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¿Encallados o encanallados?
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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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¿Encallados o encanallados?

El independentismo catalán ha llevado a la exasperación la estrategia de mantener la cohesión de los suyos a base de alimentar el enfrentamiento con el enemigo exterior

Foto: Manifestantes a favor del referéndum del 1-O. (Reuters)
Manifestantes a favor del referéndum del 1-O. (Reuters)

Los episodios se suceden de manera incontenible y, por añadidura, a menudo varían de aspecto, pero la lógica con que se los analiza y valora permanece invariable, siempre idéntica a sí misma. Se trata de convertir cuanto pueda ocurrir y resulte susceptible de ser criticado en mera anécdota, en caso aislado que nada significativo representa. Estoy hablando de Cataluña, por si alguien no se había dado cuenta. Así, tanto da, por mencionar lo más reciente, que el mismísimo 'president' de la Generalitat, la televisión pública catalana o la expresidenta del Parlament (nada menos que en su momento la segunda autoridad de esta comunidad autónoma) escriban artículos, hagan comentarios jocosos o cuelguen en sus cuentas tuits de contenido inequívocamente supremacista, racista o xenófobo. Si alguien pensaba que opiniones de ese tipo constituían en materia de ideas una especie de líneas rojas que ningún político o personaje público en su sano juicio se atrevería a traspasar, ha quedado claro que andaba muy equivocado.

Pero para que la lógica funcione a pleno rendimiento y de manera satisfactoria no basta con convertir lo que cualquiera consideraría como categoría (o al menos como categórico) en simple anécdota. Se requiere también que, respecto a los adversarios políticos, la más mínima anécdota protagonizada por estos y susceptible de ser instrumentalizada adquiera automáticamente el rango de categoría. La estrategia tiene, además, la cómoda ventaja de que no hace falta rebuscar gran cosa: la menor insignificancia sirve. Baste con recordar la enorme rentabilidad en publicidad que el independentismo extrajo del inaceptable grito ("¡a por ellos!") que unos cuantos descerebrados que solo a sí mismos se representan (y con dificultad) lanzaron al paso de las fuerzas de la Guardia Civil que se dirigían a Cataluña poco antes del pasado 1 de octubre. Tanta ha sido la rentabilidad, que se ha convertido en la descalificación favorita que los independentistas han ido dirigiendo al adversario que en cada momento pretendían atacar, acuñando expresiones como el "bloque del 'a por ellos'" o el "jefe del Estado del 'a por ellos'" por mencionar solo un par de ejemplos.

Foto: Helicópteros EC135 de la Guardia Civil enviados a Cataluña. (EC)

Por supuesto que, llegados a este punto, cualquiera podría preguntarse: pero ¿acaso de una u otra manera no ha sido siempre así?, ¿no es la descrita una práctica argumentativa habitual, especialmente en el debate político? Por supuesto que sí, pero esa respuesta afirmativa, lejos de tranquilizarnos, debería constituir motivo de específica preocupación. Aunque las realidades sean sustancialmente diferentes y no se trate de comparar lo incomparable, en un punto al menos se podría establecer el paralelismo entre la situación que durante años se vivió en el País Vasco y la que hoy se vive en Cataluña. Hace poco más de dos meses, Ramón de España, con la fina ironía que le caracteriza, presentaba en un artículo titulado "A buenas horas, mamarrachos" una tipología que, cambiando "asesinos" por "líderes del 'procés'" y "putrefacción" por "responsabilidad", sería aplicable a la situación catalana. Podía leerse en dicho texto: "el País Vasco se compone de ciudadanos en diferente grado de putrefacción moral: los asesinos, los que les aplaudían, los que no aprobaban sus métodos, pero los encontraban disculpables, y los que no estaban de acuerdo con la situación, pero callaban como muertos y seguían comiendo 'pintxos' tranquilamente".

Con toda probabilidad sean los miembros del tercer grupo quienes más recurren a la lógica a la que nos venimos refiriendo. Lo hacen cada vez que juzgan con benevolencia paternalista los comportamientos de aquellos de los que, con la boca pequeña, declaran discrepar. Así, no es raro que resten importancia a los renuncios y contradicciones de estos últimos comparándolas con las por otra parte inocuas de los aficionados al fútbol, de los niños, de los creyentes y otras figuras similares. De la comparación terminan infiriendo, entre otras cosas, la conveniencia de no llevar a cabo ninguna acción, por correcta y justa que sea, que pueda molestar en alguna medida a tan sensible y escasamente racional sector. Una de las expresiones más utilizadas por parte de los miembros de este grupo para censurar lo que en sí mismo no resulta censurable es la de que una determinada iniciativa o medida "no ayuda nada" a la resolución del conflicto. Como si solo correspondiera a una de las partes la responsabilidad de apaciguar los ánimos, en tanto que a la otra no le resultara exigible la menor contención ni prudencia.

