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Cuando el cáncer se resume en tres palabras: "Bueno, pues nada"
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Ángeles Caballero

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Cuando el cáncer se resume en tres palabras: "Bueno, pues nada"

A veces, las malas noticias no vienen envueltas en lenguaje cifrado, en palabras imposibles tras las que una espera, por el amor de Dios, una explicación en cristiano

Foto: Imagen de National Cancer Institute en Unsplash.
Imagen de National Cancer Institute en Unsplash.
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Se llama Gloria Pérez Caballero y es médica intensivista en el Hospital Universitario de Getafe. Recuerdo que sujetaba la tarjeta de identificación en el bolsillo de la bata. Yo tenía la mirada borrosa por la miopía y el cansancio y solo acerté a ver su segundo apellido. A punto estuve de hacerle la broma: “A ver si vamos a ser familia”. Pero no era el momento. Gloria se acercó a la cama de mi padre y dijo con voz muy suave: “Va quedando poco”. Nos miró con ternura y se fue de la habitación.

Tres días antes, había sido nuestra primera conversación. “Esto puede durar hasta mes y medio”, explicó. “Esto” significaba contemplar a un enfermo inconsciente y escuchar su respiración artificial, con ese ronquido uniforme, durante 45 días. “Por mí que se vaya cuanto antes”, le dije. Volvió a mirarme con ternura. Se fue al cuarto de al lado y yo me refugié en la máquina de 'vending' para que nadie me viera llorar. El corazón de mi padre dejó de latir tres días después.

A veces, las malas noticias no vienen envueltas en lenguaje cifrado, en palabras imposibles tras las que una espera, por el amor de Dios, una explicación en cristiano. Durante seis años me costó traducir palabras, como 'stent', quimioembolización, creatinina y una clase de tumor con apellido de espía bielorruso que nunca memoricé porque mientras el urólogo me lo explicaba, sentía que mi cuerpo flotaba. Una manera entre poética y cursi de decir que a punto estuve de desplomarme en el suelo tras sus palabras.

Foto: Una radiografía muestra un cáncer de pulmón. (iStock)

A veces, las frases sencillas son las más letales. “Va quedando poco”. O ese “bueno, pues nada”, con el que nos despedía cada vez el doctor Mariano Gómez-Rubio, especialista en digestivo del mismo hospital, a mi madre y a mí. Porque qué le vas a decir al enfermo de cáncer que ya viene con el mal repartido por el cuerpo.

“Mujer, tiene usted a su hija”, le decía para animarla mientras yo acertaba a ponerle el abrigo y guardaba los resultados en el bolso sin mirarlos. Pero yo no podía curarla. Mis poderes se limitaban a quitarle el frío porque la pena la devoró desde que enviudó, como primero los dos carcinomas en el hígado y el coronavirus después.

Este jueves ha sido el Día Internacional contra el Cáncer. Una enfermedad que se diagnosticó solo durante el año pasado a 19,1 millones de personas en el mundo y por la que fallecieron 9,9 millones, según los datos de la International Agency for Research on Cancer (IARC).

Foto: Olatz, después de raparse el pelo tras la quimioterapia. (Foto cedida)

La buena noticia es que los avances en medicina permiten que se curen más casos. La mala es que la pandemia está provocando que lleguen a las consultas casos en estadíos más avanzados y más agresivos que de costumbre. Informes y marcadores ante los que a veces solo se puede decir un: “Bueno, pues nada”. Tres palabras a las que ahora, además, no siguen besos y abrazos.

Otra mala noticia tiene que ver con los lugares comunes, lo de considerar esto como una guerra a la que solo se le hace frente con valentía, un ánimo a prueba de bombas y días sin altibajos. Así, mis padres y otros muchos padres del mundo entran en la categoría de absolutos perdedores. Porque decidieron, mientras volvían a casa con un diagnóstico feroz envuelto en un sujeto y predicado para gente sin estudios, que tiraban la toalla. Que hasta aquí, porque el cuerpo y la cabeza no aguantaban más.

Y esperaron. Nunca adoptaron la pose del guerrero ni asomaron coraje de más. Alternaron días de perros y silencios larguísimos con rayos de luz y brillo en los ojos. Mientras, los de alrededor hacíamos lo que podíamos, locuaces como de costumbre, imaginando lo que haríamos para encajar ese vacío. Y nada, que ahí seguimos.

Se llama Gloria Pérez Caballero y es médica intensivista en el Hospital Universitario de Getafe. Recuerdo que sujetaba la tarjeta de identificación en el bolsillo de la bata. Yo tenía la mirada borrosa por la miopía y el cansancio y solo acerté a ver su segundo apellido. A punto estuve de hacerle la broma: “A ver si vamos a ser familia”. Pero no era el momento. Gloria se acercó a la cama de mi padre y dijo con voz muy suave: “Va quedando poco”. Nos miró con ternura y se fue de la habitación.

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