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Tacticismo no, lo siguiente: inmediatismo
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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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Tacticismo no, lo siguiente: inmediatismo

Las consecuencias que se siguen de esta deriva adoptada de un tiempo para acá por la política deberían mover a severa preocupación

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En esta sociedad líquida de nuestros pesares, el desmentido viene a representar un auténtico símbolo de la volatilidad política. El desmentido borra de la pizarra del espacio público, hace desaparecer con un simple gesto de muñeca del portavoz, lo que hasta ese momento estaba a la vista de todos. La modalidad del desmentido es a estos efectos lo de menos. Tanto da que se recurra al clásico "es una opinión personal" (de alguien cuyas opiniones personales son por definición públicas) o al recurrente "no se le ha entendido bien" (cuando se le entendía todo), pasando por el convencional "el gobierno ha actuado correctamente" (que se limita a devolver la carga de la prueba a quien haya osado criticarle) y similares. Importa mucho más que basta con ese recurso, en cualquiera de sus formas, para dar por clausurada la cuestión de la que se estuviera tratando, sin que resulte relevante en lo más mínimo que los términos del desmentido sean insuficientes, contradictorios o directamente absurdos.

Pero si empezábamos señalando la importancia del desmentido como indicador significativo de la forma en que ha ido evolucionando la política es porque, en efecto, el problema del desmentir es que, sin pretenderlo, proporciona la medida de lo desmentido. O, por qué no decirlo, del escaso valor que se le atribuía desde el primer momento a lo desmentido (o a veces, ay, al sujeto mismo desmentido). Es lo que suele ocurrir en esa dinámica, tan habitual hoy en día, de declaraciones-desmentidos: pura palabrería que en nada se sustancia y que cumple la sola función de mantener viva la atención de la ciudadanía y, subsidiariamente, proporcionar materia prima a los medios de comunicación.

No lo es menos que en muchas ocasiones el exceso de palabras cumple precisamente la función de ocultar la ausencia de acción alguna

Para que no se interprete lo anterior como una afirmación exagerada o, menos aún, injustificada, convendrá recordar algo casi obvio: solo se desmienten, por definición, las mentiras, esto es, los enunciados falsos de un cierto tipo. Por mucho que se empeñen los portavoces encargados de la tarea, los hechos (y no se olvide que "hecho" es el participio de "hacer") no se pueden desmentir. Y aunque es cierto que, como nos enseñara J. L. Austin, se puede hacer cosas con palabras, no lo es menos que en muchas ocasiones el exceso de palabras, o el empleo de palabras atronadoras, cumple precisamente la función de ocultar la ausencia de acción alguna.

Pues bien, es esta última opción la que vemos materializarse cada vez más. Así, la desactivación de la palabra en sus dos usos más nobles parece haberse convertido en uno de los rasgos característicos de la política actual. De tal manera que ni sirve como anticipo de las acciones (es lo que ocurre con lo que se suele denominar ausencia de propuestas), ni ayuda a entender las efectivamente realizadas (lo que tiene lugar cuando se produce la tan conocida ausencia de argumentos, sustituida por la repetición extenuante de consignas).

Las consecuencias que se siguen de esta deriva adoptada de un tiempo para acá por la política deberían mover a severa preocupación. Nada tiene de extraño en el fondo la situación en apariencia paradójica que se está produciendo últimamente, y que se podría sintetizar de la siguiente forma: en momentos de tensión y conflictividad sociales derivados de diversas causas (en la mente de todos), buena parte de esa ciudadanía cuya atención pretenden reclamar algunos políticos se desentiende de la cosa pública. No debería ser así, ciertamente, pero que pueda haber una abstención notable en momentos de crispación parlamentaria mayúscula si algo parece estar expresando es un reproche de la ciudadanía hacia un sector de sus representantes o, si se prefiere, una enmienda a la totalidad a esa manera de entender la representación política según la cual la misma se agota en el enunciado de los propios logros cuando se está en el gobierno, o en la censura permanente a los que gobiernan cuando se está en la oposición.