En un punto al menos se podría establecer el paralelismo entre la situación que se vivió en el País Vasco y la que hoy se vive en Cataluña

El planteamiento se sostiene con gran dificultad. Uno puede aceptar el argumento de que —por poner un ejemplo de hace no tanto— la prohibición de asistir a un acto deportivo como la final de la Copa del Rey de fútbol vestido con camisetas de un cierto color o con una determinada leyenda, por más ajustada que esté dicha prohibición a la normativa por la que se rige este tipo de actos, no contribuye al sosiego y a la reconciliación. Sin embargo, no se acaba de entender la razón por la que no se aplica el mismo reproche a quienes planifican el boicoteo a unos símbolos que sin duda ellos consideran ajenos a su sensibilidad, pero que otros ciudadanos sienten como muy suyos, a veces hasta el extremo de emocionarles vivamente. ¿Ayuda en algo que se nos escapa ese tipo de boicoteos y faltas de respeto, o es que hay quienes vienen de serie exentos de la responsabilidad de contribuir a rebajar el conflicto, mientras que otros, sin que se termine de saber por qué, se encuentran obligados a ello?

Pero, como señalábamos al principio, no se trata de enredarse en la casuística o de debatir sobre un ejemplo u otro, sino de atender a la lógica subyacente a todos ellos. Si nos colocamos en esa perspectiva, lo que se hace evidente es que lo que podríamos denominar la lógica de la benevolencia, que convierte todo lo propio en anécdota y lo ajeno en categoría (con su corolario práctico correspondiente: la política del contentamiento, por utilizar la expresión del federalista canadiense Stephan Dion) deja sin pensar lo que realmente importa, que es por cierto lo que más problemas plantea.

Foto: Premios princesa de girona

Porque lo grave no es el ventajismo de declararse ofendido y agraviado por prácticamente cualquier cosa, mientras que al mismo tiempo se le resta toda trascendencia a las ofensas que uno pueda llevar a cabo, sino el efecto que semejante actitud termina por provocar. El independentismo catalán ha llevado a la exasperación la estrategia, heredada del nacionalismo, de mantener la cohesión de los suyos a base de alimentar el enfrentamiento con el enemigo exterior (España, los españoles…), como si le resultara de todo punto inimaginable que pudiera existir un rechazo a sus tesis que surgiera del interior mismo de la sociedad catalana. No parece darse cuenta de que cuando ataca, ofende o insulta con impune ligereza a ese presunto enemigo exterior está atacando, ofendiendo o insultando a la vez a más de la mitad de catalanes que, sin renunciar a serlo, se siente también identificado con dicho enemigo (entre otras razones porque no lo considera tal), beligerancia irreductible con la que no hace más que ahondar la fractura interna en Cataluña.

Una fractura que si el independentismo niega de manera sistemática no es porque esos otros catalanes que no comulgan con su proyecto político le resulten invisibles sino por algo, si cabe, todavía peor: porque los considera, directamente, inexistentes. La cosa no tiene nada de casual. El victimista es incapaz de pensarse a sí mismo provocando daño alguno. Perdería su impoluta condición de víctima, en la que, a salvo de cualquier reproche, tan confortablemente vive instalado.

Los episodios se suceden de manera incontenible y, por añadidura, a menudo varían de aspecto, pero la lógica con que se los analiza y valora permanece invariable, siempre idéntica a sí misma. Se trata de convertir cuanto pueda ocurrir y resulte susceptible de ser criticado en mera anécdota, en caso aislado que nada significativo representa. Estoy hablando de Cataluña, por si alguien no se había dado cuenta. Así, tanto da, por mencionar lo más reciente, que el mismísimo 'president' de la Generalitat, la televisión pública catalana o la expresidenta del Parlament (nada menos que en su momento la segunda autoridad de esta comunidad autónoma) escriban artículos, hagan comentarios jocosos o cuelguen en sus cuentas tuits de contenido inequívocamente supremacista, racista o xenófobo. Si alguien pensaba que opiniones de ese tipo constituían en materia de ideas una especie de líneas rojas que ningún político o personaje público en su sano juicio se atrevería a traspasar, ha quedado claro que andaba muy equivocado.

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