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Día de los difuntos: lamentos, flores y bocatas
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Ángeles Caballero

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Día de los difuntos: lamentos, flores y bocatas

Los hay que se despidieron con amor desbordado —“Mi Olga, mi vida, mi todo”— y los hay sarcásticos perdidos, como ese fallecido en 1988 que dijo, simplemente: 'No comment'

Foto: El cementerio de San Justo, en Madrid. (AC)
El cementerio de San Justo, en Madrid. (AC)

A las diez de la mañana hace algo de frío en el cementerio de San Justo, el segundo más antiguo de Madrid, inaugurado en 1847. Y frío y silencio es lo que se respira al subir la cuesta, larga y pronunciada, que lleva a la entrada principal. Un silencio solo roto por un llanto, un quejío con eco y con voz de mujer que procede de uno de los patios, el mismo en el que está enterrada la bailaora Pastora Imperio.

Cerca de ese llanto, un panteón solitario está cuajado de flores frescas que tapan el gris que predomina en los cementerios. Un gris que se mezcla con blancos, negros y el verde de los cipreses y que, a principios de noviembre, vuelve a llenarse del color de las flores.

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La pandemia se palpa en la entrada principal, donde esperan Ainara y Paloma. La primera es guía de este cementerio, la segunda se ocupa de las visitas en el cementerio civil de La Almudena. En el pasillo principal, justo delante de la capilla, un sacerdote con mascarilla y sotana blanco lejía supervisa las sillas de madera colocadas para los que acudan a la eucaristía; también el funcionamiento de la pantalla para que los asistentes en el exterior escuchen sus palabras. Dentro, los bancos lucen un par de claveles en forma de cruz en el centro para recordar que hay que respetar la distancia de seguridad.

En las inscripciones de las lápidas se esconde todo un tratado de sociología y costumbres de la época. Citas bíblicas, versos de Neruda —“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”— y ternura: “Con cariño de tu Maribelita”.

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También hay desigualdad en el estado de las sepulturas. Un señor, entrado en la cincuentena, posa respetuoso delante de uno de los panteones. Silencioso, con la cabeza gacha, ha dejado un buen puñado de flores encima del nombre pero se ha dejado el cepillo con el que ha limpiado el mármol. Anónimo para nosotros pero lo suficientemente cercano para él como para haber limpiado y fregado la piedra, como en aquel arranque dela película 'Volver', de Almodóvar, con Penélope Cruz en la piel de Raimunda sacando brillo a sus muertos en la ficción.

Cerca, en un patio vecino, está la sepultura de Elpidia Isabel Abad y Gómez de la Cueva, muerta a los 92 años y en cuya inscripción reza “Sara y Ángeles no te olvidan”. Elpidia es doña Sara Montiel, la manchega universal, cuyo panteón tiene su cara esculpida en un mármol blanquísimo de cuando Sara era la mujer más guapa de España.

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Hay algo de tristeza y olvido en ese panteón, con un desigual reparto de flores de plástico y una rosa de plata maciza apoyada en él. Hay algo decepcionante en las lápidas de aquellos a los que tenemos recientes en nuestra memoria, como si merecieran el mejor de los mausoleos solo por lo que significaron para nosotros, y que descansan en este cementerio. Como Rafaela Aparicio, Luis Escobar, José Luis Ozores y Aurora Bautista.

Hay escalofríos al comprobar las lápidas de los niños, muertos sobre todo en el siglo XIX, cuyos padres han sido incapaces de poner el nombre con el que fueron bautizados, porque fallecieron antes de poder quitarles el diminutivo. Está Conchita, Carmencita, y un montón de hermanos enterrados con diminutivos, signos de admiración y lamento de sus progenitores. “Pasó de esta vida al cielo”, reza uno de los nichos, blanco y con letras esculpidas en dorado.

