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¿Y si hiciéramos tabla rasa de los agravios?
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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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¿Y si hiciéramos tabla rasa de los agravios?

¿Realmente nos acerca a alguna posible solución recordar la lista de errores cometidos en los años inmediatamente anteriores al inicio del 'procés', por no remontarnos más atrás?

Foto: Ilustración: Raúl Arias.
Ilustración: Raúl Arias.

La historia nos lo ha certificado reiteradamente. Cuando un conflicto se enquista y se prolonga a lo largo del tiempo, de tal manera que las partes implicadas van acumulando agravios —reales o imaginarios, tanto da a estos efectos—, la posibilidad de encontrar una solución satisfactoria para ambas se hace inversamente proporcional a la duración del conflicto en cuestión.

La inminencia del 1-O, con la materialización del tan anunciado choque de trenes, ha comportado el abandono de la etapa anterior, en la que todavía las ideas, los sofismas, las palabras y los eslóganes funcionaban como armas arrojadizas. Dicha etapa ha finalizado. Hemos entrado en una nueva, en la que ya lo único que importa es el poder, el control, la ocupación de los diferentes espacios públicos. En uno, el espacio de lo real, el debate parece haberse reducido a determinar quién le ha de dar las órdenes a las diferentes policías, qué sanciones y penas se encuentran en juego si se persevera en las ilegalidades, qué planes alternativos están previstos para sortear las prohibiciones y cuestiones semejantes. En el terreno de los mensajes, ya no circulan en el ágora global otra cosa que vídeos de WhatsApp, tuits, 'memes' y memeces varias. Puro ruido, en definitiva.

En cierta ocasión, le preguntaron al gran Juan Marsé por el origen de la inquina que le tenía a un escritor mallorquín, ya fallecido, al que no dejaba de dedicar pullas desde las páginas del semanario humorístico 'Por favor', allá por los años setenta. Su respuesta siempre me ha dado que pensar: "Ya ni me acuerdo". Algo parecido, a este paso, podría acabar pasando en Cataluña.

Foto: Consulta catalana (EFE)

La fractura social en la que con tanta saña como irresponsabilidad ha ido ahondando el independentismo —fractura de la que el último en dejar constancia ha sido Joan Manuel Serrat, viéndose incorporado por ello automáticamente a la lista de traidores a la causa catalana— podría terminar siendo un hecho, generado desde el pasado, pero de cuya justificación se hubiera perdido memoria, como la inquina del autor de 'Últimas tardes con Teresa' hacia su colega escritor. A fin de cuentas, el grueso de todas esas fobias que tanto se critican de un tiempo a esta parte —de la xenofobia a la catalanofobia o la hispanofobia, pasando por la LGTBIfobia— funciona de idéntica manera: primero se da un rechazo visceral de un determinado colectivo y luego, cuando hay que dar cuenta de esa actitud, se buscan las razones que vengan en ayuda del fóbico o, lo que es lo mismo, que permitan revestir de aparente racionalidad el muñeco del rechazo previamente sentido.

Por paradójico que pueda parecer, tal vez de esto pudiera extraerse algún beneficio. Si los agravios ya apenas están vivos en sus efectos, si la reconstrucción detallada de los mismos empieza a convertirse en una tarea entre aburrida y penosa, ¿no sería un buen momento para intentar desterrarlos definitivamente? ¿Realmente nos acerca a alguna posible solución (o, si no, al menos a una salida) recordar la lista de errores cometidos en los años inmediatamente anteriores al inicio del 'procés', por no remontarnos más atrás (y terminar, como se suele, en 1714)?

¿Cómo puede ser que esos independentistas no salieran a la calle, airados, cuando Artur Mas pactó con el PP al principio de su primera legislatura?

Una lista apresurada y breve de los mismos podría formularse por medio de las siguientes preguntas: ¿fue un acierto prometer, como hizo Zapatero, que se aceptaría cualquier Estatut que propusiera el Parlament de Cataluña?, ¿alguien se enorgullece del Pacto del Tinell?, ¿fue un modelo de participación democrática el acuerdo mano a mano entre Mas y Zapatero sobre el Estatut aquella famosa tarde de domingo en La Moncloa?, ¿pueden escandalizarse por la sentencia del Tribunal Constitucional quienes rechazaron votar a favor del Estatut en el referéndum para su aprobación?, ¿reveló el resultado del mismo un entusiasmo indescriptible de la ciudadanía catalana hacia dicho texto?, ¿acaso la recogida de firmas contra el Estatut y las maniobras para influir en el TC por parte del PP no constituyeron un escandaloso caso de oportunismo tacticista?

