Es noticia
La convivencia no se vota
  1. España
  2. Filósofo de Guardia
Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

Por

La convivencia no se vota

Habría que añadir una tercera reconciliación pendiente, la que debería tener lugar dentro de cada uno de nosotros

Foto: Banderas españolas, senyeras e independentistas cuelgan de los balcones de Barcelona. (EFE)
Banderas españolas, senyeras e independentistas cuelgan de los balcones de Barcelona. (EFE)

No tengo una sólida razón para afirmarlo, lo reconozco. Es tan solo una cuestión de intuición. Pero el caso es que siempre he pensado que a José María Aznar le gusta más acertar profetizando desastres que anunciando finales felices, atinar con los malos augurios que con las soluciones. De ser ello cierto, es de suponer que se habrá sentido extremadamente halagado al comprobar que su pronóstico según el cual antes se rompería Cataluña que España se ha cumplido. No hace ahora al caso entretenerse en analizar los fundamentos de su pronóstico y en dilucidar hasta qué punto se basaba en un profundo conocimiento de la sociedad catalana o más bien en una fe inquebrantable en que los españoles no permitirían nunca que saltara por los aires la unidad de su patria. Sospecho que se debía más a lo segundo que a lo primero pero, sea como sea y al margen de la fundamentación de su profecía, lo cierto es que hizo bien en poner el foco de la atención sobre las consecuencias a que podía dar lugar el 'procés' dentro de Cataluña, en vez de aceptar el diseño que el independentismo se empeñaba en proponer, esto es, el de que lo que había era un conflicto entre Cataluña y España, entendidas cada una de ellas como unidades internamente homogéneas y enfrentadas entre sí.

Resulta obvio que Aznar no acertaba por completo, en la medida en que la otra cara de la moneda de su pronóstico era el reproche, dirigido a Rajoy, de no haber actuado con mayor firmeza atajando de raíz el conflicto a las primeras de cambio y haber esperado, indolente (a la manera mariana) a que se pudriera solo. Pero la mera reclamación de firmeza por parte del expresidente olvidaba algo fundamental, y es que el hecho, sobradamente contrastado a estas alturas, de que exista un problema dentro de Cataluña —quiere decirse, entre catalanes— no significa en modo alguno que España en su conjunto no tenga el suyo. Parece obvio no solo que lo tiene, sino que ha resonado de manera directa en todo lo que ha ocurrido aquí del 2012 hasta hoy.

Para designar la tarea pendiente prefiero el término reconciliación, que proporciona desde su mismo enunciado una clave acerca de cómo proceder

Probablemente sea el reconocimiento de la existencia de ambas dimensiones —interna y externa, si se me permite la simplificación— lo que nos esté proporcionando una primera indicación acerca de la línea que debería seguir cualquier intento de solución del conflicto catalán. A este respecto, lo que habría que empezar a dilucidar, o en lo que deberíamos ponernos de acuerdo previamente, es en cuál constituye el principal problema con el que en estos momentos nos enfrentamos, asunto en el que, sin duda, no va a resultar fácil la coincidencia. Pues bien, a mi juicio, es precisamente la fractura antes señalada la cuestión que urge empezar a resolver.

Ya sé que algo parecido gustan de declarar políticos de distinto signo sirviéndose de un verbo que no me parece precisamente un hallazgo, ni literario ni conceptual, el verbo "recoser". Pero no deja de ser significativo que muchos de ellos, tras declarar tan noble propósito, la emprenden con medidas que no hacen más que ahondar en la fractura (el caso del nuevo 'president' del Parlament de Cataluña, Roger Torrent, resulta paradigmático a este respecto). Por eso prefiero, para designar la tarea pendiente, el término reconciliación, que, más allá de las resonancias histórico-políticas que pueda tener para los más veteranos, proporciona desde su mismo enunciado una clave acerca de cómo proceder.

Foto: Manifestación convocada por la Plataforma de Tabarnia en Barcelona. (Reuters)
TE PUEDE INTERESAR
Tabarnia triunfa con su primera manifestación satírica en Barcelona
Antonio Fernández. Barcelona

Porque, desde luego, parece claro que iniciativas como las de Tabarnia (más allá de lo que tenga de broma catártica) o la del referéndum de autodeterminación a toda costa, lejos de ayudar a la reconciliación pendiente, solo contribuyen a ahondar la fractura. La primera iniciativa está claro que no puede cumplir la función reconciliadora en la medida en que lo que consagra es precisamente la división incluso territorial entre dos comunidades. La segunda porque, además de apoyarse en una grosera falacia, si para algo sirve es para hacer volar los puentes que pudieran quedar en pie entre los sectores contrapuestos de la sociedad catalana.

El argumento, reiterado hasta la extenuación para justificar la necesidad del referéndum por parte del independentismo (e incluso por la de algún constitucionalista de buena fe), de que "se trata de contarnos", hace tiempo que decayó. Los ciudadanos catalanes estamos contados y recontados, y sabemos con escaso margen de duda que, movimientos coyunturales al margen, nuestra sociedad se encuentra partida por la mitad. ¿Para qué entonces el empecinamiento? Artur Mas lo ha manifestado en diversas ocasiones, dejando claro de esta manera al mismo tiempo el escaso fuste de su manera de argumentar: "En democracia, los problemas se resuelven votando".

