Es noticia
De mayor quiero ser Donald Trump
  1. España
  2. Filósofo de Guardia
Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

Por

De mayor quiero ser Donald Trump

¿Estamos aceptando acríticamente un orden del mundo que considera a alguien como un triunfador por el hecho de que ha sido capaz de enriquecerse?

Foto: Ilustración: Javier Aguilart
Ilustración: Javier Aguilart

Hubo una época, que algunos recordarán (finales de los setenta y principios de los ochenta), en que los grandes banqueros de este país gustaban de la discreción. Los responsables de los llamados 'siete grandes' (de entonces, claro está: Central, Banesto, Hispano, Bilbao, Vizcaya, Santander y Popular) no se prodigaban en los medios de comunicación, no acostumbraban a conceder entrevistas a los diarios, ni, menos aún, aparecían en las revistas de papel cuché. Hasta tal punto era así que los rostros de algunos de ellos eran prácticamente desconocidos para el gran público, al que le resultaban más familiares los nombres de las entidades bancarias en cuanto tales que los apellidos de sus máximos dirigentes. Sin duda, este alejamiento de las bambalinas contribuía a crear una imagen de respetabilidad, elegancia y, todo hay que decirlo, misterio alrededor del mundo que representaban.

Aquello empezó a cambiar a partir de un determinado momento. Por razones que ni hace al caso ni es necesario, por sobradamente conocidas, reconstruir, tanto los nombres de algunos de los nuevos grandes banqueros (Mario Conde, los Albertos, etc.) como los de algunos grandes empresarios (con Ruiz-Mateos a la cabeza) pasaron en poco tiempo a ser extremadamente familiares para los ciudadanos de a pie, no siempre por episodios que les dejaban en buen lugar. Es cierto que, tras esa etapa, hubo un cierto reflujo y buena parte de aquellos sectores decidieron regresar a lugares alejados de los focos y la publicidad. Pero, en cierto sentido, el proceso era irreversible. El aura que durante años había rodeado a esos poderosos se desvaneció. A remachar este clavo contribuyó grandemente el hecho de que algunos de ellos, particularmente los recién llegados, parecieron encontrarle el gusto a la permanente exposición en el escaparate de los medios (de todo tipo) y se resistieron a regresar al anonimato, llegando incluso a intentar, con desigual fortuna, el salto a la política, y ya no digamos nada respecto a la circunstancia de que los hubo que acabaron con sus huesos en la cárcel.

Se tiende a dar por descontado que quien ha sido capaz de gestionar tan eficazmente sus propias empresas también sabrá conducir la nación

Probablemente la pérdida de ese elemento de prestigio intangible que a los ojos de amplios sectores populares parecía orlar a dicho sector -al igual que, en general, a los más poderosos económicamente (todavía hay gente que, para referirse al buen gusto en el vestir o a unos modales educados, utiliza la expresión tener clase)- haya corrido en paralelo a la que han sufrido otros sectores, sometidos al mismo proceso de escrutinio inquisitorial y obscena exposición pública, en muchos casos con la desinhibida complacencia de los propios protagonistas. Es el caso, sin duda, de los miembros de la antes conocida como clase política (y últimamente como casta), los cuales, lejos de ver revalorizado su papel con la pérdida de prestigio de los poderes económicos, parecen haber sufrido en sus propias carnes idéntica merma.

No faltará quien, con parte de razón, interprete este proceso como el último episodio hasta el momento del proceso de desencantamiento del mundo propio de las sociedades modernas, tan secularizadas, racionalistas y refractarias a todo misticismo ellas, de acuerdo con el dictamen de Max Weber. Pero la constatación de una pérdida todavía no informa respecto al nuevo orden, o a la nueva lógica que viene a reemplazar a todo aquello que hemos acordado dar por liquidado o que se ha agotado por sí solo. Y se diría que a lo que estamos asistiendo es a una deriva en la que los elementos y dispositivos constituyentes básicos de lo real tienden a mostrarse de una forma descarnada, sin adornos embellecedores ni mistificaciones que distraigan de su auténtica naturaleza.

