bien, ahora resulta, por lo que se escucha por ahí, que lo importante no es negociar, sino con quién se negocia, que las presuntas esencias políticas de la propia formación (tan desvaídas en casi todos los casos) son lo fundamental, hasta el punto de que autorizan a hablar de líneas rojas, que el lema "programa, programa, programa" no se debe entender en el sentido de que sea sobre las diversas propuestas programáticas sobre las que se deba discutir, sino en el de que el programa de cada cual es de obligado cumplimiento para los demás, y así sucesivamente.

En realidad, a lo que parece que estamos asistiendo desde hace ya demasiado es, más que a una ceremonia de la confusión, a la persistencia, por parte de la totalidad de las fuerzas políticas (incluidas las debutantes), de unas formas, procedimientos y pautas de conducta sobradamente conocidas. No estoy diciendo, quede claro, que el escenario no haya variado, y de manera sustancial, ciertamente, respecto al que existía hasta hace pocos meses. Es obvio que la irrupción de nuevas formaciones políticas ha trastocado el equilibrio que existía, desde hace décadas, en la democracia española. Lo que estoy diciendo es que los protagonistas, lejos de desempeñarse de acuerdo a la situación recién inaugurada, parecen hacerlo siguiendo los patrones más conocidos, con la defensa del propio interés partidario en lugar muy destacado.

Llaman la atención los préstamos lingüísticos que de un tiempo a esta parte vienen produciéndose entre formaciones de diferente signo

Es probable que a algún lector le sorprenda que las anteriores afirmaciones no establezcan diferencias entre unos y otros (derechas e izquierdas, nuevos y viejos, de ámbito estatal y nacionalistas...) y se refieran de manera genérica a aquellos que, cada uno por su lado, tanto se empeñan en no ser confundidos con el resto. Pero lo cierto es que han sido ellos mismos los que con su práctica diaria más están contribuyendo a que la ciudadanía tienda a homogeneizarlos y a subsumirlos a todos bajo el mismo rubro (los políticos) y la misma consideración.

Voy a dejar ahora de lado, para no alejarme demasiado de lo que me interesa plantear, el hecho, nada irrelevante por cierto, de que fue una de las fuerzas que hoy protagoniza la situación política española la que adquirió notoriedad precisamente homogeneizando y subsumiendo bajo un mismo rubro (el de casta, ¿recuerdan?) al resto de fuerzas, y me centraré en otros aspectos del asunto. Llama la atención, por ejemplo, los préstamos lingüísticos que de un tiempo a esta parte vienen produciéndose entre formaciones de diferente signo. No se trata de categorías o conceptos que tengan detrás un sólido discurso político, histórico o filosófico, sino de meras expresiones que, por lo visto, el asesor de turno considera afortunadas o con gancho para que su asesorado las utilice profusamente.

Es el caso, en concreto, de la noción de seducción, convertida por algunos en expresión con ínfulas teóricas. De un lado del Ebro, hay quien dice: "No queremos que los catalanes se vayan, les vamos a seducir para que se queden". Y cuando uno esperaría que los aludidos, esto es, los catalanes que se quieren ir, rechazaran semejante planteamiento (a fin de cuentas, la primera acepción del verbo "seducir" según el diccionario de la RAE es "persuadir a alguien con argucias o halagos para algo, frecuentemente malo", y la segunda, "atraer físicamente a alguien con el propósito de obtener de él una relación sexual") y replicaran: "No quiero que me seduzca, quiero que solucione nuestros problemas", va y resulta que afirman cosas como que están esperando que el PSOE "aporte elementos de seducción" para la no independencia y de esta manera "poder contrastar ideas políticas" [sic]. Porque si el hecho de que alguien (Homs en este caso) exija a su interlocutor que le seduzca en el sentido opuesto a su ideario es chocante -por no decir estrambótico-, el que afirme a continuación que de esta manera podrán contrastarse ideas políticas, como si seducción fuera sinónimo de debate, entra directamente en el terreno del disparate.

Si las viejas lógicas provocaran una repetición de elecciones, estaríamos ante una impugnación por parte de la ciudadanía a la totalidad de la clase política

Cosas parecidas se podrían afirmar respecto a otras nociones, utilizadas indistintamente por unos y por otros, como aquel que dice en cualquier tipo de contextos. Sería el caso de la noción de sujeto político, predicada de su propia ciudad por un candidato de izquierdas en las últimas municipales, o de la de soberanía, convertida también en el perejil de todas las salsas discursivas, como lo ilustra el ejemplo de la reivindicación de soberanía alimentaria presentada recientemente por la diputada independentista Dolors Rovirola en el Parlament de Catalunya.

Alguien podrá contraargumentar que se trata de coincidencias menores, sin demasiada relevancia real, que todavía no alcanzan a convertir en indistinguibles las diversas formaciones y, en la misma medida, no constituyen indicadores de un empobrecimiento inquietante de la vida política. En este tipo de cosas, no es fácil señalar con exactitud el momento en el que se traspasa definitivamente un límite importante. Pero tal vez haya una situación que, de producirse, implicaría una conmoción mucho mayor que la representada por la irrupción de nuevos actores y probaría que en efecto, no solo todos se parecen mucho (demasiado, en realidad), sino que el parecido es para mal. Porque si fuera el caso que la persistencia en las viejas lógicas por parte de los partidos terminara provocando una repetición de elecciones, nos encontraríamos ante una impugnación por parte de la ciudadanía a la totalidad de la clase política, que habría acreditado una notable incapacidad (o tal vez fuera mejor decir insolvencia) para gestionar el encargo de aquella. Y, francamente, una decepción respecto de la política precisamente en estos momentos, en la que tanto la necesitamos, sería la peor noticia para todos.

Tanto celebrar por anticipado el final del bipartidismo (especialmente por lo que tenía de turnismo), tanto anunciar con gozo que estaba a punto de imponerse en nuestra vida pública la regeneradora práctica de la negociación y el pacto, tanto alegrarse por la llegada de la lógica de los gobiernos de coalición ("pero ¡si los hay en toda Europa!", no cesaban de repetir) para terminar en esto, y, para mayor inri, con la inestimable colaboración de quienes más habían oficiado de portavoces de todas esas buenas nuevas.

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