Filósofo de Guardia
Por
Voladura descontrolada
No solo el Estado parece haber perdido el control sobre una parte del territorio, sino que quien aspira a tenerlo tampoco lo detenta realmente
No fui el único que, tras la comparecencia de Puigdemont el pasado miércoles por la mañana, rodeado de todo su Govern, pensó que las cosas podían tomar otro rumbo. Es cierto que inició su intervención con una crítica frontal al gobierno central, a los registros de sedes de la Generalitat y a las detenciones que se habían producido esa misma mañana, pero a cualquier espectador avispado se le hacía evidente que los mismos términos de la condena eran de doble uso. En efecto, denunciar la situación en Cataluña calificándola como de "estado de excepción" tanto le podía servir para ratificarse en sus promesas como para abrirse una puerta que le permitiera en los próximos días comunicarle a la ciudadanía catalana que, en las nuevas circunstancias, la fuerza bruta del Estado español era la que había impedido la celebración del referéndum. Por lo que respecta a él, toda su gestión al frente del Govern, consagrada en exclusiva a organizarlo, habría acreditado una inequívoca voluntad de que tuviera lugar.
Pero, a mi juicio, llamativas en mayor medida resultaron las palabras que utilizó para seguir hablando del 1-O. Evitaba los términos más comprometidos y comprometedores (votación, referéndum...) y, en su lugar, optó por los eufemismos tipo "saldremos a la calle con una papeleta" y similares, palabras que recordaban a las de Artur Mas ("Pondremos urnas"), que con el tiempo se revelaron profundamente tramposos, como por lo demás cabía esperar de alguien que presumía de astuto. En el caso de Puigdemont, las expresiones utilizadas invitaban a pensar que el plan B de su gobierno, ante la imposibilidad material de celebrar el referéndum, era convocar una Diada bis, en la que se hiciera patente ante el mundo que la previsible multitud agitando sus papeletas lo único que reclamaba era un elemental ejercicio democrático. Un plan, por cierto, que parecía haber admitido días antes en declaraciones radiofónicas Joan Rigol, al señalar que lo importante del 1-O era la foto (fuera de las colas de votantes ante las urnas o de la Guardia Civil requisándolas).
Un último argumento que invitaba a pensar en un cambio de rumbo fue una imprecisa referencia a las consultas que llevaría a cabo el Govern de la Generalitat antes de tomar ninguna decisión sobre cómo actuar a partir de ese momento. Sonaba extraño que quien tanto había reiterado tener clarísimo lo que quería hacer, ahora tuviera que evacuar consultas de cualquier tipo. En todo caso, parecía claro que la mera referencia a las mismas dejaba planteada la posibilidad de dicho cambio de rumbo (si no, ¿para qué se consulta?).
La intervención en televisión, esa misma noche, de Mariano Rajoy parecía dar por zanjada la cuestión de la viabilidad material del referéndum. "Ya no es posible", remachó. En el fondo, en la misma línea vino a pronunciarse Oriol Junqueras al día siguiente, reconociendo que el desmantelamiento de la logística del referéndum alteraba significativamente la circunstancias. Y aunque es cierto que no fue más allá, lo es también que esa sola declaración implicaba un reconocimiento claro de que había que empezar a pensar políticamente en otros términos.
Y las calles se llenaron de manifestantes
Imagino que en el futuro alguien nos contará la intrahistoria de esas horas en el Palau de la Generalitat y en la sede de los partidos soberanistas. No parece muy aventurado imaginar las fuertes discrepancias entre un vicepresidente con unas expectativas de futuro muy claras y un presidente que identifica el futuro con la posteridad. De momento, lo único que conocemos es el dato de que el jueves por la tarde Puigdemont, esta vez solo (dato llamativo en alguien a quien parece acompañarle en todo momento como su sombra Junqueras), volvió a comparecer ante los medios, en esta ocasión para declarar que nada se había visto alterado por las actuaciones judiciales, que tales contingencias estaban previstas y, por si alguien tenía dudas al respecto, al poco informaba, a través de las redes sociales, de la dirección electrónica donde los catalanes podían conocer el lugar en el que les correspondía votar. Por si todo esto fuera poco, 'TV3', poco antes de su 'Telenoticies' de las 21:00 emitió un anuncio -es de suponer que completamente ilegal- invitando a votar en el referéndum.