Y, en fin, si, debido a tales iniciativas, tan dañado quedó el autogobierno de Cataluña, según se suele repetir por parte del soberanismo, ¿cómo puede ser que todos esos independentistas a los que hoy no se les puede mentar a Rajoy sin provocarles un sarpullido no salieran a la calle, airados, cuando Artur Mas decidió pactar con el PP al principio de su primera legislatura? ¿No hubiera sido más lógico, si la versión que ahora reitera el oficialismo catalán se correspondiera mínimamente con los hechos, que hubieran sido los independentistas y no los indignados por los recortes los que hubieran obligado al entonces 'president' a acceder al Parlament en helicóptero?

¿De verdad alguien piensa a estas alturas que es posible encontrar una fórmula que repare tanta deuda, que pueda dar satisfacción a tanto agravio?

Pero del hecho de que haya para todos no debería extraerse la conclusión, tan estéril como inexacta, de que las culpas están equitativamente repartidas, entre otras cosas porque de la misma no cabe inferir propuestas de utilidad para hacer frente a la situación creada. Quizás a lo que nos debería mover este apresurado listado es más bien a plantearnos otra pregunta, que en cierto modo subsumiría a todas las anteriores: ¿de verdad alguien piensa a estas alturas que es posible encontrar una fórmula que repare tanta deuda, que pueda dar satisfacción a tanto agravio acumulado?

De ahí el título del presente artículo. Acaso haya llegado el momento de plantearse con seriedad si mantener la expectativa de encontrar esa fórmula mágica, a lo que nos condena es precisamente a que esto no se acabe nunca. En lugar de ello, tal vez merezca la pena intentar otro camino, el de hacer tabla rasa de los agravios sufridos, olvidar la contabilidad de las deudas pendientes y buscar que la respuesta a los problemas planteados esté regida por un criterio, el de que —tomando prestada (sin permiso) la expresión de Meritxell Batet a propósito de este asunto— no haya ni vencedores ni vencidos.

Querer que no haya ni vencedores ni vencidos no es algo que todo el mundo esté dispuesto a aceptar

Se equivocaría quien pensara que un criterio así constituye un mero deseo piadoso, una bienintencionada aspiración sin contenido político alguno y, por tanto, aceptable por todo el mundo en la misma medida en que de ella no se desprende ningún efecto concreto. Querer que no haya ni vencedores ni vencidos no es algo que todo el mundo esté dispuesto a aceptar. Los unos porque lo que parecen anhelar últimamente es una victoria aplastante, definitiva, sobre el adversario, y los otros porque lo que parecen desear secretamente es sufrir una derrota con una carga épica de tal magnitud que los eleve a los altares de la gloria patriótica, les permita renovar el ciclo histórico de la victimización y les proporcione el combustible para que la maquinaria de su práctica política y de su discurso (aunque tal vez lo más propio fuera hablar, simplemente, de argumentario) continúe funcionando a pleno rendimiento.

Únicamente de esta forma se explica la intransigencia de Ciudadanos a aceptar la apertura de una mesa de negociación en el Congreso, así como su empecinamiento de los últimos días en convertir la defensa del Estado de derecho asumida por la izquierda socialdemócrata en exigencia de apoyo explícito al Gobierno del PP. Pero es también así como se explica el paralelo empecinamiento del bloque independentista en continuar asegurándoles a los suyos que el programa de máximos (la independencia misma) está a punto de alcanzarse, hasta el extremo de afirmar que apenas faltan ya unos días para que se cumpla la totalidad de sus objetivos programáticos.

Al independentismo parece importarle mucho más poder manifestar ante sus seguidores "por mí no ha quedado" que las consecuencias de sus actos

Parece evidente que de una promesa tan excesiva (e irreal) solo se puede salir con una derrota a la misma altura, una derrota que permita a los independentistas declarar que ha sido la imponente fuerza represiva del Estado la única que ha conseguido detenerles. Dicho de otra manera: al independentismo actualmente en el poder parece importarle mucho más poder manifestar ante sus seguidores "por mí no ha quedado" que las efectivas consecuencias de sus actos.

No son estas últimas, sin duda, buenas noticias, pero tal vez no nos quede más remedio que seguir manteniendo a pesar de ellas la pregunta con la que se iniciaba el presente texto: ¿y si hiciéramos tabla rasa de los agravios? Entre otras cosas, porque en su respuesta acaso hayamos empezado a jugarnos nuestra propia supervivencia como sociedad, esto es, la posibilidad de continuar viviendo juntos, y no solo yuxtapuestos, meramente amontonados.

La historia nos lo ha certificado reiteradamente. Cuando un conflicto se enquista y se prolonga a lo largo del tiempo, de tal manera que las partes implicadas van acumulando agravios —reales o imaginarios, tanto da a estos efectos—, la posibilidad de encontrar una solución satisfactoria para ambas se hace inversamente proporcional a la duración del conflicto en cuestión.