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Quitar el gotelé, acuchillar el suelo, vaciar una vida
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Ángeles Caballero

Ideas ligeras

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Quitar el gotelé, acuchillar el suelo, vaciar una vida

Qué de cosas pasan cuando uno tiene que vaciar su historia. La cuchillada en el estómago está llena de nostalgia, pero también de miedo

Foto: Un rayo de sol incide sobre un suelo de parqué. (Pixnio)
Un rayo de sol incide sobre un suelo de parqué. (Pixnio)

“En cuanto esté la reforma hecha, te pasas por aquí y así ves cómo ha quedado”. María es bajita y dicharachera y tiene prisa. Pone su firma en todas las páginas del contrato sentada en el mismo sitio que llevaba mi nombre en la cena de Navidad. Yo estoy sentada en la silla de mi madre, la que está más cerca de la cocina. Firmo en una, dos, tres y hasta cuatro hojas. Cuatro veces el acento en mi nombre de pila, que es con lo que siempre acabo.

“Una tarde de estas te aviso cuando vengan a darme presupuesto de la pintura y del parqué. Porque quiero acuchillar y quitar este gotelé, ¿sabes?”, dice. Yo le digo que por supuesto, que ningún problema, con la sonrisa ensayada de casa y haciendo como que es un trámite más del día a día.

Cuando tú quieras, faltaría más. Si te viene bien por la tarde pues aquí estaré, y no descartes que te invite a un café luego, que era la forma en la que mi padre remataba todos los asuntos con el que pasaba por aquí. Pero detrás de esta sonrisa impostada, quien ha recibido la cuchillada es mi estómago. Como si estuviera cometiendo una herejía, ocupando un lugar y unas paredes que deberían estar protegidas como Bien de Interés Emocional. ¿Qué le pasa a ese gotelé, a ver? ¡Pero si el suelo está para dormir en él de lo que brilla!

Foto: Imagen de 3D Animation Production Company en Pixabay. Opinión

María viene, saluda, firma y sonríe, se va. Yo cierro la puerta, le deseo una buena tarde y repaso cada cuarto, como si fuera la última vez que me estuviera permitido.

En la nevera siguen pegadas la lista de teléfonos importantes y las citas del médico con un imán de la Virgen de Covadonga. Hay otro imán de Eurodisney, del viaje que hicimos todos juntos siendo conscientes de que sería el último. Un montón de cucharas blancas de plástico guardadas en un cajón que nunca supe para qué servían.

Empiezo a viajar por los cajones sin necesidad de abrirlos y me entran la risa y las preguntas. Por ejemplo, ¿cuántas toallas es capaz de almacenar una persona en una casa? Los armarios son un festival de las de rizo gordo, esponjoso, compradas en Portugal y donde hiciera falta. Hay vajillas por estrenar, porque de tanto esperar citas importantes se nos pasó sacarlas de la caja. Hay cuberterías de ensueño, algunas regaladas por el banco, de cuando el banco era una cosa “como Dios manda”. Hay manteles para casi todos los días del año, un tapete para las partidas de dominó y el tute, la baraja española, la francesa y un parchís. En los juegos de azar, como en tantas otras cosas, siempre ganaba ella.

Hay vajillas por estrenar, porque de tanto esperar citas importantes se nos pasó sacarlas de la caja

En los armarios también hay calcetines con la etiqueta puesta, medias perfectamente ordenadas mezcladas con estampas y calendarios de 2017. Hay pañales de adulto, un tensiómetro y trofeos de tenis ganados cuando no nos dolía nada, fotos de niños pequeños que se parecen poco a los actuales, en plena preadolescencia, con el vello y las hormonas por domar. “Abuelo, te vas a poner bien porque eres el mejor”, dice una nota guardada con mimo con letra de niña pequeña, una hoja muy rosa y muy cursi que yo también guardaré con cuidado en mi casa.

Qué de cosas pasan cuando uno tiene que vaciar su historia. Revisar lo que aún guarda la mesa en la que estudié la carrera y el máster que vino después, haciendo frente a las tentaciones que venían de fuera, con la verbena de las fiestas como las sirenas con Ulises. Pura resiliencia la mía antes de que la palabra existiera. Un pijama horrendo y una ropa interior, ese paquete básico de los 'por si acaso', cuando ya no vivía ahí, pero por la enfermedad me quedaba a dormir y volvía a encerrarme en el cuarto, esta vez a llorar en silencio.

Foto: Imagen de National Cancer Institute en Unsplash. Opinión

La cuchillada en el estómago está llena de nostalgia, pero también de miedo. Me siento una okupa en la intimidad de los que la compraron y me reservaron una de las habitaciones. No sé si quiero entrar ahí, lo que puede haber, como si entre las sábanas y los tapetes de ganchillo planchados y almidonados fuera a encontrarme papeles que revelen secretos inconfesables, guaridas a las que nunca me permitieron el acceso porque era la pequeña de la casa.

Me siento una okupa en la intimidad de los que la compraron y me reservaron una habitación

Descubrir, por ejemplo, que mi padre tenía una doble vida y no era solo un autónomo que vendía cristales y tuercas a Renfe, sino un agente secreto que escondía, tras esa cara de señor inofensivo de Badajoz, un montón de secretos de Estado. O que mi madre tuvo un amor imposible que le escribía cartas desde un lugar muy lejano y que aún sigue vivo. Tengo que dejar de leer tanto a Javier Marías.

Pero hay que hacerlo, me digo. Vaciar todo aquello antes de mediados de junio. Cerrar esa carpeta y ponerla a dormir, que ya toca. Y decirle a María que la nevera enfría demasiado y que agradezco su invitación, pero que prefiero seguir pensando en una estantería llena de trofeos y fotos. Y que sea muy feliz.

“En cuanto esté la reforma hecha, te pasas por aquí y así ves cómo ha quedado”. María es bajita y dicharachera y tiene prisa. Pone su firma en todas las páginas del contrato sentada en el mismo sitio que llevaba mi nombre en la cena de Navidad. Yo estoy sentada en la silla de mi madre, la que está más cerca de la cocina. Firmo en una, dos, tres y hasta cuatro hojas. Cuatro veces el acento en mi nombre de pila, que es con lo que siempre acabo.

Javier Marías
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