Probablemente sea esta clave la que en mayor medida explique que en los últimos tiempos hayan irrumpido en la esfera de la política personajes procedentes del mundo empresarial, que hacen valer, como el principal de sus méritos, sus éxitos económicos. Podríamos remontarnos al significativo caso de Silvio Berlusconi en Italia, pero tal vez resulte más útil en el presente momento fijar la atención en el fenómeno de Donald Trump. Esto se puede llevar a cabo de diversas maneras. Una pasa por plantear la responsabilidad de los ciudadanos en aupar esta categoría de personajes, como señalaba John Carlin hace apenas un mes ('El Pato Donald para presidente', El País, 15 de febrero de 2016). También cabe, en otra línea, interpretar la candidatura del multimillonario norteamericano como un indicador de los peligros e insuficiencias de nuestras democracias, destacando lo que la misma tiene de revuelta ciega contra las élites en general (tanto políticas como mediáticas o culturales). Pero tal vez convenga no perder de vista el análisis de las condiciones de posibilidad ideológicas que han hecho posible precisamente en estos momentos la emergencia de una candidatura así.

En relación con ello, parece claro que el argumento de autoridad mayor que avala dicha candidatura es la condición de triunfador del candidato. Cualquier afirmación que salga de sus labios, incluida la más insensata, parece obtener una inicial benevolencia por el hecho de ser enunciada por alguien que ha acreditado saber cómo se tienen que hacer las cosas en el campo de los negocios para obtener los resultados deseados. Se tiende a dar por descontado que quien ha sido capaz de gestionar tan eficazmente sus propias empresas también sabrá conducir con parecido éxito esa otra gran empresa que en definitiva es la nación.

La analogía hace aguas por todas partes, evidentemente, como múltiples casos se han encargado de demostrar en el pasado. Pero tal vez se haya reparado poco en otra dimensión de la premisa que no suele ponerse en cuestión. No deberíamos perder demasiado tiempo escandalizándonos (un punto farisaicamente, dicho sea de paso) ante la notoria incompetencia del magnate neoyorquino para analizar de modo adecuado los asuntos públicos y, en vez de eso, hacernos preguntas radicalmente diferentes.

Como, por ejemplo, las siguientes: ¿estamos aceptando acríticamente un orden del mundo que considera a alguien como un triunfador por el hecho de que ha sido capaz de enriquecerse? ¿No nos genera la menor inquietud el hecho de que nuestra sociedad esté organizada de tal manera que le resulte más fácil hacerse rico a un personaje vulgar, cínico y narcisista megalómano como Trump que a alguien a quien adornen otras virtudes? ¿Qué concepto de bueno estamos manejando cuando un tipo como este puede ser considerado como el mejor (aunque sea en lo suyo)? ¿Nos parece que sus cualidades y trayectoria constituyen un modelo o ejemplo digno de imitar, hasta el extremo de que debería ser enseñado en las múltiples escuelas de negocios que tanto proliferan últimamente por todas partes? O, por resumir y recordando aquella expresión, derivada de un programa de TV ('Operación Triunfo') de gran éxito hace unos años y que a muchos de nuestros políticos agradaba porque creían ver en él una metáfora de las nuevas generaciones, ¿se imaginan ustedes un futuro en el que la juventud estuviera enteramente constituida por un universo de 'trumpitos'?

Hubo una época, que algunos recordarán (finales de los setenta y principios de los ochenta), en que los grandes banqueros de este país gustaban de la discreción. Los responsables de los llamados 'siete grandes' (de entonces, claro está: Central, Banesto, Hispano, Bilbao, Vizcaya, Santander y Popular) no se prodigaban en los medios de comunicación, no acostumbraban a conceder entrevistas a los diarios, ni, menos aún, aparecían en las revistas de papel cuché. Hasta tal punto era así que los rostros de algunos de ellos eran prácticamente desconocidos para el gran público, al que le resultaban más familiares los nombres de las entidades bancarias en cuanto tales que los apellidos de sus máximos dirigentes. Sin duda, este alejamiento de las bambalinas contribuía a crear una imagen de respetabilidad, elegancia y, todo hay que decirlo, misterio alrededor del mundo que representaban.

Silvio Berlusconi