No es el caso que en democracia todos los problemas se resuelvan votando o pudiendo elegir. Los ciudadanos no pueden elegir sobre todo

A nadie se le escapará que la afirmación es prima hermana de la tesis del derecho a decidir y, como ella, compatibiliza su apariencia de obviedad con su inconsistencia de fondo. Porque no es el caso que en democracia todos los problemas se resuelvan votando o pudiendo elegir. Los ciudadanos no pueden elegir sobre todo y en cualquier momento. Ni siquiera sobre asuntos que les importen sobremanera. Así, cuando el PP y Cs, en un alarde de oportunismo político digno de mejor causa, han sacado a pasear la cuestión lingüística y el modelo educativo catalán convencidos de que les iba a proporcionar réditos electorales inmediatos, han sido los sectores independentistas quienes más han puesto el grito en el cielo, precisamente con el argumento de que dejar elegir a los padres cosas, tales como la lengua vehicular de sus hijos, iba a romper la cohesión social en Cataluña.

Exageraban con sus presagios más catastrofistas (resulta difícil de entender, por ejemplo, que el mero hecho de impartir en castellano la asignatura de lengua castellana y otra más pueda romper cohesión alguna, a no ser que esta ya viniera muy deteriorada de fábrica), pero acertaban en el fondo del asunto. Y el fondo del asunto es que hay valores vertebrales, constituyentes de la vida en común, que no están en el mismo rango que decisiones de orden político susceptibles de ser corregidas cuando se produzca un cambio de mayorías parlamentarias.

Se diría que en ocasiones son muchos en nuestro entorno los individuos que parecen empeñados en no aceptar su condición heterogénea, mestiza

Dudo que, a este respecto, haya valor más vertebral de la vida en común que el de la convivencia en cuanto tal (esto es, no como mera descripción del estar juntos). Pero, precisamente porque la convivencia en Cataluña está dañada, lo que urge promover es la reconciliación en sus diversos niveles. No solo con España, articulando dicho objetivo con propuestas de todo tipo (sociales, culturales, económicas y, cómo no, políticas), sino también entre catalanes. Pero habría que añadir, por metafísico y especulativo que pueda parecer en primera instancia, una tercera reconciliación pendiente, la que debería tener lugar dentro de cada uno de nosotros, esto es, entre las diversas dimensiones y registros que nos constituyen y nos hacen ser quienes y como somos.

Y precisamente esto último es lo que me permite no abandonarme (al menos por completo) al pesimismo respecto a las posibilidades de reconciliación en el seno de la sociedad catalana. Si hay posibilidad de alcanzarla ello se debe no solo a la disponibilidad de los sectores más sensatos de sus dos "comunidades" sino también a que ninguno de nosotros es de una pieza, a que en todos y cada uno coexisten elementos de las dos (cuando no de más). El problema es que, de la misma manera que en el plano general político y social algunos pretenden que una comunidad se imponga y silencie a la otra, así también se diría que en ocasiones, sobre todo de un tiempo a esta parte, son muchos en nuestro entorno los individuos que parecen empeñados en no aceptar su propia condición heterogénea, mestiza. En suma: la pluralidad en muchos sentidos que les habita, el real caleidoscopio de su identidad. Y son ellos mismos quienes silencian una de sus lenguas, se niegan a emocionarse ante los símbolos del adversario político o ante sus manifestaciones culturales, aunque también les puedan emocionar a ellos, etc. Deberían sustituir ese autoodio inducido desde fuera por una gozosa aceptación de la complejidad de la que están amasados y que, a fin de cuentas, les hace más ricos. Deberían, en fin, reconciliarse consigo mismos. Nos iría mejor a todos, no les quepa a ustedes la menor duda.

No tengo una sólida razón para afirmarlo, lo reconozco. Es tan solo una cuestión de intuición. Pero el caso es que siempre he pensado que a José María Aznar le gusta más acertar profetizando desastres que anunciando finales felices, atinar con los malos augurios que con las soluciones. De ser ello cierto, es de suponer que se habrá sentido extremadamente halagado al comprobar que su pronóstico según el cual antes se rompería Cataluña que España se ha cumplido. No hace ahora al caso entretenerse en analizar los fundamentos de su pronóstico y en dilucidar hasta qué punto se basaba en un profundo conocimiento de la sociedad catalana o más bien en una fe inquebrantable en que los españoles no permitirían nunca que saltara por los aires la unidad de su patria. Sospecho que se debía más a lo segundo que a lo primero pero, sea como sea y al margen de la fundamentación de su profecía, lo cierto es que hizo bien en poner el foco de la atención sobre las consecuencias a que podía dar lugar el 'procés' dentro de Cataluña, en vez de aceptar el diseño que el independentismo se empeñaba en proponer, esto es, el de que lo que había era un conflicto entre Cataluña y España, entendidas cada una de ellas como unidades internamente homogéneas y enfrentadas entre sí.