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Relevo generacional en falso
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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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Relevo generacional en falso

Que la política de este país necesitaba un relevo generacional, parece fuera de toda duda. Que en gran medida ese relevo ya se ha empezado a producir, también parece un hecho

Foto: Vista general del hemiciclo del Congreso de los Diputados. (EFE)
Vista general del hemiciclo del Congreso de los Diputados. (EFE)

Hace unos años, en la época de máximo auge del discurso foucaultiano, tan antiinstitucional él, un amigo y colega introducía en un artículo suyo una apostilla que por aquel entonces nos parecía a prácticamente todos casi de sentido común. Después de hacer una afirmación rotunda acerca de no recuerdo qué o quién, puntualizaba: "Dicho sea con todo el respeto a las personas y ninguno a las instituciones".

Últimamente, he recordado esa afirmación —que, insisto, yo mismo (viejo althusseriano a fin de cuentas) hubiera suscrito sin dudar en aquella época—. Hoy, en cambio, pienso que defender la democracia —valor que, por lo menos de boquilla, en estos tiempos nadie osa cuestionar— obliga, con todos los matices que haga falta, a defender a la vez las instituciones en que se materializa y cuyo correcto funcionamiento garantizan. Por lo que respecta a las personas, tal vez deberían preocuparnos menos y aplicarles una paráfrasis de la tesis sostenida por el filósofo norteamericano Richard Rorty, la de "cuida la libertad y la verdad se cuidará a sí misma" y afirmar "cuida las instituciones y las personas se cuidarán a sí mismas". O si prefieren formularlo con otras palabras: si las personas que ocupan cargos de responsabilidad política quieren ser respetadas, deberían empezar por respetar ellas a las instituciones que representan.

Les voy a ahorrar el listado de situaciones en las que tengo la sensación de que algunos de nuestros responsables políticos han incumplido el requisito de respetar a las instituciones porque, de intentar presentárselo, la lectura de este artículo les iba a resultar más aburrida que la intervención de Irene Montero en la moción de censura enumerando los casos de corrupción del PP. Pero déjenme que les diga tan solo que algunas de las declaraciones que llevan a cabo aquellos últimamente parecen empeñadas en faltarle al respeto, además, a la inteligencia de los ciudadanos. Remito al lector interesado en este extremo a los tuits que el actual 'president' de la Generalitat se dedica a escribir a la menor ocasión, tuits de una banalidad y confusión conceptual (mezclando a destajo churras con merinas: el derecho a decidir con la plataforma Castor, la ley de transitoriedad con el rescate de Bankia, la lengua y cultura catalanas con las radiales de Madrid, y así sucesivamente) impropias de quien ocupa tan alta representación y que, desde luego, no tienen nada que envidiar a los que tan profusamente se dedica a pergeñar Donald Trump.

La cuenta atrás de la nada ha comenzado en Cataluña. De momento, las cosas parecen transcurrir de acuerdo con el guion previsto. De parte del Gobierno catalán, es público y notorio que se trata de procurar encender los ánimos colectivos para alcanzar la temperatura máxima el próximo 11 de septiembre y, de esa manera, iniciar la campaña para el referéndum lo más cerca posible del punto de ebullición. Para este fin, todo vale. Sin ir más lejos, por poner un ejemplo menor pero profundamente significativo de cómo está la voluntad de agitación y propaganda por estas latitudes, volver a emitir en la televisión pública catalana un reportaje sobre las cloacas del Estado si ello contribuye de manera eficaz a la causa. Hasta ahora, eso de repetir un programa parecía reservado para Barça TV o Real Madrid TV, que se dedican a repetir los triunfos gloriosos de sus equipos, con especial atención a las noches europeas inolvidables, para solaz de los aficionados correspondientes, pero TV3, en un alarde de dudosa profesionalidad (precisamente si el programa fue visto por tantísima gente como dicen, ¿qué necesidad hay de repetirlo?), ha decidido comportarse como un hincha de fútbol cualquiera.

