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La alternativa al cuaderno azul no es un cuaderno rojo
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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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La alternativa al cuaderno azul no es un cuaderno rojo

En nuestros días los representantes normales de la ciudadanía -como los diputados- no manejan información privilegiada, ni disponen de más datos que cualquier ciudadano

Foto: El expresidente del Gobierno José María Aznar. (EFE)
El expresidente del Gobierno José María Aznar. (EFE)

Comentaba en un artículo publicado aquí mismo hace cosa de un mes ('Políticos de hoja caduca') la necesidad de abrir las instituciones y las formaciones políticas en general al mayor número posible de ciudadanos, de manera que la participación en ellas dejara de constituir un privilegio al alcance de unos pocos (privilegio al que, por añadidura, buena parte de esos pocos habría accedido por sus aventajadas relaciones con la dirección del partido correspondiente). No hará falta reiterar los argumentos que en aquel texto planteaba: las graves disfunciones que la ausencia de participación ha provocado en la vida pública en los últimos tiempos constituyen probablemente la prueba más contundente de su necesidad.

La condición transeúnte (por perseverar en la conocida expresión orteguiana) de los políticos debería contribuir también a deshacer algunas de las percepciones más frecuentes que tiene la ciudadanía no solo acerca del funcionamiento de las instituciones sino también acerca de la propia práctica de los protagonistas de la vida pública. Así, nuestro lenguaje ordinario todavía conserva expresiones que dan a entender la existencia de un dentro y un fuera de la cosa pública, como si quienes se encuentran en ese presunto interior estuvieran en el secreto de cuestiones que les son vedadas a quienes habitan en el exterior, esto es, el común de los ciudadanos.

Pues bien, si algo se le hace evidente a quien se adentra por vez primera en el ámbito de la política más institucional es la absoluta obsolescencia de viejas expresiones como "saber de buena tinta", "estar en el ajo" y otras similares. Por el contrario, hoy, cuando dos diputados de a pie se encuentran en los pasillos del Congreso y uno le pregunta a otro acerca de si dispone de alguna información acerca de un determinado episodio político, lo más frecuente es que el segundo le responda aludiendo a lo que acaba de leer en un periódico, ver en la televisión o escuchar en una emisora de radio. Sin duda que este hecho tiene una dimensión muy positiva, relacionada con la difusión casi instantánea y generalizada de cualquier información, difusión que, espontáneamente, uno tendería a valorar poniéndole delante el signo más, esto es, en términos de transparencia. Se debe reconocer que algo de eso hay, desde luego. Pero no es menos cierto que cabe otra valoración, ciertamente ya no tan positiva, de este mismo hecho.

Cuando dos diputados se encuentran en el Congreso y uno le pregunta a otro acerca de alguna información el segundo dice que lo acaba de leer en un periódico

Y es que en nuestros días los representantes normales de la ciudadanía -como los diputados a los que se aludía en el ejemplo del párrafo anterior, sin ir más lejos- no manejan información privilegiada, ni disponen de más datos que los que obran en poder de cualquier ciudadano interesado en la cosa pública. Congresistas y periodistas, pongamos por caso, van a la par a este respecto (aunque en más de un caso estos últimos incluso vayan por delante de los primeros: no es raro, pongamos por caso, que un diario filtre las intervenciones de los miembros de la dirección de un partido en reuniones celebradas a puerta cerrada, proporcionando de esta manera a cuadros medios y militantes de base de esa misma organización una información de cuyo conocimiento, de no ser por dichos medios, quedarían excluidos).