La imagen del estado en el que quedó un coche de la Guardia Civil aparcado esa primera noche ante la consellería de Economía invita a la preocupación
No quiero obviar el dato de que, entretanto, las calles de Barcelona se fueron llenando de manifestantes. Al contrario, importa destacar este hecho y la relación que mantiene el mismo con los responsables políticos. Aunque tal vez fuera más apropiado hablar de no-relación, esto es, de ausencia de dirección política del proceso en esta fase terminal. Quienes hasta ahora parecían animarlo y dirigirlo (¿alguien duda de la condición de terminales de los partidos soberanistas que tienen la ANC y Omnium?) parecen haber perdido el control. Confían, por supuesto, que el carácter masivo de las movilizaciones juegue a su favor, pero nadie en su sano juicio está en condiciones de asegurar que no se produzca un incidente que lleve las cosas a un extremo por completo incontrolable. La imagen del estado en el que quedó un coche de la Guardia Civil aparcado esa primera noche ante la consellería de Economía invita más bien a la preocupación.
Lo que parece haber, en lugar de dirección política, es una extraña amalgama de pescadores dispuestos a pescar en río revuelto y de líderes ávidos de una autoinmolación que convierta su insignificancia política en grandeza histórica. Tal vez no valga ya la pena, a estas alturas, insistir en esto último. Pero respecto a lo primero, hay que constatar que el espectáculo del oportunismo de algunos profesionales de la cosa pública está alcanzando entre nosotros cotas difíciles de igualar. La locuaz alcaldesa de Barcelona -capaz de defender con la misma determinación y firmeza una cosa y su contraria en el plazo de veinticuatro horas- cree haber encontrado en la agitación callejera un filón electoral que, al mismo tiempo, le permita esquivar el asunto de hacer pública, de una vez por todas, la posición de su grupo respecto a la independencia de Cataluña.
No está sola en el empeño. Su lugarteniente en el Congreso de los Diputados, Xavier Domènech, no solo le reprochaba esta misma semana al PP estar haciendo saltar por los aires los pactos de la Transición (esos mismos pactos a los que su formación política ha calificado reiteradamente como candado, y cuya voladura por parte del PP ahora de golpe declara lamentar), sino que se permitía leer en voz alta un fragmento de un texto de Francesc de Carreras en los que el constitucionalista catalán denunciaba a quienes se refugian en la ambigüedad y evitan tomar partido. Que esto lo afirme desde la tribuna del Congreso el representante de una formación cuya dirección ¡a una semana del 1-O! todavía no tienen claro lo que hará cuando tenga que decidir de veras es, como poco, escandaloso. (Aunque aceptaría, humildemente, que alguien censurara mi tibieza al calificar de oportunistas tales comportamientos y me puntualizara, irritado, que hay niveles de oportunismo que se adentran de lleno en el territorio del cinismo).
En el fondo, y siendo grave, tal vez no sea eso lo que más debería preocuparnos. Acaso deberíamos fijar nuestra atención sobre otro hecho, a mi juicio mucho más importante. Y es que no solo el Estado parece haber perdido el control sobre una parte del territorio, sino que quien aspira a tenerlo tampoco lo detenta realmente, ocupado por completo como se encuentra en atender a sus obsesiones. No sé cómo lo verán ustedes, pero estar en manos de este mix de irresponsables y oportunistas nunca es buena noticia. ¿Hay alguien más ahí?
No fui el único que, tras la comparecencia de Puigdemont el pasado miércoles por la mañana, rodeado de todo su Govern, pensó que las cosas podían tomar otro rumbo. Es cierto que inició su intervención con una crítica frontal al gobierno central, a los registros de sedes de la Generalitat y a las detenciones que se habían producido esa misma mañana, pero a cualquier espectador avispado se le hacía evidente que los mismos términos de la condena eran de doble uso. En efecto, denunciar la situación en Cataluña calificándola como de "estado de excepción" tanto le podía servir para ratificarse en sus promesas como para abrirse una puerta que le permitiera en los próximos días comunicarle a la ciudadanía catalana que, en las nuevas circunstancias, la fuerza bruta del Estado español era la que había impedido la celebración del referéndum. Por lo que respecta a él, toda su gestión al frente del Govern, consagrada en exclusiva a organizarlo, habría acreditado una inequívoca voluntad de que tuviera lugar.