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La brecha digital hace cola en la Seguridad Social: "No tengo ordenador en casa"
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Ángeles Caballero

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La brecha digital hace cola en la Seguridad Social: "No tengo ordenador en casa"

Los informes y las estadísticas se hacen carne tras pasar por tres oficinas de la Seguridad Social en Madrid. Algunos no tienen edad para internet. Otros, simplemente, no tienen ni ordenador

Foto: Varias personas esperan su turno para solicitar los documentos con los que pedir el ingreso mínimo vital. (EFE)
Varias personas esperan su turno para solicitar los documentos con los que pedir el ingreso mínimo vital. (EFE)

Crescencia es madre soltera. Tiene una niña de cuatro años y medio y esta mañana de jueves lleva un sombrero de flores y una carpeta de plástico azul en la mano llena de papeles. Después de 14 años trabajando como empleada del hogar con contrato, la pandemia la ha dejado sin ingresos. “He venido para informarme de lo de… esto… la ayuda del Gobierno”, dice resignada y con cierto pudor. Hoy, que reabrieron las oficinas de la Seguridad Social, cerradas por culpa de la pandemia, no ha tenido mucho éxito en la situada en la calle del Amor Hermoso, en el madrileño barrio de Usera.

Por ayudarla con la documentación relativa al ingreso mínimo vital, dice, un abogado quería cobrarle 300 euros. “Cómo voy a pagar eso”, protesta mientras otra compañera, boliviana como ella, la anima a marcharse. “A ver si en el locutorio me pueden ayudar, a imprimir… No sé, o a lo que sea, porque no tengo ordenador en casa”, comenta.

Las súplicas a las dos vigilantes de seguridad de la puerta, convertidas a su pesar en estrictas porteras de discoteca, surten escaso efecto. Los carteles en la puerta y sus explicaciones tienen la misma música. Sin cita previa, no pasas. Sea cual sea el trámite que vayas a hacer.

Foto: Reparto de comida en Barcelona (EFE)

No son ni las 9:30 de la mañana y el termómetro marca 32 grados centígrados. Juraría que alguna estadística revela que en verano se producen más homicidios porque el calor lo altera todo y elimina la contención. Quizá por eso la decena de personas que aguardan la cola empiezan a perder la paciencia. Quizá sean los efectos del confinamiento.

Una treintañera empieza a elevar la voz. Hace amago de quitarse la mascarilla. Tiene un aire a Bea la Legionaria, uno de los personajes de 'Gran Hermano'. Además del parecido físico, también tiene sus maneras. “Me voy a trabajar en un mes al extranjero y necesito la tarjeta sanitaria. Joder, esto es una vergüenza. No quiero hablar más por teléfono con una máquina”, dice en voz muy alta, en busca de público.

Joder, esto es una vergüenza. No quiero hablar más por teléfono con una máquina

Ante el silencio del respetable, lo repite un par de veces más. La vigilante de seguridad, que sabe más de comportamiento humano que un psicólogo, toma medidas preventivas y le da un folleto. “Aquí tienes todo lo que tienes que hacer, anda”, le dice.

Lejos de calmarla, provoca el efecto contrario. “Pero vamos a ver, que a este número he llamado miles de veces y no consigo hablar con nadie. La puta máquina, y el internet… Estoy hasta los cojones. Y si me pongo mala fuera, ¿qué?”, grita.

Detrás de ella aguarda paciente un hombre de pelo corto por delante y larguísimo por detrás, que rompe su silencio. “Ya te digo yo lo que hay que hacer aquí. Pegarle un tiro en la cabeza a todo el mundo. Ni Parlamento ni hostias. Un tiro a todos, desde el primero del Gobierno al último de los oficinistas que están ahí dentro, tocándose los huevos, pero bien que cobran. Y tú no me dejarás entrar, pero lo que no me puedes impedir es gritar. Y quiero gritar muy alto que este es un país de mierda y dictatorial. Hijos de la gran puta. Todos”.

Foto: Varias personas esperan a que el centro de Casa Llacuna en Poblenou, Barcelona, reparta raciones de comida (EFE)

Tras su intervención, nos recuerda a los presentes que lo ha dicho todo con muchísimo respeto. Los dos se marchan, jurando en no se sabe qué lengua muerta.

Mientras, en la puerta, las vigilantes hacen lo que pueden con las explicaciones.

  • “Hoy en día se puede hacer todo por internet”.
  • “Las citas de mañana ya están cogidas”.
  • “Aquí no ha venido nadie para lo del ingreso mínimo vital porque aquí no es”.
  • “Cuando hables español, te atiendo”.

Las respuestas son eficaces como, se supone, la gota de Fairy en la paellera llena de grasa. En menos de 10 minutos, ya nadie espera para entrar.

Apenas unos kilómetros más al norte, en la oficina de la calle Cáceres, en Arganzuela, Mirna comprueba con resignación el cartel en el que se lee que está prohibido el paso sin cita previa. Va con su hija de cinco años. “Joder, pero qué es esto. Si yo lo que quiero es pedir cita, en la web es un lío. ¿Y el teléfono?, ¿lo cogerán?”, se dice a sí misma. Pero ni siquiera entra a preguntar. Se van por donde han venido.

Arranca el plazo para solicitar el ingreso mínimo vital

Resti es filipino y no sabe nada del ingreso mínimo vital. Está sentado en el número 2 de la calle Maldonado, esquina Serrano, en otra oficina de la Seguridad Social. Su padre falleció hace dos semanas y quiere notificarlo para que no le sigan pagando la pensión. Pero el lema en el barrio de Salamanca es el mismo que en Usera: sin cita no pasas. Lee la fotocopia con las instrucciones para conseguirlo. Su cara de hastío lo dice todo.

A media mañana, esperan seis ancianos para ser atendidos. Las puertas de la entrada a la oficina son de cristal, pero decenas de carteles pegados en ellas impiden saber lo que ocurre dentro.

Mi mujer tiene alzhéimer y la señora que tengo en casa para cuidarla está de baja. ¿A quién le tengo que entregar los papeles?

Mi mujer tiene alzhéimer y la señora que tengo en casa para cuidarla está de baja. ¿A quién le tengo yo que entregar los papeles?”, pregunta uno de ellos. “En el cartel pone que hay que pedir cita por internet”, le contesta otro, que necesita una fe de vida “para mandarla fuera de España, aunque no sé si eso es aquí”. “Para eso vete a un juzgado”, afirma otro. El primero resuelve: “¿Por ordenador? Yo no tengo edad para internet”.

Aparece de repente un pimpante cuarentón en bermudas dispuesto a entrar. El cónclave de jubilados le para los pies. “Solo se puede con cita”, le espetan. “Ya —responde el aludido—, si la tengo ahora, a y media. La pedí anoche”.

Crescencia es madre soltera. Tiene una niña de cuatro años y medio y esta mañana de jueves lleva un sombrero de flores y una carpeta de plástico azul en la mano llena de papeles. Después de 14 años trabajando como empleada del hogar con contrato, la pandemia la ha dejado sin ingresos. “He venido para informarme de lo de… esto… la ayuda del Gobierno”, dice resignada y con cierto pudor. Hoy, que reabrieron las oficinas de la Seguridad Social, cerradas por culpa de la pandemia, no ha tenido mucho éxito en la situada en la calle del Amor Hermoso, en el madrileño barrio de Usera.

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