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De niños confinados y calcinados
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Ángeles Caballero

Ideas ligeras

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De niños confinados y calcinados

Se despertó la fiera de mi niña. Se fue a la cama llorando. “¡Estoy harta de estar aquí!”, dijo con la voz entrecortada. No quería saber nada de nosotros ni del escenario del que está profundamente harta

Foto: Foto: EFE.
Foto: EFE.

Terminó de cenar y se quedó sentada a la mesa, la mirada algo perdida, el gesto mustio. El ambiente no era demasiado festivo, pero nada hacía presagiar lo que ocurrió después. De repente, se lamentó de su suerte: “¡Es que no hacemos planes juntos!”. Lo repitió una segunda vez ante mi gesto de sorpresa, esta vez con pucheros y elevando el tono de voz.

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Se despertó la fiera de mi niña. Se fue a la cama llorando. Implosionamos las dos. “¡Estoy harta de estar aquí!”, dijo con la voz entrecortada mientras doblaba la almohada con su cabeza atrapada como el relleno de un sándwich. No quería saber nada de nosotros ni del escenario del que está profundamente harta.

Los adultos nos miramos. Bastante ha aguantado. Bastante ha disimulado. Tiene 12 años y las hormonas en pleno festival de Eurovisión. Lleva más de un mes sin salir a la calle y aguantando a un hermano tres años menor que sigue reaccionando de forma histriónica cuando gana y cuando pierde a la consola. Cada vez le pesa más. Cada vez le pesamos más.

Foto: Niños jugando al fútbol dentro de un edificio en Barcelona (EFE)

Al día siguiente se despertó. Soñó que la actriz de la serie que está viendo estos días estaba embarazada. Le pareció la peor de las pesadillas. Arrastró los pies con las chanclas, se echó al sofá. Otro día de la marmota, otra pereza infinita por hacer deberes y por mover las extremidades. Está harta de puzles, de hacer repostería, harta de ver Instagram (si me pinchan, no sangro). No quiere saber nada de nadie, ni siquiera de los amigos del instituto a los que hace semanas adoraba por el mero hecho de descubrirle la parte divertida y libre de la preadolescencia.

Cada tarde, a las ocho, sale al balcón a aplaudir. Ambas aguantamos hasta que acaba el 'Resistiré', el otro día bailamos bachata y el balcón de enfrente nos jaleó. Mira los perros que pasean por la calle con una mezcla de envidia y de melancolía. Ve a sus padres salir de forma puntual. A hacer la compra, a bajar la basura, a reciclar papel y vidrio. Esa vida adulta que rechaza de forma tajante ahora la desea.

Ve a sus padres salir de forma puntual. A hacer la compra, a bajar la basura, a reciclar. Esa vida adulta que rechaza de forma tajante ahora la desea

Quisiera tener los años suficientes como para levantar la tapa del contenedor amarillo. Pero sigue aquí. Viendo pasar la vida con desgana, poniendo la vida en paréntesis. Como un correo electrónico que lleva demasiado tiempo en la bandeja de borradores.

Esta semana, con la vuelta a las clases, me encomendé a las musas, dioses varios, me faltó poner incienso. A ver si remonta la niña de los sobresalientes, la que a la mínima nos deleita con una coreografía improvisada de ballet o de J Balvin. Abrimos la puerta del cuarto que comparten los hermanos. Al subir la persiana, ni un buenos días. “¡No me quiero levantar, todos los días son iguales! ¡Por favor, dejadme dormir!”. Y otra vez la almohada doblada. Y mi resoplido.

Foto: Niño disfrazado de Spiderman, en una videollamada. (EFE) Opinión

No le conté que yo también tengo lo mío y que esta noche he soñado con José Luis Martínez-Almeida. Que aun siendo uno de los héroes de esta crisis, no deja de ser inquietante que se te aparezca en la fase REM pudiendo hacerlo el Alain Delon de ‘El Gatopardo’. Le evité el sueño y el chiste porque tiene bastante peor despertar que yo. Porque sueña con dar un paseo. Porque a estas alturas quisiera ser adulta o quisiera ser perro.

A estas alturas quisiera ser adulta o perro. Y que le dé el aire. Y subirse al autobús para ir al instituto y mandarnos un wasap para decir que ha llegado

Y que le dé el aire. Y subirse al autobús para ir al instituto y mandarnos un wasap para decir que ha llegado y que a la salida se entretendrá un poco para hablar con sus amigos. No creo que sepa que los políticos se refieren a ella y a los de su especie como “bombas víricas”. Lo que sabe es que empieza a parecerse demasiado a un polvorín de metro y medio.

Están confinados. Están calcinados.

Terminó de cenar y se quedó sentada a la mesa, la mirada algo perdida, el gesto mustio. El ambiente no era demasiado festivo, pero nada hacía presagiar lo que ocurrió después. De repente, se lamentó de su suerte: “¡Es que no hacemos planes juntos!”. Lo repitió una segunda vez ante mi gesto de sorpresa, esta vez con pucheros y elevando el tono de voz.

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