"Está Conchita, Carmencita, y un montón de hermanos enterrados con diminutivos, signos de admiración y lamento de sus progenitores"

“Antes los nichos se destinaban para personas pudientes, y cuanto más arriba estaban, más caros, porque estaban más cerca del cielo. La zona central era la fosa común para el resto. Pero París puso la moda de los panteones, y cambiaron las tornas”, explica Paloma. Mientras, Ainara se fija en la cantidad de panteones que acaban con garras de león. “Todos los militares las llevan, pero también simboliza el carácter del muerto, como rey de la selva, como protector de la familia”, señala. También se fijan en los nombres de mujer en los que previamente se especifica la palabra “señorita”: “Eso es porque tenía menos de 21 años”, dicen casi al unísono.

Sobrio pero majestuoso es el panteón de los Álvarez Quintero, con una especie de margarita gigante en el centro. También abundan las copias —“malas”, dicen ambas— del ángel de Monteverde que hay en Génova, imitadísimo como encabezamiento. Y hay algo de marketing, aunque estemos paseando por un Madrid del siglo XIX. “Luchetti, paseo Atocha, 23”, reza en numerosas esculturas con el nombre del autor.

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Los hay que se despidieron con amor desbordado —“Mi Olga, mi vida, mi todo”— y los hay sarcásticos perdidos, como ese fallecido en 1988 que dijo, simplemente: 'No comment'.

Y está el Panteón de Hombres Ilustres, a la espera de tener el de mujeres. Ahí descansan Larra, Espronceda, Rosales y Núñez de Arce. El sol les da de pleno, a ellos y a la paleta de colores y la lira esculpidas entre ellos. También a la inscripción en latín que los preside: 'Beatus homo qui invent sapientiam'. “A Larra no le querían enterrar aquí porque se suicidó, pero el obispo de entonces dijo: “Si los locos pueden, nada más loco que un suicida”. Y sentó precedente”, explica Paloma.

Muy deteriorado está el panteón de Chueca, con su pentagrama y una figura masculina vestida de goyesco que empuña una bandera que luce decapitada. “Este cementerio fue muy dañado por la guerra civil”, cuenta Ainara. También el de los Marqueses de Urquijo, con respiraderos muy sucios, una piedra caliza que se desprende enseguida y una flor artificial en el suelo. Esplendoroso, limpísimo y blanquísimo luce el de Ana Delgado, la princesa de Kaphurtala, protagonista del libro ‘Pasión india’, de Javier Moro. Eso sí, con flores del plástico.

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El silencio del cementerio lo rompen dos hermanas, en edad de jubilación, que se quejan de la mascarilla. De paso discuten porque no encuentran al familiar al que llevan un ramo de margaritas. “Doña Concepción falleció en su finca de Matarrubia (Guadarrama)”, dice uno de los nichos de pizarra. Otro señor con posibles, de nombre Alfonso Márquez, aprovecha para recordar en la inscripción que fue políglota y geógrafo. Paloma bromea con el asunto: “En la de Alonso Martínez hay una parrafada tal que parece el perfil de Linkedin”. Ambas, Paloma y Ainara, se quejan de algunas preguntas de los visitantes. “No sabemos nada de leyendas ni fantasmas. Tampoco somos brujas”, insisten. Prefieren ser, como las llamó alguien hace poco, “guardianas de la memoria”.

Pero en este paseo también hay coronavirus. Como un panteón en el que varios sacerdotes murieron a finales de marzo con dos o tres días de diferencia. Inscripciones que nos recuerdan la maldita primavera de 2020 en la que cayeron tantos. En esa cuesta de subida que ahora es de bajada, una enorme escultura inaugurada por el arzobispo de Madrid, Carlos Osoro, llamada ‘Túmulo del recuerdo’, recuerda la pandemia.

Tres horas después, en el patio del quejío ahora hay niños con bocadillos envueltos en papel de aluminio que corretean por los pasillos. Mientras los padres llenan los cubos de agua para dar lustre a sus muertos. Como Raimunda en 'Volver', pero sin ficción de por medio.

A las diez de la mañana hace algo de frío en el cementerio de San Justo, el segundo más antiguo de Madrid, inaugurado en 1847. Y frío y silencio es lo que se respira al subir la cuesta, larga y pronunciada, que lleva a la entrada principal. Un silencio solo roto por un llanto, un quejío con eco y con voz de mujer que procede de uno de los patios, el mismo en el que está enterrada la bailaora Pastora Imperio.

Cementerio La Almudena Madrid