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Filósofo de Guardia
Por
En campaña, todo vale
No vaya a ser que la razón por la que la solución de nuestros problemas va para largo no tenga que ver con su complejidad, sino con la extrema torpeza de quienes deberían contribuir a resolverlos
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En tiempos de banalización generalizada, conviene afinar con las palabras. A algunos les va a costar mucho hacerlo, ciertamente. Los independentistas, por ejemplo, llevan tiempo llamando facha a todo el que no comulgue con su programa de máximos (y, por cierto, traidor al que desfallezca un ratito). Pero sería injusto endosarle en exclusiva al independentismo esta querencia, tan extendida en nuestro país. También la izquierda, en diversos momentos, ha incurrido en la misma tentación descalificadora.
Para que la actualidad, tan exasperada ella, no contamine con sus urgencias lo que pretendemos señalar, remontémonos un poco en el tiempo. Durante los gobiernos de Zapatero ya se produjo una situación en el plano de las ideas (aunque tal vez fuera más preciso decir que fue en el de las consignas) que recuerda mucho la que estamos viviendo en estos días. La ley de memoria histórica y otras iniciativas de parecido tenor proporcionaban a la izquierda una ocasión privilegiada para golpear a la derecha con una idea-fuerza: todas las resistencias conservadoras a las iniciativas del gobierno socialista en este terreno acreditaban que, en realidad, el Partido Popular todavía conservaba importantes adherencias franquistas. O, por simplificar: que no era realmente demócrata. Por su parte, la derecha utilizaba ETA como argumento para intentar demostrar que para el PSOE la unidad de España nunca ha sido algo realmente importante. Planteado en estos términos, el combate no podía ser más simple: "Ustedes no son realmente demócratas" frente a "ustedes no son auténticos españoles".
Todavía estamos a tiempo de no repetir en campaña este diseño, tan enconadamente crispado como inútil y peligroso. En algunos de los mítines socialistas que han empezado a tener lugar en estos días, no han faltado oradores y oradoras que han citado una frase que Pedro Zerolo dirigió en cierta ocasión a un adversario político, y que convendría tomarse muy en serio: "En su modelo de sociedad no quepo yo, en el mío sí cabe usted". Por su parte, Víctor Manuel, el intérprete asturiano, cantaba hace años una canción en uno de cuyos versos se afirmaba algo extremadamente parecido: "Aquí cabemos todos, o no cabe ni Dios". Conviene insistir en ambas afirmaciones porque en los últimos meses la derecha ha expulsado de su modelo al resto de fuerzas políticas a base de declarar inconstitucionales a prácticamente todas ellas. La izquierda no debería incurrir en el error, calco del anterior, de declarar franquista al conjunto de las derechas y, por tanto, expulsarlas, en el plano simbólico, de la democracia.
Porque una cosa es que muchas de las propuestas que estas últimas plantean supongan un retroceso a momentos ya superados (pero dentro de la democracia), como hace Pablo Casado proponiendo el regreso a una ley del aborto de 1985, y otra muy distinta que nos retrotraigan de lleno al franquismo. De la misma forma que una cosa es que se proponga, como hace Vox, una modificación (prácticamente imposible) de la Constitución para suprimir las autonomías, y otra que se abomine de ella por completo y se proponga regresar a las Leyes Fundamentales de Franco.
La izquierda no debería incurrir en el error de declarar franquista al conjunto de las derechas y expulsarlas, en el plano simbólico, de la democracia
Sin duda los hay, y parece que bastantes, que o no aprecian estos matices o los consideran irrelevantes desde el punto de vista político. Tal vez tengan razón -estoy sinceramente dispuesto a aceptarlo y a emprender la preceptiva autocrítica- pero les confieso que en estos días no puedo dejar de recordar el elogio que la izquierda solía dedicarle a Fraga en los primeros compases de la democracia. Se le reconocía al político gallego el mérito de haber conseguido neutralizar políticamente a la derecha franquista, integrándola en el sistema democrático. No estoy diciendo, claro está, que Pablo Casado se haya propuesto ese mismo objetivo. Sospecho que ni él lo acaba de saber a estas alturas, tantos como son los bandazos verbales con los que nos sorprende cada día.
Pero lo que parece claro es que la tesitura objetiva en la que se encuentra le aboca a una disyuntiva: o hacerle al país el favor de neutralizar las tentaciones de VOX de desbordar por la derecha los límites del sistema, integrándolo en el normal juego democrático como una fuerza política más, o abandonarse a una feroz competencia incluso programática con ella, descalificando por antiespañol prácticamente a todo el universo mundo (leía hace no mucho una entrevista con Adolfo Suárez Illana, flamante número dos del PP por Madrid, en la que descalificaba a Ciudadanos por ser un submarino de los socialistas) y alimentando de esta forma el peligro de tensar la situación hasta extremos insoportables.
¿Les compensa ganar si el precio que han de pagar por ello es no poder sentarse a hablar con el derrotado?
El desarrollo del juicio a los líderes independentistas nos ha permitido extraer ya alguna lección de interés. Hemos sabido que los errores cometidos por los máximos responsables políticos de aquel momento (Rajoy y Puigdemont) no tienen que ver solo con lo que hicieron sino también con lo que, en un determinado momento, aún pudiendo, dejaron de hacer. Pues bien, probablemente lo que se dice de ellos se pueda predicar de una parte no menor de los responsables políticos de nuestro país en estos días. ¿Tan gravoso les parece intentar poner las bases para solucionar los graves problemas que aguardan ahí fuera, pendientes de ser abordados? ¿Les compensa ganar si el precio que han de pagar por ello es no poder sentarse a hablar con el derrotado?
Convendría recordar, para los olvidadizos militantes, que las profundas reformas de todo tipo que necesita este país requieren acuerdos máximamente amplios, no solo por imperativo legal, sino por imperativo de convivencia (es el diseño del futuro de todo lo que está pendiente de acuerdo). Sin duda, ¡ay!, son demasiados los que piensan que la crispación favorece la movilización de los suyos, pero convendría que quienes creen tal cosa no se pasaran de frenada. No ya porque es posible que mañana tengan que pactar con quien tanto han denostado hoy, sino por algo mucho más simple, y al tiempo más importante: por simple higiene democrática. No vaya a ser que la razón por la que la solución de nuestros problemas va para largo no tenga que ver con la compleja naturaleza de los mismos sino con la extrema torpeza de quienes deberían contribuir a resolverlos.
En tiempos de banalización generalizada, conviene afinar con las palabras. A algunos les va a costar mucho hacerlo, ciertamente. Los independentistas, por ejemplo, llevan tiempo llamando facha a todo el que no comulgue con su programa de máximos (y, por cierto, traidor al que desfallezca un ratito). Pero sería injusto endosarle en exclusiva al independentismo esta querencia, tan extendida en nuestro país. También la izquierda, en diversos momentos, ha incurrido en la misma tentación descalificadora.