Es noticia
Revolución y Uber Eats: repartidores, mascarillas y miserias
  1. España
  2. Ideas ligeras
Ángeles Caballero

Ideas ligeras

Por

Revolución y Uber Eats: repartidores, mascarillas y miserias

No es este un alegato en defensa de la dignidad del mercado laboral. Tampoco una crítica al nacionalismo, al neoliberalismo y al sistema educativo que nos empuja a trabajos reguleras

Foto: Foto: Reuters.
Foto: Reuters.

“Era sábado por la noche, diluviaba, y estábamos haciendo arroz para cenar. Pero nos faltaba queso, y era fundamental para hacer la receta. Lo pedí por internet y a la media hora apareció un señor mayor en la puerta de mi casa, con el puto queso, calado hasta las cejas. Empapado por culpa de un queso de tres euros y mi pereza para salir de casa. Me sentí gilipollas”. Me lo contó Juan Soto Ivars la primera vez que nos vimos, mientras peleábamos discretamente por unas patatas fritas en un café de Malasaña. La escena da para sainete progre. Dos periodistas que se conocen y charlan preocupados por la precariedad laboral de la economía colaborativa en el fortín de Manuela Carmena.

Barcelona intenta recuperarse de la batalla campal entre manifestantes y policías

Le di vueltas al asunto mientras volvía a casa, me prometí no llamar nunca a ese tipo de empresas y aparcar mi sedentarismo militante de una vez por todas. No cumplí con mi promesa. De hecho, una vez llamé para protestar por la tardanza de un pedido y me respondieron que con la lluvia el repartidor había tenido un accidente de moto, que perdonara las molestias. No pregunté si la caída fue grave. Las patatas fritas estaban frías y me sentí muy desgraciada por haber arruinado la cena de mis hijos y la mía.

Pero le di vueltas, se lo prometo, como se las doy ahora a la foto que veo de ese chaval de Uber Eats que no puede entrar en la zona del Ensanche por culpa de los disturbios en Barcelona. Leo a gente soliviantada por el asunto. Cómo no estarlo. La escena perfecta de la película de miedo que son estos días las calles de Barcelona. El burgués, el precario y el contenedor ardiendo.

Quisiera hacer un análisis sesudo, aplaudido, equidistante, celebradísimo por los lectores y todo Twitter. Puro consenso. Pero mi querencia por el sarcasmo y lo frivolón se asoman. También la pereza. ¿Se le enfrió la cena durante el camino?, me pregunto. ¿Los señores llamaron para reclamar porque estaban impacientes? ¿Cuánto le pagarán a ese joven por cada trayecto? Y qué llamativo es siempre el fuego, casi tanto como la sangre. Qué rica la langosta de los Premios Planeta. Ojalá vivir eternamente en una película de Woody Allen.

Escribo esta columna con la cara paralizada por una mascarilla de arcilla blanca. Mientras, muy cerca de aquí, a tres paradas de metro sin transbordo alguno, miles de pensionistas protestan por sus derechos en Madrid. He tenido que subir la música porque desde hace rato no paran de sonar sirenas de policía y decenas de cláxones de los coches. Al parecer, han venido unos cuantos camioneros gallegos a protestar por el cierre de la central de As Pontes. Qué pesadez. Maldita sea, así no hay quien se concentre, menos mal que cuando me aclare el rostro con agua tibia tendré la piel suave y resplandeciente que me promete el prospecto.

Lo único que me importa a veces de Cataluña es si mi amiga Paula volverá bien a casa

No es este, como ven si han llegado hasta este párrafo, un alegato en defensa de la dignidad del mercado laboral. Tampoco una crítica al nacionalismo, al neoliberalismo y al sistema educativo que nos empuja a trabajos reguleras. Más bien es un reconocimiento de mis pecados, de mis contradicciones, de mi cobardía. Es un pedir perdón por no tener siempre una opinión rotunda sobre todos los asuntos del mundo. Un lo siento de veras si pienso que lo único que me importa a veces de Cataluña es si mi amiga Paula volverá bien a casa. Que a veces aflojo y me da un poco igual lo que pasa por ahí y que eleva la tensión arterial de tantos.

Sí, me falta empatía, soy una burra y una idiota, como me han comentado amablemente en redes unos ciudadanos mucho más preocupados que yo por lo que pasa estos días en Cataluña y en cada uno de sus rincones. Esos en los que España posa sus fauces de Estado opresor a la caza de cualquier atisbo de derechos humanos. Sigo sin leer los 493 folios de la sentencia del Supremo. Venzo la pereza y bajo al súper a por lentejas. Que no se diga.

“Era sábado por la noche, diluviaba, y estábamos haciendo arroz para cenar. Pero nos faltaba queso, y era fundamental para hacer la receta. Lo pedí por internet y a la media hora apareció un señor mayor en la puerta de mi casa, con el puto queso, calado hasta las cejas. Empapado por culpa de un queso de tres euros y mi pereza para salir de casa. Me sentí gilipollas”. Me lo contó Juan Soto Ivars la primera vez que nos vimos, mientras peleábamos discretamente por unas patatas fritas en un café de Malasaña. La escena da para sainete progre. Dos periodistas que se conocen y charlan preocupados por la precariedad laboral de la economía colaborativa en el fortín de Manuela Carmena.

Barcelona