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Contra los escándalos 'kleenex'
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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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Contra los escándalos 'kleenex'

Se equivocaría quien interpretara como un indicador o un síntoma de salud política de nuestra sociedad todo el estruendo mediático generado alrededor de Cristina Cifuentes

Foto: Fotografía de archivo de Cristina Cifuentes. (EFE)
Fotografía de archivo de Cristina Cifuentes. (EFE)

Lo reconozco: me soliviantan de manera creciente ese tipo de escándalos que parecen haber adquirido carta de naturaleza en nuestra sociedad, esos escándalos cuya denominación más adecuada bien podría ser la de escándalos 'kleenex', esto es, escándalos de usar y tirar, que cumplen la estricta función de introducir en nuestra vida cotidiana la cuota justa de irritación, por lo general dirigida hacia los que ya previamente considerábamos los malos (o sea, nuestros enemigos), con el objetivo último de obtener la gratificación de ver reafirmada nuestra bondad o, en su defecto, nuestra correcta posición en el mundo. Sin que, por supuesto, a nadie parezca importarle en lo más mínimo el daño que este fugaz y tramposo alivio moral en el que nos complacemos puede provocar en terceras personas.

Precisamente por ello, creo que se equivocaría quien interpretara como un indicador o un síntoma de salud política de nuestra sociedad todo el estruendo mediático generado alrededor de los escándalos protagonizados por Cristina Cifuentes. El hecho de que hayan tenido una naturaleza tan diferente —hasta el extremo de que el que terminó por precipitar su caída, el de la presunta sustracción de unas cremas en un supermercado, no creo que merezca otra calificación que la de insignificante—​ ya nos está dando alguna pista acerca de por dónde debería ir la valoración del estruendo.

Foto: Cristina Cifuentes. (EFE)

Aquilatar bien la naturaleza del escándalo no es un asunto menor o irrelevante, porque un error en la valoración puede tener importantes consecuencias prácticas. Así, se estarían equivocando, a mi juicio gravemente, quienes creyeran que se puede hacer una sencilla regla de tres y extraer de la premisa según la cual los escándalos de las últimas semanas le han costado el cargo a la expresidenta de la Comunidad de Madrid la conclusión de que los juicios que tiene pendientes el Partido Popular por casos de corrupción le van a suponer un desgaste político análogo o incluso mayor.

No creo que sea muy aventurado suponer que un caso de corrupción de los que, por desgracia, hemos pasado a considerar "normal" (como, pongamos por caso, la emisión de facturas falsas por parte de empresas afines a un determinado partido político con el fin de ocultar la financiación de las campañas electorales del mismo), vaya a conseguir a estas alturas indignar genuinamente a la ciudadanía. Distinto sería si de lo que se tuviera noticia fuera de una nueva y sorprendente variante de corrupción, como en su momento significó, por poner otro ejemplo, el conocimiento de la existencia de las tarjetas 'black' o los peculiares gastos que con ellas pagaban sus beneficiarios.

No creo que sea muy aventurado suponer que un caso de corrupción "normal" vaya a conseguir a estas alturas indignar genuinamente a la ciudadanía

Vendría a ser, por tanto, la lógica de lo que para los medios de comunicación es noticia lo que estaría determinando la resonancia pública y, en consecuencia, el eventual desgaste político para sus protagonistas de un tipo u otro de escándalo. De ser cierta la hipótesis, la valoración de la respuesta, presuntamente indignada, de la ciudadanía debería ser como poco cuidadosa no fuera a resultar que en muchos casos nos encontráramos ante lo que la vieja moral escolástica gustaba de denominar escándalo farisaico. Intento explicar esto último dando un pequeño rodeo.

Un uso torcido de las teorías de la ejemplaridad ha terminado desembocando en una situación en la que, en la opinión pública hoy hegemónica, se da por descontado que a cualquier persona que tenga la más mínima visibilidad, notoriedad o responsabilidad pública (de los futbolistas a los políticos o banqueros, pasando por actrices, sacerdotes o presentadores de televisión) le resulta exigible un alto grado de ejemplaridad porque se supone que siempre puede haber quien los tome como modelo, en tanto que los ciudadanos anónimos quedan exentos de esta misma exigencia. De tal manera que puede llegar a ocurrir que en la comisión de un delito (supongamos, ya que estábamos hablando de ello, de corrupción) todo el reproche público caiga sobre el político corrupto mientras que el corruptor goce de una comprensiva benevolencia social, cuando no incluso de simpatía.