Del otro lado, el Gobierno del PP parece decidido a continuar con su plan de actuación discreta, en lo posible de baja intensidad mediática, pero de considerable eficacia real, especialmente en la medida en que advierte sobre las inexcusables responsabilidades en las que incurrirían quienes participen en la organización del referéndum. Las reacciones a dicha actuación también han seguido el guion previsto: el independentismo ha sacado a pasear de inmediato la efigie de Franco, en tanto que la oposición de izquierda, temerosa de que su perfil político pudiera quedar desdibujado y hubiera ciudadanos despistados que pensaran que se limita a estar al lado de la política represiva del Gobierno, ha resaltado sobre todo que únicamente con la ley no es suficiente y ha aprovechado la oportunidad para recordar sus propuestas territoriales.

En medio, quienes han convertido la indefinición en su más genuina seña de identidad celebran con la boca pequeña la posibilidad de que el referéndum ni se llegue a celebrar (les ahorraría el severísimo problema de definirse) y tocan madera confiando en que no se produzca ninguna contingencia escandalosa —como podría ser, pongamos por caso, la detención de algún político independentista señalado, por no mencionar eventualidades peores— que pudiera alterar sus planes.

No creo que resulte demasiado audaz por mi parte afirmar que estamos viviendo en este país el momento de mayor intensidad y trascendencia colectivas desde la Transición. Es un momento que, precisamente por ello, está poniendo a prueba a los políticos a los que la ciudadanía ha encargado la gestión de la situación. Respecto a la de algunos, como el astuto 'president' de la Generalitat anterior, ya se puede hacer balance, y lo más benévolo que cabe decir de la misma (por aquello de no hacer leña del árbol caído) es que fue desoladora.

Si diéramos por descontado que todo lo nuevo es bueno, no nos quedaría más remedio que plegarnos de manera acrítica ante lo inédito

No faltará quien prefiera leer dicho fracaso en clave generacional y se acoja a la hipótesis de que si las cosas le fueron tan mal a Artur Mas, no fue por su incompetencia sino porque en el fondo no era más que uno de los últimos representantes de esa vieja política que estaba a punto de desaparecer. Pero no está claro que semejante interpretación funcione. Por lo pronto, ser hijo de una nueva época no garantiza en absoluto que las propuestas políticas que uno haga sean también nuevas. La novedad política no la definen la biología ni el DNI. Si hiciéramos una cata a ciega de textos, y leyéramos los escritos de políticos de diferentes grupos generacionales sin conocer previamente a sus autores, con toda probabilidad a muchos les costaría diferenciar qué afirmaciones pertenecen a los de mayor edad y qué otras a los más jóvenes.

Pero no es únicamente eso. Por más obvio que pueda resultar, la condición de nuevo no constituye un valor en sí misma. En caso contrario, si diéramos por descontado que todo lo nuevo es bueno, no nos quedaría más remedio que plegarnos de manera acrítica ante lo inédito, que celebrar lo inaugural por el mero hecho de serlo. Pero tanto en Cataluña como en el resto de España abundan los políticos de última generación que plantean afirmaciones y hacen propuestas no ya solo discutibles sino, en muchos casos, directamente, contradictorias. ¿Qué pensar, vgr., del reciente artículo, firmado al alimón por Xavier Domènech y Pablo Iglesias, en el que, bajo el pomposo título de "Cataluña, 'un sol poble", se proponía un referéndum que si algo haría sería partir por la mitad a ese mismo pueblo cuya unidad proclaman defender?

Que la política de este país necesitaba un relevo generacional, parece fuera de toda duda. Que en gran medida ese relevo ya se ha empezado a producir, también parece un hecho. Pero que el relevo que se ha empezado a producir no era el que se necesitaba me parece asimismo una evidencia. Porque hay que estar a la altura de las instituciones que se pretende ocupar (o incluso okupar). Y no alcanzo a ver qué derechos le asisten para ello al primero que llega por el solo hecho de haber sido el más rápido. O el más ambicioso.

Hace unos años, en la época de máximo auge del discurso foucaultiano, tan antiinstitucional él, un amigo y colega introducía en un artículo suyo una apostilla que por aquel entonces nos parecía a prácticamente todos casi de sentido común. Después de hacer una afirmación rotunda acerca de no recuerdo qué o quién, puntualizaba: "Dicho sea con todo el respeto a las personas y ninguno a las instituciones".

Carles Puigdemont Generalitat de Cataluña