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Hablar sin parar
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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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Hablar sin parar

No hay tiempo que perder es el eslogan al que se acogen con desparpajo nuestros políticos en los debates y programas televisivos, incluidos los de partidos emergentes.

Foto: Ilustración: Javier Aguilart.
Ilustración: Javier Aguilart.

Tengo escrito (me temo que varias veces) que hay gente que confunde argumentar con hablar sin parar. ¿Por qué, entonces, lo repito? Porque me temo que el número va en aumento, y tal vez valdría la pena detenerse un momento a pensar en los motivos del crecimiento.

Probablemente, aunque estemos ante un fenómeno que se hace visible en determinados escenarios públicos, el mismo solo puede ser adecuadamente comprendido si lo consideramos como el efecto último de una profunda transformación del imaginario colectivo. Los escenarios públicos donde el fenómeno se hace más visible son, desde luego, los medios de comunicación de masas. En ellos constatamos a diario la práctica imposibilidad de desplegar argumentación alguna. La lógica que en tales lugares impera es la del fogonazo, la consigna o la idea-fuerza -díganlo como ustedes prefieran- pero en ningún caso la del discurso, la explicación o la interpretación. Lo peor que en ellos le puede ocurrir, pongamos por caso, a un político es quedarse en blanco o balbucear, esto es, emitir señales indicadoras de que carece de respuesta. Pero si consigue sortear el peligro y habla, esto es, si dice algo -casi cualquier cosa- nada grave debe temer.

Se trata de ruido, en última instancia, y si alguien coquetea con el silencio es solo como elemento de tensión, como contrapunto obligado antes de que el ruido sea mayor. Porque es precisamente la ausencia de silencio el valor primordial. Doy fe de que antes de entrar en plató o de abrir los micrófonos, los conductores de un cierto tipo de programas de debate, especialmente político, acostumbran a aleccionar a los participantes con indicaciones del tipo: "no hace falta que me pidáis turno para hablar", "se trata de que esto sea un diálogo vivo", "podéis interpelaros", etc. y, aunque luego los aleccionadores finjan con exageración verse turbados por la algarabía que ellos mismos han propiciado, su eventual forma de poner orden es casi siempre idéntica: llamando la atención sobre el hecho, en cierto modo técnico, de que los espectadores, en sus casas, no consiguen entender lo que se está diciendo, pero prácticamente nunca reclamando la necesidad de que los argumentos se puedan exponer sin interrupciones.

En algunos debates los presentadores aleccionan a los participantes con indicaciones

Pero habrá que dar un paso más y constatar que esta lógica, además de imperar en dichos medios, ha terminado por ser asumida por casi todo el mundo y, en esa misma medida, se puede afirmar que empapa nuestra vida colectiva por entero. No hace ahora al caso enredarse a debatir qué fue primero, si el huevo o la gallina, y malgastar energías intentando dilucidar si han sido los medios los que han terminado por formatear las expectativas de los espectadores o, por el contrario, ha sido la presión de estos la que ha acabado por obligar a los programadores a ofrecer productos adecuados a las demandas del público. El caso es que, en efecto, ya apenas ningún espectador parece dispuesto a desperdiciar rato alguno en escuchar un argumento, y menos si este necesita ser desplegado con una cierta demora.

'No hay tiempo que perder', parece ser el eslogan subyacente compartido por todos, y a él se acogen, con creciente desparpajo, nuestros políticos, emergentes incluidos. Se da por descontado que algo hay que decir -prácticamente lo que sea- y, en el caso de que, en una entrevista o rueda de prensa, pongamos por caso, lo dicho resulte insatisfactorio y el periodista re-pregunte, se trata de iniciar la 're-respuesta' afirmando, con total desenvoltura: "como ya le he contestado antes...", es de suponer que para que el entrevistador se sienta culpable de no haber entendido bien eso que supuestamente se le había contestado.

El caso es que ya apenas ningún espectador parece dispuesto a desperdiciar rato alguno en escuchar un argumento

Pero si todo lo anterior importa es porque da lugar a relevantes consecuencias de orden práctico. Por regresar al principio: los insustanciales, y ya no digamos los impostores, se mueven en este escenario como pez en el agua (y nunca mejor dicho, por aquello de la memoria de pez). ¿Quién recuerda las inconsistentes declaraciones de X? ¿A quién se le reclama por sus constantes volantazos estratégicos? ¿De quién se toma en cuenta la más que dudosa coherencia? Preguntas retóricas hasta el límite de lo inteligible para algunos, que probablemente tenderán a pensar que son reclamaciones por completo inviables; lamentos nostálgicos, pensarán otros, especialmente aquellos que, por edad, no han conocido otra cosa que la abrumadora hegemonía de la lógica del titular y del eslogan, de la consigna y el destacado, cuando no del SMS -ofensivo y con errores de ortografía, eso por supuesto- como faldón en la pantalla del televisor.

Sin embargo, valdrá la pena dejarlo dicho: resulta lamentable que en unos momentos como los actuales, en los que tan fácil sería lanzar una regeneradora mirada sobre el pasado -entre otras cosas porque de todo queda constancia, porque si algo abunda son los testimonios de lo que han ido afirmando determinados personajes públicos- el interés en llevarla a cabo haya desaparecido casi por completo. Acaso habría que actualizar la célebre máxima del escritor suizo Friedrich Dürrenmatt «tristes tiempos estos en los que hay que luchar por lo que es evidente», señalando que una de esas cosas evidentes por las que hoy toca luchar es por restablecer el valor de la memoria, de la razón y de la palabra.

CODA. No hay que llamarse a engaño al respecto: con toda probabilidad una tal reivindicación apenas va a recibir por parte de gran cantidad de personas (aproximadamente la misma cantidad que la que confunde argumentar con hablar sin parar) otra respuesta que una sonrisa conmiserativa. Pero no es menos cierto que, aunque no esté asegurado, de vez en cuando en la historia ganan los buenos y no habría que descartar que, dentro de unos años, la mencionada sonrisa displicente termine por simbolizar a la perfección el rictus de los bobos.

Tengo escrito (me temo que varias veces) que hay gente que confunde argumentar con hablar sin parar. ¿Por qué, entonces, lo repito? Porque me temo que el número va en aumento, y tal vez valdría la pena detenerse un momento a pensar en los motivos del crecimiento.

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