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Ángeles Caballero

Ideas ligeras

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Las manos que no tocamos

En estos días de rebrotes, segunda ola o como quiera que se llame, vivía envuelta en una especie de ligereza. Que por esta casa ya ha pasado, así que váyase por donde ha venido

Foto: Una mujer abraza a su sobrina a través de una cortina de plástico en una residencia de ancianos. (EFE)
Una mujer abraza a su sobrina a través de una cortina de plástico en una residencia de ancianos. (EFE)
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Habíamos quedado para tomar café. Una primera toma de contacto, una presentación de credenciales. “Aquí me tiene, jefe. Dispuesta a trabajar, ya verá que soy más apañada que brillante, hágame un hueco en su vida, soy buena chica, cumplidora, he venido a este mundo a no dar problemas”. Esto no se lo dije exactamente así, pero eran mis intenciones.

Llevaba preparado en ese trayecto en tren de cercanías un tema de conversación para romper el hielo. Esa redacción en la que habíamos coincidido hace más de dos décadas sería un buen arranque. Yo haría referencias a mis 'brackets', a mis mechas rubias, a mi novio y cómo me libré de los tres.

Él ya era jefe por aquel entonces, cuando compartimos periódico y, como esperaba, no me recordaba. Pero fue la primera conexión entre nosotros. Fue breve, recordamos varios nombres, alguna que otra ausencia, hice algunos chistes sobre mi torpeza que le hicieron reír. Y así, con el ánimo templado por el humor y el café con leche, le mostré mis mejores intenciones profesionales.

Foto: iStock

Pero, en medio del discurso, asomaron mis goteras. El cansancio, la fragilidad, el botón de la olla exprés que era mi cabeza desde hace demasiados días. Y no lloré, creo. Y no recuerdo cómo fui capaz, con lo que yo soy.

Entonces se produjo el flechazo. Y me dijo que él también tenía a su madre en una residencia. Y me habló de sus visitas diarias, y de lo ingrato que era a veces, y del desgaste, y de lo que reconforta. Y empezamos a hablar el mismo lenguaje. Y no recuerdo mucho más.

Esta mañana, al despertar, he sabido de la muerte de su madre. Una mujer que sobrevivió a la guerra, a la posguerra, al contagio de coronavirus en primavera. Ha publicado una foto en la que se ven dos manos. La de ella, con las uñas pintadas de rojo. La de su hijo, oculta por un guante, sujetándola.

Al ver la imagen, he viajado seis meses atrás. A cuando enterré a la mía, con dos primos y un tío que no podían abrazarme

Al ver la imagen, he viajado seis meses atrás. Ese 25 de marzo en el que enterré a la mía, con dos primos y un tío que no podían abrazarme. Con un señor cuya cara no olvidaré jamás. El mismo que, con una pistola de silicona en la mano, selló el nicho de Julia Martín Huerta.

Una mujer que sobrevivió a la guerra, a la posguerra, pero que no pudo con el bicho. También llovía, como estos días. También había mascarillas y gel hidroalcohólico. También salía Fernando Simón a darnos las malas noticias y Salvador Illa nos decía que como en casa, en ningún sitio.

Al ver la imagen, he viajado al 17 de marzo, con el estado de alarma recién estrenado. Esa noche en que recibí una llamada de teléfono que solo traía malas noticias. Y las llamadas que recibí los cuatro días siguientes, que eran cada vez peores. Los resultados de una PCR, los 40 grados de fiebre, la pérdida de consciencia. Y una frase repetida para tranquilizarme: “Te prometo que no está sola”.

He pensado en la suerte de Alberto, en esas dos manos juntas de madre e hijo

Y me veo a mí esa noche del maldito marzo y las posteriores, dando puñetazos en las paredes, presa en mi salón, sin poder despedirme de ella. Y me recuerdo suplicando que me dejaran salir, que me ponía lo que hiciera falta. Un EPI, una escafandra de la NASA, me duchaba en lejía si hacía falta. No pudo ser.

En estos días de rebrotes, segunda ola o como quiera que se llame, vivía envuelta en una especie de ligereza. Provisionada de vino, baldas repletas de alimentos no perecederos y un congelador sin huecos por cubrir, sanos los míos y con trabajo, me había convencido de que esta vez el bicho no iba conmigo. Que por esta casa ya ha pasado, así que váyase por donde ha venido.

Pero he visto esa foto. Y he vuelto a acordarme de todo. De esos días de marzo resumidos en lo que dura un videoclip. He pensado en la suerte de Alberto, en esas dos manos juntas de madre e hijo. Mentiría si dijera que no me ha dado envidia, también rabia. He pensado en su dolor, tan reciente, y en el mío, ese que creía adormecido. Y en las ganas que tengo de que vuelva a abrir esa terraza en la que tomamos un simple café con leche.

Habíamos quedado para tomar café. Una primera toma de contacto, una presentación de credenciales. “Aquí me tiene, jefe. Dispuesta a trabajar, ya verá que soy más apañada que brillante, hágame un hueco en su vida, soy buena chica, cumplidora, he venido a este mundo a no dar problemas”. Esto no se lo dije exactamente así, pero eran mis intenciones.

Salvador Illa Muerte
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