Se da por descontado que a cualquier persona que tenga la más mínima visibilidad le resulta exigible un alto grado de ejemplaridad

No faltará quien atribuya el hecho de que este estado de opinión haya podido consolidarse tanto a elementos profundos de nuestra cultura, que no solo nunca hizo la reforma protestante, que instaba a que interiorizáramos las normas de todo tipo que deben guiar nuestras conductas, sino que tiene entre sus mayores logros el haber alumbrado un subgénero literario propio, la novela picaresca. Sin duda, algo de todo eso habrá (probablemente sin tales elementos, junto con otros de análoga naturaleza, no hubiera podido darse en nuestro país lo que en su momento se llamó "la cultura del pelotazo"), pero tal vez lo llamativo sea la forma que ha adoptado en nuestros días, merced al extraordinario desarrollo, no ya solo de los medios de comunicación en sus diferentes formatos (con la irrupción de los digitales en lugar destacado) sino también de las redes sociales, que necesitan capturar la atención del hipotético lector o seguidor emitiendo severísimos juicios morales que consigan elevar cualquier suceso o anécdota a la categoría de escándalo. De manera que nos encontramos con la curiosa paradoja de que en una sociedad capilarizada por la cultura de la picaresca hasta el último rincón de lo cotidiano, los juicios que se emiten en la plaza pública se diría que son los propios de un país educado en la cultura protestante más puritana.

Lo que constituye el mayor de los escándalos es que se le pueda añadir a la flagrante ilegalidad que se cometió difundiendo una grabación

De ahí el escepticismo con el que arrancaba este artículo. Un auténtico indicador de salud política hubiera sido que la publicidad dada tanto al vídeo del presunto hurto de Cristina Cifuentes como a otras informaciones relativas a su vida privada que han aparecido últimamente (incluido "un problema singular", por decirlo a la manera del ministro Catalá, respecto del cual los ciudadanos no teníamos el menor derecho a estar informados) hubieran desatado una auténtica oleada de indignación. Porque lo que en el fondo constituye el mayor de los escándalos es que se le pueda añadir a la flagrante ilegalidad que se cometió difundiendo una grabación que debería haber sido destruida, una intolerable falta de respeto a la intimidad personal. Con el agravante, por si hacía falta alguno, de que hasta la televisión pública de este país, tan controladora en otras cosas —como, sin ir más lejos, la no emisión del vídeo con el comentario soez y despectivo hacia los pensionistas por parte de la secretaria de Estado de Comunicación—, no tuviera el menor reparo en abrir sus informativos con las imágenes de la expresidenta de la Comunidad de Madrid en tan embarazosa situación.

Si nuestra reacción como ciudadanos no va más allá de pasarnos a través del móvil divertidos memes sobre el episodio del supermercado y las cremas, no sé si estamos, en el plano simbólico, muy por encima de aquellas 'tricoteuses' que, durante la Revolución Francesa, se dedicaban a hacer punto mientras contemplaban las ejecuciones, ellas sí reales, en la guillotina. O sea, que a veces lo escandaloso son precisamente determinados escándalos.

Lo reconozco: me soliviantan de manera creciente ese tipo de escándalos que parecen haber adquirido carta de naturaleza en nuestra sociedad, esos escándalos cuya denominación más adecuada bien podría ser la de escándalos 'kleenex', esto es, escándalos de usar y tirar, que cumplen la estricta función de introducir en nuestra vida cotidiana la cuota justa de irritación, por lo general dirigida hacia los que ya previamente considerábamos los malos (o sea, nuestros enemigos), con el objetivo último de obtener la gratificación de ver reafirmada nuestra bondad o, en su defecto, nuestra correcta posición en el mundo. Sin que, por supuesto, a nadie parezca importarle en lo más mínimo el daño que este fugaz y tramposo alivio moral en el que nos complacemos puede provocar en terceras personas.

Cristina Cifuentes