Pero uno de los efectos que se sigue de esta mayor disponibilidad de la información posee el signo opuesto. Las cúpulas de las formaciones políticas -al igual, por cierto, que quienes detentan efectivo poder en cualquier ámbito de relevancia social- se han vuelto temerosas de que se pueda devaluar el capital informativo que manejaban, y han terminado por convertirse en extremadamente celosas del mismo. La paradójica situación en la que, debido a esto, hemos acabado por desembocar es la de una contrastada diferencia entre unos ámbitos en los que la transparencia tiene tan pocas restricciones que en muchos casos se diría fronteriza con la obscenidad (tan solo un ejemplo, pero en todo caso no menor: es ya práctica habitual que determinados medios de comunicación hagan públicos mensajes estrictamente privados -mails, wasaps, telegrams, sms...- de personajes públicos con el farisaico argumento de que "son noticia" o, peor aún, de que "los lectores tienen derecho" a conocerlos) frente a otros ámbitos en los que la opacidad es prácticamente absoluta, de tal manera que decisiones de la mayor trascendencia son conocidas previamente apenas por el reducidísimo círculo que rodea a quien las ha de tomar, cuando no solo por él mismo. No deja de ser llamativo que se haya podido producir esta situación en tiempos en los que a muchos se les llena la boca hablando de la necesidad no solo de la transparencia sino también de la máxima participación de la ciudadanía en la toma de decisiones.

La perseverancia en la opacidad representa uno de los efectos (¿indeseados o deseados?) de esa reedición del culto a la personalidad de los nuevos

No es este el momento de complicar las cosas planteadas hasta aquí introduciendo un nuevo problema, pero al menos valdrá la pena dejarlo apuntado. No habría que descartar que el señalado déficit de transparencia, presente desde antiguo en nuestra vida política (algunos recordarán, por no remontarnos muy atrás, el célebre y misterioso cuaderno azul de Aznar), lejos de haberse debilitado en los últimos tiempos, se hubiera visto reforzado. De ser así la cosa, estaría indicando la persistencia de viejas lógicas de funcionamiento del poder que en absoluto, más allá de la diferencia en la gesticulación, en la puesta en escena y, en general, en las formas de unos y de otros, habrían sufrido modificación.

Lo llamativo, en todo caso, no es que la persistencia se dé en los mismos que la venían practicando (desde este punto de vista, Rajoy resultaría ser un digno sucesor de Aznar en lo tocante al enigmático hermetismo) sino en quienes afirmaban traer consigo la buena nueva de una forma alternativa de hacer política, se supone que infinitamente más transparente y participativa. En este punto, no ha habido tal alternativa, hasta el extremo de que podría aventurarse que la perseverancia en la opacidad representa uno de los efectos (¿indeseados o deseados?) de esa reedición del culto a la personalidad que parece estar acompañando a los nuevos liderazgos.

Ahora bien, la perseverancia, cuando la protagoniza según quién, presenta un específico agravante. Porque estaríamos, en este supuesto, en un efecto sin excusa, del que la historia ya nos tenía más que advertidos: en los hiperliderazgos, la relación entre el líder y la sociedad se plantea como presuntamente directa. Este tipo de vínculo sin mediaciones (del que una buena muestra la constituirían las famosas consultas a las bases, consultas en muchos casos tuneadas, a las que algunos, ante el menor problema, acuden en busca de remedio) daña de manera frontal a la democracia misma, que requiere para su adecuado funcionamiento no solo un máximo de participación ciudadana, sino también, en lo posible, que la ciudadanía en cuestión sea comprometida, crítica, exigente y responsable; lo que incluye, entre otras cosas, la conciencia generalizada del valor de todo ese entramado de procedimientos y mediaciones que constituye la materialidad democrática (y no su mera formalidad). Curioso: precisamente el entramado que determinados políticos de nuestros días no parecen tener el menor interés en potenciar, en beneficio de los atajos de una presunta relación no mediada ("democracia directa" se atreven a denominarla cuando se les calienta la boca) que no se termina de saber nunca a dónde conducen. ¿O sí?

Comentaba en un artículo publicado aquí mismo hace cosa de un mes ('Políticos de hoja caduca') la necesidad de abrir las instituciones y las formaciones políticas en general al mayor número posible de ciudadanos, de manera que la participación en ellas dejara de constituir un privilegio al alcance de unos pocos (privilegio al que, por añadidura, buena parte de esos pocos habría accedido por sus aventajadas relaciones con la dirección del partido correspondiente). No hará falta reiterar los argumentos que en aquel texto planteaba: las graves disfunciones que la ausencia de participación ha provocado en la vida pública en los últimos tiempos constituyen probablemente la prueba más contundente de su necesidad.

José María Aznar Mariano Rajoy Ciudadanos