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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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Recomendaciones obvias para Pedro Sánchez

El futuro del Gobierno no va a depender tanto de lo que tenga previsto hacer como de lo que haga con lo que no tiene en absoluto previsto

Foto: Pedro Sánchez hace balance de la gestión de su Ejecutivo. (EFE)
Pedro Sánchez hace balance de la gestión de su Ejecutivo. (EFE)

"Tú lo que tienes que hacer es proponerme libros de filosofía de esos que venden diez o quince mil ejemplares", fue el consejo que me dio hace tiempo el veterano editor de un sello con el que colaboré durante algunos años. Recuperado de la sorpresa inicial, únicamente atiné a responderle: "Te agradezco el consejo, pero date cuenta de que esto que me dices se podría comparar a que un productor de cine le dijera a un director: tú lo que tienes que hacer es dirigir una de esas películas que gana seis o siete Oscars. Si existiera la fórmula, todos los directores la emplearían y todos los productores tendrían un enorme beneficio empresarial asegurado".

He recordado la anécdota estos días, leyendo análisis y comentarios acerca de los planes de Pedro Sánchez para el tiempo que consiga alargar la presente legislatura. El grueso de todos ellos se podría resumir así: lo que le conviene al actual presidente del gobierno de España es minimizar los errores y maximizar los aciertos. Con otras palabras, intentar sacar adelante propuestas que cuenten con el máximo respaldo social (de tal manera que si otras fuerzas políticas se las bloquean sean ellas las que tengan que responder ante la ciudadanos por haberlo hecho) y equivocarse lo mínimo. Todo ello con el objetivo de acumular un pequeño capital de solvencia y preocupación por los auténticos problemas que tiene planteados nuestra sociedad en este momento, acumulación que, se supone, le debería rendir buenos dividendos electorales para cuando se decidiera a convocar las próximas generales.

Foto: José Félix Tezanos. (PSOE)

Tal vez lleven razón quienes así opinan, pero en tal caso me temo que se trataría de ese tipo de afirmaciones que los filósofos analíticos suelen calificar como trivialmente verdaderas. Que cualquier político en el gobierno aspira a acertar mucho y a equivocarse poco no se puede proclamar a los cuatro vientos como si se estuviera revelando, por fin, la fórmula secreta de la Coca-Cola o cosa parecida. La cuestión no es esa, sino, como en el caso del editor de mi ejemplo inicial, cómo se hace para obtener tan magnífico resultado.

Parece subyacer a quienes hablan y escriben así una concepción simplista de las acciones humanas, que según ellos podrían agruparse fundamentalmente y sin demasiados matices en dos grandes conjuntos, el de las buenas y el de las malas o, por no salirnos de lo que estábamos comentando, el de las acertadas y las equivocadas. Pero incluso el lenguaje cotidiano nos tiene advertidos de que debemos introducir en nuestros análisis lo que podríamos denominar la cláusula de la complejidad. En caso contrario, no solo no conseguiremos entender realmente lo que ocurre, sino que, tal vez más importante, terminaremos generando con nuestras acciones efectos de signo opuesto al que pretendíamos. No otra cosa han pretendido señalar desde siempre expresiones tan comunes como "el infierno está empedrado de buenas intenciones", "esto es pan para hoy y hambre para mañana", "lo mejor es enemigo de lo bueno" y similares.

En realidad, el error que subyace a esta simplista tipificación de las acciones humanas en dos grupos es una equivocada consideración de las mismas, en la que parece darse por supuesto que cada acción constituye una particular, concreta y casi instantánea intervención en el mundo, susceptible de ser valorada de inmediato. Pero ya nos previno, entre otros muchos Hannah Arendt, de que la acción humana desarrolla consecuencias hasta el infinito. Y aunque es cierto que el infinito queda un poco lejos, no lo es menos que una consideración correcta de lo ocurrido obliga a tomar en cuenta los efectos a que ha dado lugar. Al asumir dicha perspectiva, se hace patente que, pongamos por caso, una decisión política que en el momento de ser adoptada fue recibida con entusiasmo por la ciudadanía, con el paso del tiempo, y a la vista de las consecuencias a que dio lugar, puede pasar a ser valorada de manera contraria. Seguro que cualquier lector tendrá en la cabeza mil ejemplos de este tipo de 'acciones-boomerang'.

"Se da por supuesto que cada acción constituye una concreta y casi instantánea intervención en el mundo, susceptible de ser valorada de inmediato"

Junto a tal error, otro asimismo frecuente que suelen cometer muchos de estos consejeros voluntarios del príncipe (que diría Maquiavelo) es el de no valorar de manera adecuada la importancia de las situaciones imprevistas. Cuando es precisamente la gestión de ellas la que en mayor medida explica el éxito o el fracaso de un político. Planteémoslo con una cierta brutalidad: ningún político se ve apeado del poder por haber incumplido su programa (hasta el punto de que hubo uno, bien conocido, que llegó a declarar en público que los programas están para no ser cumplidos) o por haber faltado a sus promesas.

Así, a Felipe González no le desgastó gran cosa, por más que la oposición de la época no cesara de insistir en ello, no conseguir crear inmediatamente de su llegada al poder el millón de puestos de trabajo que había prometido en campaña. Cayó, continuando con la brutal simplificación, fundamentalmente por casos como el del GAL (aunque también por otros episodios imprevistos, igualmente demoledores). El Partido Popular de Aznar fue apeado por contingencias ajenas a su programa electoral como el Prestige y, sobre todo, la guerra de Irak y su obscena gestión de los atentados del 11-M. De la misma forma que Zapatero tuvo que abandonar el poder por una crisis económica que se empeñó en negar hasta que ya era demasiado tarde y Rajoy, en fin, fue descabalgado del gobierno de la nación por una sentencia de corrupción que le estalló en la cara al día siguiente de ver aprobados unos presupuestos generales del Estado que en principio le permitían agotar la legislatura.

Foto: Adriana Lastra, con diputados de Podemos y PDeCAT, este 16 de julio tras la votación de RTVE. (EFE)

Aplicando todo esto al asunto que ha dado origen al presente papel, tal vez la conclusión que podríamos extraer es que el futuro del gobierno de Pedro Sánchez no va a depender tanto de lo que tenga previsto hacer como de lo que haga con lo que no tiene en absoluto previsto (en algún caso porque resulta imprevisible). Algunos de los sustos que ha sufrido ya el actual gabinete en el escaso tiempo que lleva de vida parecen señalar en esa dirección. Y frente a los imprevistos, a qué engañarnos, el acierto depende más de la disposición adecuada que de los protocolos programáticos. En el bien entendido de que "disposición adecuada" nombra un particular cóctel en el que no pueden faltar los siguientes ingredientes: experiencia, inteligencia, reflejos, prudencia y audacia. Todo ello en la variable proporción que exija la situación concreta que corresponda enfrentar en cada caso. Mejor sírvase frío.

"Tú lo que tienes que hacer es proponerme libros de filosofía de esos que venden diez o quince mil ejemplares", fue el consejo que me dio hace tiempo el veterano editor de un sello con el que colaboré durante algunos años. Recuperado de la sorpresa inicial, únicamente atiné a responderle: "Te agradezco el consejo, pero date cuenta de que esto que me dices se podría comparar a que un productor de cine le dijera a un director: tú lo que tienes que hacer es dirigir una de esas películas que gana seis o siete Oscars. Si existiera la fórmula, todos los directores la emplearían y todos los productores tendrían un enorme beneficio empresarial asegurado".

Pedro Sánchez