Mal vamos cuando hasta una expresión político-periodística como "hoja de ruta" parece haber desaparecido de nuestro vocabulario

El problema, claro está, no es el ruido en sí mismo, o incluso la escandalera sistemática en la que pueda haber desembocado la actividad política. Como tampoco lo es el comentado jugueteo declaraciones-desmentidos (variante apenas levemente desplazada de idéntica inanidad) que con tanta frecuencia ocupa el centro del escenario de lo público. El problema es que este tipo de cosas haya terminado por constituir la única sustancia de dicha actividad. Mal vamos cuando hasta una expresión político-periodística como “hoja de ruta” parece haber desaparecido de nuestro vocabulario. Su ausencia es uno de los muchos indicios de que incluso la táctica ha pasado a ser una perspectiva a demasiado largo plazo. Si seguimos así, "tacticista" acabará siendo un elogio o, por exagerar un poco el trazo, casi un sinónimo de estadista. La política hoy ha devenido un mondo y rotundo vivir al día, un desatado inmediatismo, en el que el día de ayer ha quedado convertido poco menos que en pasado remoto destinado a perderse por el sumidero del olvido y el de mañana, en un espacio imaginario en el que resulta de todo punto normal adentrarse sin un proyecto definido, sin un diseño claro de lo que se pretende llevar a cabo.

Vamos mal, en fin, con tales premisas porque, privado de fondo y de proyección, el presente resultante apenas es nada, un momento vacío y sin valor alguno, condenado por definición a ser dejado atrás de manera permanente, sistemática y, por añadidura y de acuerdo con el signo de los tiempos, a creciente velocidad. Lo que es como decir: de aceptar todo lo anterior, el inmediatismo al que hemos venido aludiendo no sería tanto una opción como una condena. En efecto, solo cabe vivir al día porque previamente hemos dictaminado que no hay otra cosa que el hoy, porque hemos renunciado —o porque no sabemos qué hacer con— las otras dimensiones de nuestra temporalidad que nos constituyen como seres históricos. Hacer política en contadas ocasiones es hacer historia, desde luego, pero venimos obligados siempre a hacer política dentro de la historia. De lo contrario, ni política en sentido propio y fuerte conseguiremos que sea lo que hagamos. Que es lo que mucho me temo que nos está pasando hoy, por cierto.

Terminemos de una vez. Alguien podrá argumentar, poniéndose estupendo, que la deriva tomada por la política actual es en el fondo la misma que está siguiendo la vida de las personas en el mundo actual, abocada a una intensidad instantaneista sin perspectiva alguna. Pero llevamos demasiado tiempo proclamando que la política está para mejorar la vida de los ciudadanos como para aceptar ahora que, en vez de hacer eso, se dedique a copiarla en lo peor de lo que les sucede. Ni como argumento de consolación vale.

En esta sociedad líquida de nuestros pesares, el desmentido viene a representar un auténtico símbolo de la volatilidad política. El desmentido borra de la pizarra del espacio público, hace desaparecer con un simple gesto de muñeca del portavoz, lo que hasta ese momento estaba a la vista de todos. La modalidad del desmentido es a estos efectos lo de menos. Tanto da que se recurra al clásico "es una opinión personal" (de alguien cuyas opiniones personales son por definición públicas) o al recurrente "no se le ha entendido bien" (cuando se le entendía todo), pasando por el convencional "el gobierno ha actuado correctamente" (que se limita a devolver la carga de la prueba a quien haya osado criticarle) y similares. Importa mucho más que basta con ese recurso, en cualquiera de sus formas, para dar por clausurada la cuestión de la que se estuviera tratando, sin que resulte relevante en lo más mínimo que los términos del desmentido sean insuficientes, contradictorios o directamente absurdos.

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